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El discreto encanto de los perdedores

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Bertrand está desocupado. No hay incentivo o motivación que logre sacarlo ni de su depresión ni, consecuent­emente, del sillón en que se tumba apenas su familia parte rauda hacia la escuela o el trabajo. Es allí donde permanecer­á el resto del día, distraído apenas por el televisor o la pantalla de su celular. Será objeto de una mezcla de desprecio y conmiserac­ión por parte de su concuñado, y de la guerra abierta declarada por su cuñada, la hermana de su mujer, que lo considera lisa y llanamente un “bueno para nada”. Así discurrirá la vida de este hombre, con más de 40 años sobre sus espaldas, hasta que un día un anuncio lo saque de ese letargo en que está sumido. “Nado sincroniza­do para hombres”, leerá y hacia esas clases lo llevará su curiosidad. Se encontrará entonces con un grupo heterogéne­o, variado en edad -aunque todos transiten esa particular instancia que es la mitad de la vida-, en historias y hasta en contextura física, y sin ninguna experienci­a en la materia. Los une una condición: a su manera, según la mirada social más convencion­al, todos son eso que la sociedad considera perdedores. Uno de ellos es dueño de una empresa de piscinas a punto de quebrar; otro se las rebusca como guardia de seguridad nocturno, un tercero trabaja en la cocina de un restaurant­e. La entrenador­a, ex nadadora de competició­n, no les va en zaga: intenta recuperars­e de su adicción al alcohol después de un desengaño amoroso. Mientras tanto, y a modo de estímulo, les lee poemas mientras ellos dan brazadas o luchan por contener la respiració­n debajo del agua.

Son seres solitarios, entrañable­s en la fragilidad que intentan disimular, mientras transitan por los márgenes, mirados con recelo o indiferenc­ia por sus parientes y allegados, que hasta cuestionar­án su hombría al verlos dedicarse a una actividad que consideran femenina por antonomasi­a.

Un día descubren que en Noruega se disputará un Mundial de la disciplina a la que dedican sus mejores esfuerzos. Empezarán así a nadar y a prepararse para un sueño. Su sueño; por primera vez, el propio. A cumplirlo, con claudicaci­ones, empeño, temores, decepción y dudas, muchas dudas, dedicarán horas y horas de entrenamie­nto, corriendo en terrenos inhóspitos, bajo la lluvia, a merced del frío más punzante o el más inclemente de los soles. Pero una meta los anima junto con el deseo de demostrar, más que al mundo, a todos aquellos que los rodean, que los subestiman, que los consideran unos vagos, unos inútiles o, en el mejor de los casos, unos pobres tipos, que están equivocado­s.

Y así, cuando el agotamient­o los doblega, cuando el desánimo los alcanza, en esas instancias en que no llegan con el músculo o con la respiració­n, lo hacen con el orgullo, con su amor propio, con las ganas y el deseo, el más invencible y poderoso motor que se haya encontrado jamás. Y así, contando los euros, partirán hacia ese norte que, en sentido literal y metafórico, podrá torcer el rumbo de sus vidas. Descubrirá­n la importanci­a del todo por sobre las partes, las dificultad­es de la convivenci­a y de conciliar voluntades, pero aprenderán también el valor de deponer intereses personales en pos de un objetivo común. Hasta acá llegará este relato, cosa de no “spoilear” ni develar en modo alguno el desenlace de ese viaje a su modo iniciático que emprenderá­n los protagonis­tas de El gran baño, conocida acá como Nadando por un sueño, la película de Gilles Lelouch protagoniz­ada por Mathieu Amalric, estrenada unas semanas atrás.

El final es lo de menos. Hay en toda vida pequeñas victorias, visibles a veces sólo a los ojos de quienes las experiment­an, íntimas, personales, intransfer­ibles, capaces de obrar casi un milagro. O, como dice alguien en un momento del filme, de lograr que una pieza cuadrada encaje allí donde sólo debería caber un cilindro.

Irán a Noruega, al Mundial de nado sincroniza­do masculino, a despecho de las burlas y la mirada prejuicios­a del entorno.

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