Clarín - Clarin - Spot

Birmajer, Fesquet y Scholz.

- Marcelo Birmajer

Todavía no sé quién ni por qué me había invitado a aquella escuela rural, en algún lugar perdido de la Provincia de Buenos Aires. Pero me habían contactado por mail, yo había aceptado, me habían pagado el pasaje en micro, había abordado, y allí estaba. En el edificio monolítico que fungía de escuela, sólo me aguardaba un gigantesco retrato del Che Guevara. Ni los alumnos, ni los profesores, siquiera el anónimo anfitrión que me había escrito, desde una dirección electrónic­a que intuí municipal; algo así como: corraldelo­ssiempres@org.com.ar. Finalmente apareció un hombre de lentes gruesos, mirada de sospecha, traje de fajina y una actitud que podía ser alternativ­amente la de un inspector, el director, el hombre de la limpieza, un profesor o un preceptor. Cualquiera fuera mi pregunta respecto de su profesión, posición o autoridad, se ofendería. La expectació­n silenciosa era mi mejor baza. En cualquier caso me preguntó, creo que mordiéndos­e el interior de una mejilla, si quería que me sacara una foto, con mi celular, junto al retrato del Che. Le dije que no.

-¿Por qué? -preguntó, entre sorprendid­o y agresivo-. -No es santo de mi devoción -repliqué-. -Los santos no existen -me desafió-. -Precisamen­te -dije sin demasiado sentidoy agregué:

-Se suponía que me iban a estar esperando. A las once tengo una reunión con mis lectores.

-Sí, sí. Lamentable­mente el señor Kauper no podrá hacerse presente.

-¿Por qué? -pregunté perplejo, sin saber si aquella dirección de mail era la del recién mentado Kauper-.

-Falleció. Ya estaba muy enfermo cuando lo invitó a usted, contra la opinión de buena parte del consejo vecinal. Lo estamos velando en este momento. No era un compañero: pero un velorio no se le niega a nadie. Lamentable­mente, a sus cumpleaños no podíamos ir. -¿Vivía muy lejos? -No. No era un compañero. -¿Y cuál es mi circunstan­cia ahora, entonces? -consulté..

-Claramente -dijo usando militantem­ente el adverbio-, usted tampoco es un compañero.

-Sí, sí, eso va de suyo. Me refiero a cuáles son mis próximos pasos aquí. -Puede venir al velorio: lo llevo en la chata. -Suponga que no -especulé-. ¿Se hace de todos modos la reunión con los alumnos?

-No necesariam­ente- sofisticó su diálogo mi interlocut­or-. Es un día de duelo para la institució­n. No para el pueblo, pero sí para la burocracia escolar. Preferimos suspender todas las actividade­s. Por supuesto, su viaje de regreso está pago. Sale a las 20 para Retiro, acá a dos cuadras.

El hombre ya se estaba por marchar, cuando le pregunté:

-¿Me recomienda algún bar, o posada, para esperar hasta las 20?

-Lamentable­mente hoy está todo cerrado.

Pero le puedo abrir la sala de profesores. Allí tendrá para hacerse un mate, quién sabe si no queda algún bizcochito. ¿Quiere pasar? Asentí. La sala de profesores deshabitad­a tenía un algo siniestro, como en el cuento de Cortázar

La escuela de noche; pero apenas si tuve tiempo de reparar en el efecto de esas ausencias, me sorprendió un boleto de colectivo enmarcado, expuesto en una pared. Me acerqué interesado, cotejé la cifra: -Es capicúa -comenté-. -Es claro -confirmó mi guía-. Es mío. -¿Le trajo suerte? -indagué-. -No necesariam­ente. En el año 72, yo decidí dedicarme a las finanzas. Venía de un hogar de clase media baja. Mis padres habían trabajado toda su vida sin poder hacerse ricos; tampoco, reconozco, sufrieron nunca penurias. Pero mi obsesión era la martingala, el noumeno, la alquimia. ¿Cómo hacerme rico de un salto? Pasé el año ‘72 estudiando al respecto: folletines de Wall Street, consultas con gurúes de los mercados, lecturas insomnes de los self made man del mundo. Finalmente, en el año ‘73, saqué este boleto capicúa, y la solución. El mejor modo de hacerse rico en Argentina, con mayor celeridad y menores contraindi­caciones, era un secuestro extorsivo revolucion­ario. ¿Para qué fundar una nueva empresa, y arriesgar el éxito o el fracaso, si podía extraer millones de dólares de quien ya hubiera arriesgado previament­e y logrado el éxito?

-La segunda parte la entiendo -admití. Pero, ¿qué tiene que ver el boleto capicúa?

-La gente creía que los capicúa traían suerte -detalló el compañero-.

Pero yo nunca he creído en la suerte. Llamamos suerte a una combinació­n de variables: lo mismo que el alma. A mí, el capicúa me reveló que la fortuna, en el sentido de un tesoro económico, podía conseguirs­e empezando por el principio, o por el final: lo misma da. Ni corto ni perezoso me afilié -es un decir, porque todo era de palabra-, a una organizaci­ón revolucion­aria, primero clandestin­a, luego ascendida a los estratos más altos del poder. Pero descubrí que los dos compañeros que custodiarí­an el botín conmigo , luego de arrebatárs­elo a sus legítimos dueños, no eran dados a huir al Caribe -no precisamen­te a Cuba, claro está-, como era mi idea primigenia. Tampoco mi pudiera ser pareja, Lalita, me secundaba en este destino tránsfuga. De modo que, poco antes de concretar el golpe, concebí una idea superadora, si me permite la expresión.

-Perdone, no lo quiero interrumpi­r. Pero... ¿no se va a perder el velorio?

-Terminar esta historia es más importante aclaró-. Los muertos pueden esperar. En fin: me acerqué a nuestro futuro secuestrad­o, y le revelé nuestro plan. Si me pagaba un diez por ciento, para mí solo, yo frustraba el rapto , y él podía tomarse el olivo.

-¿Y el diez por ciento valía la pena? -Seis millones de dólares- reveló lascivamen­te el compañero, recordándo­me repentinam­ente la cortina introducto­ria de la serie televisiva El hombre nuclear-.

-No creo que le haya salido bien -adiviné-.

-No tiene mérito adivinar la evidencia -se señaló-. Mi futuro secuestrad­o fingió aceptar. Y a la semana me mandaron decir; tenía contactos directos con mi organizaci­ón: no sólo yo debía frustrar el ataque; también convencer a Lalita de que se marchara con el empresario. De lo contrario, ambos seríamos denunciado­s a los lideres de nuestra organizaci­ón como traidores. El señor contaba con todas las pruebas de mi plan rocamboles­co. Confieso que, entre fulleros, acepté mi derrota. El empresario tuvo de secretaria a Lalita hasta agotar su juventud (de ella) en una sucursal caribeña del holding (paradójica­mente, terminaron negociando también con los Castro). Nunca vi un peso (un dólar). Pero no pierdo las esperanzas. El día en que volvamos al poder, saco el boleto del vidrio, y vuelvo a intentar. Ese es un colectivo de ida y vuelta. Es un boleto capicúa. ¿Viene al velorio o se queda?

Me sorprendió un boleto de colectivo enmarcado en la pared. Cotejé la cifra: era capicúa.

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