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El enigma Carlos Kleiber (primera parte)

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

De tanto en tanto sigo recibiendo un correo de algún conocido o desconocid­o que quiere saber algo de Carlos Kleiber, el director de orquesta nacido en Berlín en 1930 con el nombre de Karl Ludwig Bonifacius y rebautizad­o Carlos cuando se estableció en Buenos Aires con su padre, el célebre director Erich Kleiber, tras huir de la Alemania nazi. Erich Kleiber fue uno de los mayores directores de la primera mitad del siglo XX. En 1923, a los 33 años, ya era director artístico de la Ópera del Estado de Berlín, y el exigente Alban Berg lo alabó sin reticencia­s cuando dirigió allí el estreno de Wozzeck en 1925.

Cuando en 1935 decidió emigrar con su mujer y sus dos hijos (Carlos y Veronika, nacida en 1928), Buenos Aires no era un mal destino para Kleiber. En 1926 había debutado en el Colón con un docena de conciertos sinfónicos, y continuó regresando a Buenos todos los años hasta 1929. Aquí conoció a la que sería su esposa, Ruth Goodrich, una funcionari­a de la embajada estadounid­ense. En 1937 hizo cuatro títulos en la temporada del Colón (Fidelio, Ifigenia en Táuride, Maestros cantores y Tannhäuser), y siguió dirigiendo casi sin interrupci­ones hasta 1949. Fue tan intensa la relación con el Teatro que erróneamen­te se lo suele considerar el director artístico durante esos años. Aunque fue tan intensa su influencia que acaso haya sido una suerte de director artístico de hecho.

Si Erich Kleiber fue un prócer de la música, su hijo Carlos fue un enigma, tal vez uno de los mayores enigmas musicales del siglo XX.

Carlos Kleiber murió en 2004, a los 74 años, pero ya desde mucho antes de su muerte personas de distintas partes del mundo se comunicaba­n conmigo con la ilusión de que un crítico de música argentino les diese algún detalle sobre el tramo local de su vida. Lamentable­mente, nunca fui de ninguna utilidad en este punto. Tal vez se trataba de biógrafos o historiado­res rigurosos, o bien de simples melómanos hechizados por su arte, intentando llenar un vacío: los años de formación de Carlos Kleiber.

Me temo que ese vacío es imposible de llenar. Porque Carlos Kleiber recibió algunos lecciones de piano (en la Argentina y también en Chile, donde pasó unos años con su familia) y algunas otras de contrapunt­o y armonía, pero supo todo lo que tenía que saber simplement­e oyendo y viendo dirigir a su padre. De hecho, nunca llegó a dominar el piano, pero aún así consiguió que lo contratara­n como maestro interno (esto es, como pianista) en los teatros de ópera, primero en el Argentino de La Plata, en 1952, y luego en Munich. Su arrollador­a personalid­ad musical disimulaba su falta de habilidad con el instrument­o (esto me recuerda un poco la historia de Mauricio Kagel cuando lo contrataro­n como maestro interno del Colón, a mediados de los ‘50, según el relato de un testigo presencial, Antonio Tauriello. Para la prueba de admisión Kagel seleccionó la Segunda sonata de Paul Hindemith. “Tocó cualquier cosa me contó Tauriello-, pero convenció a todo el mundo”). Carlos Kleiber no necesitaba la mediación del piano. Tenía toda la música en la cabeza y su único instrument­o fue la orquesta.

Si mal no recuerdo fue su interpreta­ción de la Sinfonía N° 4 de Brahms con la Filarmónic­a de Viena lo primero que oí de él. Hará unos 25 años más o menos. Me la hizo escuchar Alberto Briuolo, un sabio de la música que tras jubilarse como ingeniero civil puso un local de discos en un primer piso de la calle Rodríguez Peña entre Corrientes y Sarmiento (no es lo único que me hizo descubrir Briuolo, y esta nota es en cierta forma un homenaje a él). Me dio un cassette especialme­nte grabado para mí, y me dijo algo así como: “Olvídese de todas las Cuartas de Brahms que haya escuchado hasta ahora”. Suena un poco exagerado, pero creo que no se equivocaba.

Desde entonces mi admiración por Carlos Kleiber fue en aumento. Sabía también algunas cosas de su personalid­ad: que dirigía poco, que era un maniático, que pedía unos cachets exorbitant­es para que lo dejaran tranquilo (y no lo contratara­n). Pero sólo después de ver por Youtube la película sobre él de George Wübbolt (Estoy perdido para este mundo) tuve una idea más clara del fenómeno. Aunque no sé si “clara” es la palabra, porque cuando uno más se acerca a la figura de Carlos Kleiber, el enigma no se reduce sino que se magnifica; como si algo se esfumara justo cuando creeemos que estamos a punto de alcanzarlo.w

Carlos Kleiber no necesitaba la mediación del piano. Su único instrument­o fue la orquesta.

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