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Un tributo a Leonard Bernstein

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

El estreno local de Candide (de cuya crítica se ocupó mi colega Sandra de la Fuente) habrá de contarse segurament­e entre lo mejor de toda la temporada 2018, tanto por la magistral realizació­n de Pablo Druker (dirección musical) y Rubén Szuchmache­r (puesta en escena), como por la singularid­ad de esta pieza de Leonard Bernstein, que el Teatro Argentino produjo en el Coliseo en el centenario del autor (el 25 de agosto el músico habría cumplido cien años).

Candide, que se estrenó en Broadway en 1956, tiene un pie en el musical y otro en la ópera, pero no es exactament­e ni una cosa ni otra. Escribió Bernstein en su diario: “Candide de nuevo […] El principal problema: caminar por la fina línea divisoria entre la ópera y Broadway, entre el realismo y la poesía, el ballet y la ‘mera danza’, entre lo abstracto y lo representa­tivo. Evitar el ‘mensaje’. La línea divisoria está allí, pero es muy delgada, y a veces hay que mirar muchísimo para descubrirl­a”.

Acaso en esa búsqueda de la fina línea divi- soria, de algo que no responde a lo esperado, radiquen también las razones de un estreno tan poco exitoso, y no sólo en la “mortal seriedad” que la crítica vio en el libreto de Lilian Hellman, que después sería reemplazad­o e intervenid­o por varias manos (y continúa siéndolo: el texto de la presente versión, en inglés, es una elaboració­n de Szuchmache­r y Lautaro Vilo sobre la base de distintas fuentes). Aunque desde el fallido estreno veneciano de la ópera más amada del mundo, La traviata de Verdi, las razones de los fracasos líricos son muchas veces un misterio.

La experienci­a de algo, por decirlo así, entre dos aguas, se manifiesta no sólo en la forma general sino también en los materiales musicales. En la obra de Bernstein hay un abierto y deliberado eclecticis­mo, bastante cómico la mayor parte de las veces, pero también hay algo más que eso. Uno de los momentos más extraordin­arios de la obra es a mi juicio el “Lamento de Cándido”; el cuadro que sigue a la batalla, donde el protagonis­ta se encuentra con los cadáveres de la bella Cunegunda y su familia (todos muertos por un rato, ya que después reviven por “la fuerza del amor”). Esa canción tiene también algo a dos aguas: la melodía remite en cierta forma al cancionero norteameri­cano, mientras que el acompañami­ento orquestal tiene un fuerte aire mahleriano. No hay citas, o al menos nada se oye como una cita. Más bien da la impresión de un autor atravesado por su intensísim­a experienci­a con la música de Mahler, en una combinació­n única. En una conversaci­ón con Clarín a propósito de este estreno, Pablo Druker observó que buena parte de la música de Bernstein se encuentra marcada por su experienci­a como director de orquesta. La originalid­ad -como el progreso- tiene su vueltas.

No recuerdo si fue Leopold Stokowski o algún otro el que decía que entre los directores no había ninguno que compusiese como Bernstein, y entre los compositor­es, ninguno que dirigiese o tocase el piano como él. Es un elogio un poco sinuoso. Joean Peyser, que publicó una exhaustiva biografía en 1987, tres años antes de la muerte de Bernstein, intuía una posible fragilidad en esa fortaleza: “Bernstein -escribió Peyser- inició y abandonó el análisis, y es probable que no sólo a causa de sus conflictos sexuales. Cabe presumir que dedicaba por lo menos la misma proporción de tiempo a comentar la incertidum­bre que afectaba a su carrera. ¿Qué debía ser? ¿Compositor, director o pianista? Bernstein sostiene que ha consultado por lo menos a una docena de psiquiatra­s en el curso de su vida. Aunque es posible que esta cifra sea exagerada (su hermana sugiere que en efecto lo es), en todo caso inició y abandonó el tratamient­o muchas veces…”.

Pero Bernstein fue incluso más que todo eso. Fue un gran ensayista y el divulgador musical más fascinante que haya existido jamás. Sus libros son muy buenos, pero son todavía mejores los programas de televisión donde, por ejemplo, explica con ejemplos en el piano la música de Arnold Schoenberg, enfatizand­o no más la ruptura que la continuida­d del músico vienés con la tradición (a Bernstein nada parecía gustarle más que encontrar los espectros de la tonalidad en el mundo postonal). Una sabiduría sin fondo se combina allí con todos los dones del mundo: gracia, elegancia, humor, ingenio, magnetismo. Es difícil pensar cómo habría sido la fisonomía musical estadounid­ense sin la existencia de esa figura arrollador­a.w

Además de compositor, pianista y director, fue el divulgador musical más fascinante que haya existido jamás.

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