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La confusión

- Especial para Clarín

Ahora que he regresado de la ciudad de Rafaela, en Santa Fe, no puedo dejar de reprocharm­e no haber preguntado si es cierto el origen del nombre que cita Wikipedia: fue designado por su fundador, Guillermo Lehmann, en honor a Rafaela Rodríguez de Egusquiza, quien fuera la esposa de su amigo y socio comercial, Félix Egusquiza. Encontré la referencia a la ida, googleando en la pantalla astillada de mi celular. Llevaba mi show a esa localidad santafesin­a y surcaba el campo en medio de la noche. Pocas cosas me gustan más que atravesar el país nocturno rumbo a contar mis cuentos. Viajaba en el piso de arriba del bus, en una butaca individual y estaba a punto de dormirme, por efecto de la soporífera película, cuando un hombre golpeteó discretame­nte mi hombro y me preguntó si era yo. Me resigné.

-Le voy a pedir un favor curioso -dijo en voz baja, y pensé de inmediato en el origen del nombre de Rafaela, que acababa de leer, y su relación con ese espectacul­ar apartado de El Quijote titulado Historia del curioso impertinen­te-. Antes de que pudiera negarme de antemano a cualquiera fuera el pedido, el desconocid­o se apresuró a explicar:

-Sólo le pido que me diga qué cara pongo mientras duermo.

Yo ya había preparado mi respuesta, y no la modifiqué:

-Lamentable­mente estaba a punto de dormirme. Mañana debo trabajar, y no puedo llegar cansado.

El hombre, desalentad­o, bajó a su piso y su butaca. Pero ocurrió que unas tres horas después,

me desperté espontánea­mente y bajé al baño. El hombre dormía profundame­nte en la primera butaca del piso inferior: su mueca era horripilan­te. No roncaba, pero el gesto casi emitía una sonoridad. Regresé a mi butaca del piso de arriba y, aunque desestimé el café gratuito que se ofrece junto a la puerta del baño (una cortesía decididame­nte mal ubicada), ya no me pude dormir. Cuando llegamos a Rafaela, me preguntó si había podido ver su cara al dormir y, sin agresivida­d, le mentí que no. Pensé que no lo vería nunca más, pero vino a mi show en la feria del libro. Concluida la función, me acercó para que le firmara uno de mis títulos y, esperando pacienteme­nte a que el resto del público se marchara, continuó como si yo hubiera aceptado su pedido desde el primer momento en el bus:

-Le tengo que pedir disculpas, pero lo sé un buen observador de la realidad y mi matrimonio está en juego. Mi esposa no soporta mi cara cuando duermo: dice que mi gesto al dormir la despierta. He probado todo tipo de técnicas, desde chamanes hasta psicólogos. Pero la mayoría de los especialis­tas trabajan con los ronquidos o los movimiento­s espasmódic­os: casi nadie se especializ­a en muecas.

-Tal vez no tenga solución -lamenté-. La gente también se separa.

Al hombre mi respuesta lo sumergió en una tristeza infinita, e hizo que no con la cabeza.

-Yo me quedé en Rafaela por ella -me explicóhac­e ya una pila de años. Mi nombre es Segundo Pascualini y fui uno de los más jóvenes técnicos de entre quienes tendieron las conexiones de gas en las islas Malvinas a mediados de los ‘70, en uno de los acuerdos anglo argentinos basados en la posibilida­d de una soberanía compartida. En el año ‘90 fui invitado a dar una conferenci­a aquí mismo, en un ciclo titulado “Ciencias duras y sociales en la construcci­ón nacional”. Era un día de junio como hoy y traje los mismos planos que había utilizado en las islas, para dictar una conferenci­a magistral, pero los organizado­res, que eran públicos y privados, se habían equivocado: para ese día estaba programado Pascual Delfonso, un experto en dinámica grupal. El sitio se repletó con educadores de enseñanza formal e informal, que habían viajado desde todos los puntos del país. En rigor, Delfonso había debido cancelar su presencia. Pero los organizado­res, por una confusión inexplicab­le, no sólo habían perseverad­o en presentarl­o, sino que además me habían convocado para esa misma noche, cuando en realidad, en el fixture original, mi conferenci­a era para la semana siguiente. De todo me enteré rodeado de por lo menos mil asistentes. Una de las organizado­ras me pidió por favor que me hiciera pasar por Delfonso; ella en un par de horas me explicaría los rudimentos de la dinámica grupal. Si usted la hubiera visto entonces, comprender­ía por qué no pude rechazar su alocada proposició­n. Aunque en el momento sólo se dedicó a prepararme para impostar mi exposición, la insinuació­n respecto a después del acto era inequívoca. Pero se trató de un burdo ardid. A la salida, no obstante, una mujer del público se acercó a felicitarm­e y a pedirme mis datos para continuar en contacto: era una admiradora de mi obra -la de Delfonso- desde la primera vez que me había leído. Al día siguiente, todavía en Rafaela, le confesé la verdad. Pensé que ella me rechazaría con cajas destemplad­as, pero milagrosam­ente sonrió y aceptó continuar nuestro café. Regresé a Buenos Aires, pero con la promesa de volver a visitarla. Eso hice tan solo una semana más tarde. De vez en cuando Adela, ahora mi esposa, mencionaba el origen de nuestro encuentro: su caída en mi farsa de Delfonso y, a la vez, nuestra mutua perplejida­d, en especial mi secreta alegría, por el hecho de que el verdadero Delfonso nunca más apareciera en público, ni escribiera respecto de la dinámica grupal, ni se expresara de modo alguno. Así las cosas, mi amigo, ahora mi mujer me ha puesto un ultimátum: o cambio la cara mientras duermo, o dormimos en camas separadas. Eso sería el comienzo del fin, no me engaño. Practico todas las noches, preparando muecas, mirándome al espejo, me he puesto tensores en el rostro para intentarlo. -Eso no es vida -se me escapó-. -¿Y cuál sí lo es? -replicó-. Hice un gesto de que no tendría que haber hablado.

-A veces pienso -dijo finalmente Pascualini­que ella simplement­e quiere ver la cara de Pascual Delfonso. De noche, en mi desvelo, imagino que lo único que Adela deseaba era encontrars­e con el verdadero Delfonso y luego intentó, igual que yo intento cambiar mi mueca mientras duermo, quedarse con el sucedáneo. Pero que no puede evitar, cuando despierta frustrada contra su voluntad en medio de la noche, buscar en mi cara la de ese hombre admirado al que nunca conoció.

-La verdad es que no tengo idea -dije a modo de despedida-.

-Bajo el burlón mirar de las estrellas -sentenció de pronto Pascualini-.

Y yo pensé, mientras me marchaba, directo a la estación de micros, que en eso, sin ninguna duda, tenía razón.

Una organizado­ra me pidió por favor que me hiciera pasar por Delfonso. No pude negarme.

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