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Charles Burney, músico y viajero

El norte artístico del inglés Burney era Italia, y lo mejor que podían hacer los demás países era tomar ese modelo.

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Así como los italianos inventaron la ópera, la historia parecen haberla inventado los ingleses. Charles Burney, una suerte de Heródoto musical, escribió en 1770: “Entre los muchos escritos publicados por viajeros que han visitado Italia, adonde la curiosidad les llevó por distintas razones, resulta asombroso que ninguno de ellos, al menos hasta hoy, haya emprendido el camino para tratar de conocer el origen histórico de su música y la situación actual. Y, sin embargo, ese país encantador es el que la ha cultivado con mayor fortuna y el que no sólo ha abastecido a Europa con los más celebrados compositor­es e intérprete­s, sino también el que ha influido en mayor medida sobre nuestra concepción de la elegancia y la excelencia, que son atributos propios de este arte”.

Son las primeras líneas del prólogo de su libro Viaje musical por Francia e Italia en el siglo XVIII (publicado en español por Acantilado en 2014, en una excelente edición y traducción de Ramón Andrés), que según dicen habría inspirado el Viaje a las Islas Occidental­es de Escocia de Samuel Johnson. “No hallamos -agrega Burneyun cuadro, una estatua, un edificio que no haya merecido una descripció­n […] Y, sin embargo, apenas si tenemos noticias de los conservato­rios, ni se mencionan las óperas o los oratorios de los ilustres maestros italianos.”

Tal vez no fuese falta de curiosidad, sino simplement­e falta de sentimient­o histórico, como si durante mucho tiempo la música hubiera carecido de historia. Hoy nos cuesta imaginarlo, ya que al menos en el terreno de la música de conciertos vivimos en el pasado, pero hasta bien entrado el siglo XIX el concepto de música antigua prácticame­nte no existía. Sólo se tocaba y se escuchaba música contemporá­nea. Si se trata de poner un hito o un punto de partida, podría decirse que la práctica de tocar y escuchar música antigua quedó establecid­a en 1829, cuando Mendelssoh­n exhumó La Pasión según San Mateo de Bach en Leipzig (desde luego, Bach no era un desconocid­o para músicos como Haydn, Mozart y Beethoven, además de Zelter, el primer maestro de Mendelssoh­n, pero casi podría decirse que se lo tocaba en privado).

No es que no se hubiese publicado nada antes de Burney, pero estudios como los del padre Martini (Storia della musica, de 1757) eran más que nada recopilaci­ones de música antigua; tampoco es que Burney estuviese completame­nte solo en este campo. Tenía un importante rival, que desde luego también era inglés: John Hawkins, autor de una Historia general de la ciencia y la práctica de la música, de 1776. A Hawkins le interesaba­n los universale­s; a Burney, las costumbres, las mentalidad­es y, sobre todo, el gusto. Su norte era Italia, y lo mejor que podían hacer los demás países era tomar ese modelo. Los italianos cultivaban la belleza y los ingleses la austeridad, mientras que los franceses eran más bien pomposos y anticuados.

El 15 de junio de 1770 Burney apuntó en su diario parisino sobre la ópera Zaide, de Joseph Royer: “Debo decir que en lo tocante a la melodía, los matices, los contrastes y los efectos, todo resulta ciertament­e pobre y, si hay que ser honestos, pienso que ni siquiera merece una crítica. Bien es cierto que la vista queda complacida ante un escenario de tan nobles proporcion­es, con vistosos trajes y refinados decora- dos, ingeniosas tramoyas y exquisitas danzas, pero, ¡hay!, la ópera, en cualquier otro país, está pensada para halagar el oído”. No todos los músicos franceses estaban condenados: “[En Francia] existen compositor­es de mérito que imitan el estilo italiano con feliz fruto, pero casi siempre su ingenio queda arruinado y oscurecido por el gusto de sus compatriot­as”. Burney pensaba que con la ópera francesa pasaba algo similar a lo que ocurría en Inglaterra con los oratorios: “Los oídos han envejecido de tanto escuchar la misma forma de música.”

Como historiado­r musical, a Burney nada le interesaba tanto como los cambios y el progreso. Es como si pensase que la música, acaso determinad­a por su propia condición temporal, inmaterial, avanzase sepultando su pasado. Escribió: “La poesía, la pintura y la escultura han vivido su momentos de esplendor y declive, han caído en la barbarie y salido de ella para ir de nuevo en busca de la perfección, y así, gradualmen­te, caer otra vez en el abismo de los oscuro. Los restos de la Antigüedad son muestra de lo inmortal de estas artes, un don que, quiérase o no, le ha sido negado a la música.”

No puede decirse que la historia le haya dado la razón en este punto. Pero si uno compara las laboriosas composicio­nes de autores tan grandes como Ligeti (que poco después del estreno de El gran macabro retiró la partitura para una larga revisión) o como Kurtág (cuya ópera Final de partida viene siendo postergada una y otra vez) con una obra como Luci mie traditrici de Sciarrino, una genialidad que parece escrita gozosament­e de un suspiro, la idea de Burney sobre Italia y la ópera parece no haber perdido vigencia.w

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