Japón, rendido a los pies de Piazzolla
Esta noche, como cada noche desde el 1 de diciembre y hasta la semana próxima, la sala del complejo Bunkamura de Tokio volverá a llenarse para la proyección de “Piazzolla, los años del tiburón”, el film de Daniel Rosenfeld, estrenado en Buenos Aires hace pocos meses. El público japonés, que en el último tramo del siglo XX sustentó a varias orquestas de tango, como la de Leopoldo Federico, en este fin de año vuelve a abrazar ese todo fulgurante de la obra piazzoliana. La película les habla mediante confidencias: revela su costado más frágil y, a la vez, su certeza feroz sobre el valor de su música. Siempre es intrigante descubrir qué cosa aprecia un extranjero en aquellas obras convertidas en el paradigma de un patrimonio nacional. Sabemos cómo suena la entonación de un chileno pero no sabríamos describir la canción de nuestro acento, el efecto de lo que resulta “propio”.
Basado en los Super8 familiares y en registros televisivos, el documental de Rosenfeld ofrece un retrato íntimo, fehaciente y complejo, en el que la subjetividad de Piazzolla aparece marcada por los obstáculos para que su música fuera comprendida en una Argentina culturalmente insegura y al mismo tiempo, soberbia, de gustos esquemáticos. Así, vemos al periodista José De Zer, el chismógrafo más destacado de la época, preguntarle sin pudor: “Dígame, Piazzolla, ¿usted es un resentido?” Astor responde: “Yo creo que no”.
Esa condición de un Piazzolla resistido no le impidió sino que quizá alentó la revancha de una obra que no solo renovó el tango; funcionó como acelerador de una nueva sensibilidad para Buenos Aires. Si el tango está ligado a la modernidad misma, a las mutaciones del trabajo, el ocio y la sexualidad de la urbe cosmopolita, Piazzolla pintará el gran vuelco de las costumbres en los años 60. En ese sentido decíamos que fue una pérdida de oportunidades para difundir el patrimonio cultural del país que el programa del Teatro Colón, ofrecido a los mandatarios tras las reuniones del G20, se basara en una partitura sin valor musical alguno. Allí Piazzolla, que tuvo su vindicación más reciente en el Colón en 2016, volvió a reinar por una nueva omisión inexplicable.
Aunque en el filme de Rosenfeld el propio Piazzolla ubique el origen de su música en las raíces jazzeras de los Estados Unidos, donde residió en la infancia, tal vez fue ese desvelo por el reconocimiento de Argentina que lo llevó a aceptar el almuerzo con el dictador Jorge Rafael Videla el 4 de julio de 1979. Había recibido amenazas y llevaba años viviendo en el extranjero. Entre los comensales, su persona seguramente fue elegida para transmitir la apertura de ideas del régimen, cierta relajación.
Esos promocionados almuerzos de cada año... Clarín del día siguiente recogía en su tapa, con una foto enviada por la Casa Rosada, el saludo de Videla a la fila de artistas antes de que pasaran a la mesa. Eran de la partida Adolfo Bioy Casares, el poeta Alberto Girri, la folklorista María Elena Dávalos y Eladia Blásquez. En 1979 habían pasado ya numerosas desgracias colectivas pero las verdades más crudas se conocerían un lustro después. Hoy cuesta reconstruir las circunstancias que llevaron a cada uno a sentarse con el monstruo, pero de todo el grupo, Piazzolla sería el más sobrio. Dijo haberle manifestado a Videla su “deseo de trabajar en el país; pienso que a los argentinos nos hace muy bien el poder trabajar y triunfar en la Argentina”. A fines de ese año, el 14 de diciembre, Astor se presentaba en el Auditorio de Belgrano para un público poco numeroso, y estrenaba su Concierto para bandoneón.