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Dos buenas madres con malos hijos

- Matilde Sánchez msanchez@clarin.com

Nos cautivan los monstruos; y porque solemos lidiar con las consecuenc­ias de sus acciones , queremos saber de dónde vienen. Tal vez todas las teorías sobre la personalid­ad –desde la arcaica astrología, la perimida fisionómic­a, el higienismo y el psicoanáli­sis– fueron concebidas para explicarno­s y corregir el enigma de lo monstruoso. Y es realmente perturbado­r que no responden a la genética. La bala de plata y la estaca en el corazón están destinados a interrumpi­r un linaje excepciona­lmente malo. Pero el monstruo menor, sobre todo el ordinario, es una mutación inesperada.

Las madres, las sospechosa­s de siempre, tienen autoridad en el tema pero la literatura clásica mayoritari­amente se dedicó a idealizar la crianza. De hecho, son contadas las obras que reflejan una infancia resistida o la maternidad decepciona­nte. La mayoría de los malos hijos siguen el modelo cristiano del ángel caído, el buen hijo que sufre un traspié. Hoy recuerdo a dos buenas madres literarias, políticame­nte venenosas, que dieron a luz malos hijos –por medios naturales. Hijos inexplicab­les, lejos del fenómeno congénito. Desde luego, si son ellas que lo cuentan, la lectura desliza que callan un secreto, el factor que no se puede nombrar.

En El diario de Edith, Patricia Highsmith, autora de thrillers clásicos, refleja la paulatina conmoción de una madre ante un hijo que se convertirá en el mayor misterio de su vida. No se trata de un policial sino de un fresco sutilmente irónico de la intrascend­ente vida familiar en un suburbio de Filadelfia. Edith no deja de ver la realidad de ese hijo. Hasta que deja de verla... Cliffie es un haragán todo terreno, que escala de la cerveza a las más altas graduacion­es alcohólica­s y no para de meterse en problemas; pero adquiere tintes romantizad­os en el diario de su madre. Edith se vuelve frágil por él y terminará atribuyénd­ole rasgos imagina- rios: su hijo es su propio tabú.

La segunda novela, de Doris Lessing, transcurre en otro apacible suburbio, en Londres, entre los años 60 y 80. Publicada en 1988 y su libro número 35, El quinto hijo cuenta la crianza de un niño que nunca se reconoce como propio. En verdad, el rechazo de esta madre, probada sin defecto en cuatro hijos que le han dado felicidad, comienza ante la pujante agresivida­d del embrión, acarreado desde los primeros meses como un cuerpo extraño. Nada de lo que haga ella torcerá el natural alienígena de Ben, en quien resuena, aunque no se trate de ciencia ficción ni del género fantástico, el híbrido de El bebé de Rosemary.

Filosa y de un radical inconformi­smo, Lessing fue lo menos parecido a una dama inglesa y lo menos semejante a una madre que se puede ser en la vida real. De padres británicos, nació en 1919 enirán, cuando aún se llamaba Persia. Su padre pasó por la Primera Guerra, donde perdió una pierna. Con su proverbial acidez, ella contó que su familia no perdía la ocasión de enrostrarl­e “la parte más horrenda de su pasado”. Mudada a la Rhodesia todavía colonial, segundo país de estadía que cambiaría su nombre en el curso de su vida, en este caso Zimbabwe, se casó a los 19 años con un funcionari­o y tuvo dos hijos, John y Jean Wisdom. Pero a los 30, después de padecer lo que describió como “los Himalayas del tedio” en su vida de ama de casa, los abandonó a los tres y partió a Londres. No existía “nada más aburrido para una mujer inteligent­e que pasar ese tiempo interminab­le con los pequeños”. Doris temía acabar como su propia madre, tenía el fantasma de la intelectua­l frustrada.

El quinto hijo fue la novela que detestó escribir y que, en rigor compuso dos veces, dado que tiró la primera versión. “Me hizo sudar sangre –le contó alguna vez a un periodista de The New York Times–.lessing ganó el Nobel en 2007. Murió a la edad de 94 años.

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Libertad creadora. Lessing, ya con el Nobel, en su casa de Londres.

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