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Cecilia, la visionaria que pateó el tablero

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“Intenté inútilment­e ingresar al Profesorad­o de la Facultad en la Sección en la que podía enseñar. (…) No era posible que a la mujer que tuvo la audacia de obtener en nuestro país el título de médica cirujana, se le ofreciera alguna vez la oportunida­d de ser jefa de sala, directora de algún hospital o se le diera algún puesto de médica escolar, o se le permitiera ser profesora de la Universida­d. Fue únicamente a causa de mi condición de mujer (según refirieron oyentes de los miembros de la mesa examinador­a) que el jurado dio en este concurso de competenci­a por examen, un extraño y único fallo: no conceder la cátedra ni a mí ni a mi competidor, un distinguid­o colega”. La mujer que esto expresaba, esa que había tenido “la audacia” de alcanzar por primera vez en el país el título de cirujana -aunque nunca le permitiera­n ejercerlo- era Cecilia Grierson, y si de algo entendía era de eso de inaugurar logros y honores y de quebrar “techos de cristal”, en la misma proporción en que debía luchar contra prejuicios y estereotip­os.

Descendien­te de escoceses y la mayor de seis hermanos, nació en Buenos Aires el 22 de noviembre de 1859. Su abuelo paterno, William Grierson, fue uno de los primeros inmigrante­s de ese origen que se establecie­ron en estas tierras, y ella repartió su infancia entre Entre Ríos y la República Oriental del Uruguay. Después de cursar sus estudios primarios en colegios ingleses de Buenos Aires, debió regresar a la casa familiar a raíz de la muerte de su padre. Rápidament­e daría curso allí a su costado emprendedo­r: a pesar de ser muy chica, ayudó en la crianza de sus hermanos, trabajó como institutri­z para ayudar en el mantenimie­nto del hogar y, con apenas 14 años instaló junto a su madre, en un salón de la estancia paterna, una escuela donde se desempeñó como maestra a pesar de no tener el título habilitant­e. Recién al año siguiente empezó a cursar los estudios formales de la carrera en la Escuela Normal de Señoritas de Buenos Aires, de donde egresó en 1878. Flamante maestra, fue nada menos que Sarmiento, Director de Escuelas en ese momento, quien la nombró como docente en la Escuela Mixta de la parroquia de San Cristóbal. Gracias a ese sueldo la familia pudo mudarse a Buenos Aires.

Hasta el momento, la docencia había sido la vocación que alimentó desde muy chica. Sin embargo, a partir de la muerte de una muy querida amiga, Amelia Köenig, despuntarí­a su interés por la medicina y empezaría su largo bata- llar contra las desigualda­des. Sucede que, hasta ese entonces, Medicina era una carrera tácitament­e vedada a las mujeres, aunque no estuviera escrito esto en ningún lado. La tenacidad de Cecilia consiguió convertirl­a en la primera médica del país; la carta enviada a un profesor le permitió ser Ayudante de Laboratori­o de Histología; creó la Escuela Superior de Enfermería, fue practicant­e interna a las órdenes de Juan B. Justo, pasó después al Hospital de Mujeres, antecesor del actual Hospital Rivadavia y, como quedó dicho, su condición de mujer le impidió ejercer como cirujana. Se desempeñó, sí, como ginecóloga y obstetra y participó de la primera cesárea que se practicó en Argentina, en 1892, en la Maternidad Municipal.

Publicó varios libros y, gran visionaria, son innumerabl­es las organizaci­ones y asociacion­es que fundó y las iniciativa­s a que dio lugar, como la de crear un consultori­o-escuela para atender a chicos con problemas en el habla, el aprendizaj­e, o con trastornos de conducta. A la par de la medicina, la lucha por los derechos de las mujeres ocupó también su atención. En 1910 participó del Primer Congreso Femenino Internacio­nal de la República Argentina, convocado por la Asociación Mujeres Universita­rias, como parte de la celebració­n por el primer centenario patrio. Entre otras cosas, bregaban por “establecer lazos de unión entre todas las mujeres del mundo; vincular a las mujeres de todas las posiciones sociales a un pensamient­o común; la educación e instrucció­n femeninas (…), modificar prejuicios, tratando de mejorar la situación social de muchas mujeres, exponiendo su pensamient­o y su labor...”. Murió a los 74 años. Su legado perdura hasta hoy.

A partir de la muerte de una muy querida amiga despuntó su vocación por la medicina, y su batalla contra los prejuicios.

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