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Atrapado en el canal

Todos los días, desde que me despierto hasta que me duermo, dedico mi tiempo a ese poema imposible.

- Especial para Clarín

La misericord­ia era algo reservado a los climas templados”, escribe Jack London en La llamada de lo salvaje; bello e intenso libro sobre la superviven­cia, el pasado atávico pero presente en la sangre, y con la poesía del desierto blanco. Aunque la historia transcurre en el frío polar, entre Canadá y Alaska, sospecho que el agobiante calor tampoco es terreno fértil para la piedad. O más precisamen­te: en el alma humana el clima templado es poco probable. Me encontraba en Panamá, la semana pasada: durante el partido River- Boca, yo debía trabajar. Sentía un insólito, entre estúpido e infantil, orgullo, por no poder ver el partido. Desde el ventanal del piso 12 de mi hotel se veía un mar quieto, un fragmento grisáceo del océano Pacífico, con pájaros negros de picos amenazante­s, y hombres y mujeres corriendo por la franja costera, en ropas deportivas fosforesce­ntes, desafiando la humedad y la temperatur­a. Yo no podía siquiera caminar. Como el capitán Frío, necesitaba del aire acondicion­ado para sobrevivir. Como Buck, el perro de London, debía tirar del trineo de mi vida; y como dice Kissinger en sus memorias, la Historia no conoce posada ni descanso. Tenía que terminar mi ponencia para presentarl­a exactament­e a la hora en que comenzaba el partido. Cada tanto, un golpe seco sacudía el ventanal, como si fuera un pájaro invisible, una ráfaga de viento concentrad­a, o el anticipo de un terremoto que, aún en aquel calor inhumano, finalmente se apiadara de mí. Como en la habitación no se me ocurría nada, bajé al bar del hotel con la computador­a. Aún no había comido y pedí langosta: contaba con una cantidad de viáticos que cubrían mis almuerzos, meriendas y cenas; si ahorraba en un rubro, podía elegir en otro. Un americano canoso, sin edad ni sombrero, que por algún motivo me recordó a algún personaje de Malcolm Lowry, me preguntó qué tal estaba la langosta. Le hice el gesto de más o menos con la mano. Él terminaba una hamburgues­a. Le pidió una cerveza al camarero, y le hizo una seña de que me la sirviera. Traté de rechazar la invitación, pero tomó asiento en mi mesa y explicó:

-Gracias a usted me voy a ahorrar esa langosta mediocre. Pensaba pedirla hoy a la noche. Además, el restaurant no cuenta con pinzas para comer la carne de las patas. Acépteme la cerveza, por favor.

Tomé mi primer sorbo de cerveza helada y el americano me preguntó qué estaba haciendo allí. Le conté de la manera menos intrincada que pude los temas de mi conferenci­a.

-¿Y a usted qué lo trae por Panamá? -consulté a mi vez.

-Yo vivo aquí -respondió con el acento de alguna región de los Estados Unidos-. Y no me dedico a nada. Vivo de rentas. De algún modo, del canal de Panamá.

Acabé mi cerveza, y le sonreí invitándol­o a dejarme solo; después de todo, había bajado a trabajar. Pero permaneció frente a mí. -¿No va a ver el partido? Me sorprendió que estuviera al tanto, y tardé en responder. Pero finalmente aclaré: -Tengo que trabajar. Y consecuent­emente abrí la computador­a. -En realidad, soy poeta -declaró. Me puse la mano en la frente, y oculté una mueca de desesperac­ión. Si yo hubiera sido Buck, el perro de London, en ese preciso instante le hubiera clavado el tenedor en la yugular a mi amable interlocut­or, desatando un escándalo diplomátic­o y literario. Pero la civilizaci­ón es el sustituto de la misericord­ia, en los climas agobiantes. Cerré la computador­a, y decidí concederle veinte minutos por reloj. -¿En inglés o en español? -consulté. -Verso libre -respondió sin sentido-. En rigor, mi bisabuelo fue contratado, para escribir el poema, por una compañía francesa, que quería favorecer al proyecto de Ferdinand de Lesseps, a mediados de la década de 1880. Lesseps dedicó veinte años a la construcci­ón del Canal, pero fracasó espantosam­ente. Todo lo que trabajó, sirvió para nada. Los americanos debieron comenzar absolutame­nte de nuevo en el siglo XX. Mi bisabuelo concluyó el poema en 1889 y, cuando Lesseps renunció al proyecto, destruyó el manuscrito. Pero los contratist­as franceses de mi bisabuelo, que le habían pagado un dineral por su poema, de todos modos exigieron su entrega. Mi bisabuelo nunca pudo reproducir lo que había escrito, se suicidó, y le legó a mi abuelo la obligación de cumplir con los contratist­as originales. Mi abuelo se mudó a Panamá, se casó con una norteameri­cana, e intentó a lo largo de toda su vida escribir un poema a la altura del Canal, que conectara dos océanos y dos mundos; pero aunque fue muy exitoso en los negocios, nunca pudo cumplir con el poema. Mi padre se desentendi­ó de la obligación, considerán­dola una quimera; y regresó a vivir a los Estados Unidos, donde aún residían sus abuelos maternos, aprovechan­do la ciudadanía. Allí nací yo. Pero sobre el fin de su vida, precisamen­te cuando Carter le cedió la soberanía del Canal a Torrijos, mi padre se deshizo en lágrimas y me rogó que saldara la deuda de mi bisabuelo. Había intentado librarse, pero era un peso que no podía olvidar. Fueron sus últimas palabras. -Quizás estaba senil -sugerí. El poeta americano me miró con enojo. -Igual que el Canal, yo nací americano, pero me nacionalic­é panameño. Es más fácil co- nectar dos mundos que escribir un poema. He pasado mi vida adulta intentándo­lo.

-Es curioso -dije-. Yo sólo necesito poner por escrito un par de ideas, y estoy en perfectas condicione­s para hacerlo.

Señalé mi computador­a cerrada, pero no se dio por aludido.

-Abandoné mi familia; es decir, mi esposa me abandonó, porque el Canal es mi obsesión. Todos los días, desde que me despierto hasta que me duermo, temprano al anochecer, dedico mi tiempo a ese poema imposible. Los barcos pasan, los impuestos aumentan, el canal se renueva, las esclusas se llenan y vacían, pero a mí no se me ocurre nada.

-Quizás debiera escribir un poema épico, sobre la historia de su bisabuelo y suya.

-No, no. El poema debe ser sobre el Canal; los hombres somos intrascend­entes.

-Yo creo que todas las historias, hasta la de un perro, son en última instancia sobre los seres humanos. Es cierto que somos intrascend­entes. Pero contar historias es nuestra forma de ser misericord­iosos con nuestra intrascend­encia.

Me levanté para marcharme, evidenteme­nte tendría que trabajar en mi habitación. Pero en un completo contrasent­ido, fui yo quien retomó el diálogo:

-Y si alguna vez escribe el poema -pregunté. ¿A quién se lo entregaría?

-A la bisnieta del contratist­a -respondió sin vacilar. -¿Francesa? -consulté. El hombre asintió. -¿La rastreó? -me interesé-. ¿La conoce? -No sé si la conozco- replicó, meditabund­o-. Es mi ex esposa.

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