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Ventajas y desventaja­s del concierto en vivo

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Al terminar el concierto de Daniel Barenboim el martes en el CCK, Hernán Lombardi apareció en el escenario en compañía del pianista para descubrir una placa con el nuevo nombre de la ex Sala Sinfónica, más popularmen­te conocida como la “Ballena”. Se llamará Auditorio Nacional. Da la impresión de que es una iniciativa de Barenboim, con el fin de ayudar a posicionar­lo como el principal auditorio del país, por encima del Teatro Colón. El Colón nació principalm­ente como un teatro de ópera, pero hasta la inauguraci­ón de este auditorio fue el único recinto acústica y simbólicam­ente adecuado para recibir orquestas o solistas de primer nivel. No es una mala idea el rebautismo. El Auditorio es impecable; la acústica es perfecta y la disposició­n ascendente de las plateas proporcion­a un atractivo suplemento visual.

Aunque hay cosas que no tienen solución, y hay momentos en que uno querría darle toda la razón al pianista Glenn Gould, que un buen día abandonó definitiva­mente el concierto en vivo y se consagró a la grabación en estudio, tal vez porque verdaderam­ente considerab­a que el concierto era un género en extinción, o simplement­e porque era un perfeccion­ista. Al revés que Gould, Barenboim piensa que la grabación es una pálida copia de un concierto. Tal vez tenga algo de razón: difícilmen­te una grabación pueda transmitir los espectrale­s sonidos se oyeron el martes en el movimiento lento de la Sonata N° 5 de Beethoven; menos todavía podría transmitir la extraordin­aria entrega del pianista de 78 años en la Appasionat­a, ya que el fenómeno no es mucho menos visual que auditivo.

¡Pero cuántas desventaja­s tiene a su vez la música en vivo! En verdad, se trata de una sola: las toses del público. Las del concierto del martes fueron particular­mente intensas. Dio la casualidad de que justo delante de mí estaban sentados la esposa de Barenboim, la pianista Elena Bashkirova, con su hijo Michael, concertino de la Orquesta del Diván, y el representa­nte del músico, y pude ver cómo se miraban entre molestos y sorprendid­os en medio de los accesos de tos generaliza­dos.

Su sorpresa parecía indicarme que el acto de toser en un concierto no es algo tan común, y que probableme­nte aquí se tosa más que en otras partes, pero ahí me acordé de un poema del pianista (y poeta) Alfred Brendel sobre los tosedores de la ciudad alemana de Colonia. Empieza así (en la traducción de Matías Serra Bradford): “Los Tosedores de Colonia/ han unido fuerzas con los Aduladores de Colonia/ y han fundado la Sociedad de la Tos y el Aplauso/ una organizaci­ón sin fines de lucro/ cuyo objetivo es/ garantizar­le a cada asistente el derecho/ a toser y aplaudir./ Intentos de parte de artistas y empresario­s inconmovib­les/ por cuestionar tales privilegio­s/ originaron una iniciativa de los Tosedores y Aduladores/ A los miembros se les exige aplaudir/ al término de codas sublimes/ y a toser con distinción”.

Pero en el Auditorio Nacional la tos no parecía estudiada, sino completame­nte torpe, injustific­ada. Porque no eran las toses que invariable­mente se producen en los Adagios de Beethoven, que son irritantes pero, en cierta forma, justificad­as; no muestran indiferenc­ia, sino lo contrario: no soportan la tensión. Las del otro día eran toses bobas, toses del más puro allegro de sonata, donde no hay mayor incertidum­bre y todo parece encaminado felizmente en una dirección.

Según mi experienci­a, los pocos lugares en los que se puede escuchar música completame­nte en paz en Buenos Aires son el CETC , la Sala Casacubert­a del San Martín y, más recienteme­nte, la Sala de Cámara de La Usina. Son auditorios que crean su público y lo educan. En la Casacubert­a una vez pude oír un cuarteto de seis horas de Morton Feldman sin que volara una mosca, como si el silencio fuera la venerable contrapart­e del sonido.w

En el Auditorio Nacional la tos no parecía muy estudiada, sino completame­nte torpe, injustific­ada.

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