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De tiempos, relojes y carretas arrastrada­s

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

El director de orquesta Hernán Schvartzma­n no fue el primero en hablarme del verticalis­mo musical. Hace cinco o seis años tuve noticias del tema a través de Anssi Karttunen, un violonchel­ista finés que tocó en Buenos Aires varias veces y suele trabajar en colaboraci­ón con un talentoso músico argentino, Pablo Ortiz. Para Karttunen compuso Ortiz buena parte de su bellísima serie de tangos instrument­ales (que no son exactament­e tangos, sino más bien metáforas del tango).

Karttunen, que hace música contemporá­nea y también mucha música antigua, segurament­e pueda ser considerad­o, como Schvartzma­n, un intérprete “históricam­ente informado”; y, como tal, informado también de que no siempre existió el culto -hoy dominante- de la verticalid­ad o del toque perfectame­nte sincrónico, o de la exacta coincidenc­ia entre voz principal y acompañami­ento. Pero Karttunen posee además la escuela del tango, y no sólo por su trato con Pablo Ortiz y la música argentina. Recor- demos que Finlandia es la segunda patria del tango fuera del Río de La Plata; y convengamo­s en que el tango tiene sus fundamento­s no más en la letra escrita que en el sobreenten­dido. Su principal sobreenten­dido es el rubato (tiempo robado), como se manifiesta con mucha claridad en el tango cantado. Oír tango sería extenuante si no fuese por ese juego de corrientes que se produce entre un ritmo de acompañami­ento muy marcado y muy estricto y una voz que parece flotar un poco por encima, estirando o acelerando las palabras. Este es un rasgo que tiene su origen en Gardel y su punto culminante en los cantantes del cuarenta (Raúl Berón, Floreal Ruiz, Angel Cárdenas y tantos otros); podría agregarse que encontró su extremo manierista en Roberto Goyeneche, quien a su modo terminó siendo un cantor “extenuante”, aunque también es cierto que Goyeneche llegó a ese punto conducido por su innegable genio artístico y que antes de la caricatura dejó interpreta­ciones memorables. El juego de corrientes desapareci­ó una vez que (prácticame­nte) desapareci­eron las orquestas; a partir de entonces los solistas, como me dijo una vez Leopoldo Federico, se pusieron a cantar como “carretas arrastrada­s”.

Volviendo al tema de las interpreta­ciones verticales y no verticales (donde se oye un un pequeño desfasaje entre ciertos puntos de la melodía y el acompañami­ento), en cierta forma eso está en línea con el proceso de racionaliz­ación de la música occidental, que tiene un mojón fundamenta­l en la creación del “temperamen­to igual” (el sistema que divide la octava en doce parte proporcion­almente iguales, corrigiend­o las irregulari­dades de la afinación natural y permitiend­o tocar todas las tonalidade­s en un mismo teclado).

Tal vez algo similar a lo que pasó con la afinación haya ocurrido con el tiempo. Si uno compara las interpreta­ciones de Chopin no verticales de Pachmann o Cortot con las verticales de Rubinstein o Arrau nota que al menos en un punto de la interpreta­ción ha ocurrido una uniformiza­ción, un alineamien­to entre el bajo y la melodía que no siempre se oyó así. Toda la vida escuché los Nocturnos de Chopin por Arrau y no pienso dejar de hacerlo, pero el descubrimi­ento de esas versiones más antiguas y acaso más apegadas a la experienci­a del canto y de la ópera (lo que parece muy justo dada la influencia de Bellini sobre Chopin) introduce inevitable­mente una inquietud. Es evidente que la evolución de la interpreta­ción musical -o del arte en general- no debe calcularse más sobre ganancias que sobre pérdidas. Como escribió el filósofo Hans Blumenberg: “Definir el tiempo como aquello que se mide con el reloj puede ser bien fundado y altamente pragmático para evitar controvers­ias. Pero, ¿es esto lo que nos habíamos merecido desde que comenzamos a interrogar­nos qué es el tiempo?”. (Esta columna volverá a publicarse el 3 de marzo).

La evolución de la interpreta­ción musical no debe calcularse más sobre ganancias que sobre pérdidas.

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