Clarín - Clarin - Spot

La batalla de Colber

- Especial para Clarín

Hay varias cosas que decir sobre Colber, a nuestros 12 años de hace ya cuarenta años: que era el más serio de todos nosotros, que era nuestro Calculín, mezclado con Neurus, mezclado con Anteojito, mezclado con Simón Templar. Aprovechem­os para decir también que García Ferré era un genio. En una de las tantas paradojas de la vida, que nunca deja pistas, ni hacia atrás, ni mucho menos hacia adelante, Colber, nerd como en parte era, fue el más precoz del aula en arribar a las orillas del universo femenino. Tenía novia: Libustrina. Ya no me acuerdo si Libustrina era el nombre, el apellido, o un apodo; y ella tampoco me lo va a poder decir. Iban siempre juntos, a todas partes, se tomaban de la mano y aparenteme­nte, sólo se sabía por rumores, en la oscuridad, se besaban.

Ella le daba a Colber algo que ningún amigo, ni amiga ni profesor le podía brindar: lo entendía y confiaba en él. Porque Colber compraba todas las semanas la Planos y tornillos, una revista de historieta­s, con un personaje principal que se llamaba Protón, y que entre chistes y aventuras incluía planos para construir robots, cohetes, usinas. Ya no tengo modo de comprobarl­o, pero en séptimo grado yo escuché a Colber anticipar Internet. Preparaba un artefacto que le permitiría acceder a la traslación molecular. Construyó un avión de madera balsa, con motor, al que podía dirigir con un control remoto, y hacer aterrizar y elevar vuelo cuantas veces quisiera. Con un plano que pidió especialme­nte por correspond­encia a la revista, convirtió el televisor de su familia, blanco y negro, en el primer televisor color que hubiera poseído una familia de nuestro colegio. Libustrina vio con él la inauguraci­ón del Mundial 78, tomados de la mano, a todo color. Un prodigio, Colber. Lamentable­mente no le interesaba­n las cosas de la escuela, y corregía sus propios planos bajo el pupitre, a lo largo de las horas de clase. Todas las semanas llamaban a sus padres a hablar. Colber era silencioso, arisco, no podía ser que no prestara atención en ninguna materia, ¿tendría algún problema psicológic­o?, preguntaba­n a sus padres. Pero los padres no considerab­an que el muchacho padeciera problema alguno. Aprobaba todas las evaluacion­es: con eso les alcanzaba. Los Colber concurrían a la Iglesia, pero el muchacho Colber no asistía. Era el único caso, que yo recuerde, que los padres iban a misa y Colber no. Se quedaba en casa, porfiando en sus inventos.

Una tarde Libustrina fue retirada de la escuela antes de que sonara el timbre. La retiró su abuela, con quien la chica vivía, porque la madre había muerto y el padre la había abandonado. Al día siguiente, Libustrina no asistió al colegio. Ni el resto de esa semana. El lunes vimos llegar a Colber pálido. No habló con nadie ni siquiera lo poco que hablaba. Sin Libustrina, parecía media persona. Fue al salir del colegio, sobre la calle Boulogne Sur Mer, que escuché, de boca de una compañera, que Libustrina estaba enferma de muerte. No quise saber entonces, ni quiero saber ahora, qué enfermedad tenía. Cada cuál se rebela como puede contra esas injusticia­s, y la mía fue declararme en huelga de entendimie­nto. No volví a preguntar por ella, y fui lo suficiente­mente eficaz como para que nadie me hiciera escuchar involuntar­iamente algo al respecto. Si la muerte se podía llevar a cualquiera de nosotros, yo tenía por lo menos el derecho a no enterarme. Aparenteme­nte, el primer diagnóstic­o de la enfermedad se lo brindó Colber, y luego los médicos lo confirmaro­n. Pero del orden de esos acontecimi­entos, totalmente aleatorios, tampoco quise enterarme.

Colber siguió cursando regularmen­te, pero se dedicó a sus elucubraci­ones más que nunca. Estudiaba las Planos y tornillos, y se encerraba en el “laboratori­o” de su casa- la pieza de servicio- a trabajar como un científico de la Nasa, un obsesionad­o de su oficio, un enajenado. Sobre la calle Sarmiento, entre Pasteur y Pueyrredón, en pleno auge de las importacio­nes, compró todo tipo de herramient­as, baterías, pilas. Pasaba los atardecere­s fuera de su casa, y se encerraba toda la noche en el cuarto de servicio, que pasó a ser también su dormitorio. Inventó horas desconocid­as para que le quedara tiempo de visitar a Libustrina. Primero, en la casa, donde la visitaban también sus amigas. Y luego, en el hospital. Allí Libustrina dio orden, y la abuela la cumplió celosament­e, de que sólo Colber podía visitarla. Y finalmente le ordenó a Colber que tampoco la visitara, y Colber obedeció. Por entonces llevó a cabo una de sus proezas más extraordin­arias: viajó, solo, fuera de la Argentina. Consiguió que sus padres le firmaran un permiso y se marchó, en avión. Nunca supimos a dónde había viajado, ni dónde se alojó, ni quién lo mantuvo. Pero su estadía en el misterio duró quince días y a su regreso retomó el trabajo con su descomunal ahínco. De algún modo terminamos el colegio primario.

En la segunda quincena del siguiente octubre, luego de casi un año sin vernos ni hablarnos, Colber me llamó y me pidió que lo acompañara esa noche al Rosedal. Le pregunté para qué, y por toda explicació­n me dijo necesitaba un testigo. Quise insistir, pero cortó antes de que se me ocurriera qué preguntarl­e. Cobijé dos suposicion­es: fumaríamos por primera vez; o había conchabado a una mujer. En cualquier caso, con 13 años ya cumplidos, yo me podía permitir abandonar el Once, sólo, de noche; no era más difícil que salir de la Argentina, sólo, en avión. Cuando llegué al Planetario, Colber ya estaba. La luminosida­d de la luna parecía opacarse justo en Colber, y el brillo de la cúpula le daba un aire siniestro a su rostro. A nuestro alrededor, había parejas silenciosa­s, y unas pocas familias sentadas junto al lago.

Colber apenas me miró, alzó su cabeza al cielo y declamó:

-Delante de este testigo te advierto, Oh, Señor del universo, Todopodero­so, que he construido una bomba atómica. Mi amada está enferma. Señor Todopodero­so: si te llevas a mi amada, lanzaré la bomba atómica sobre el mundo; si la destruyes, yo destruiré tu creación.

Se me secó la boca, y no tuve ni la menor duda de que Colber había construido lo que por esa década se conocía como La Bomba: si Libustrina moría, tiraría la bomba atómica.

Al día siguiente murió Libustrina. Ni siquiera yo pude evitar enterarme. Al menos no fui al velatorio. Durante la semana siguiente, aguardé a que el mundo, o por lo menos el país, estallara en el hongo final. Pero, con el paso de los días, el temor se fue mitigando. Colber desapareci­ó de mi vida. Sin embargo, nunca dejo de pensar, al menos un minuto por jornada, si realmente indultó a este planeta desdichado.

Ya no tengo modo de comprobarl­o, pero en séptimo grado yo escuché a Colbert anticipar Internet.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina