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A 25 AÑOS DE SU MUERTE

Una evocación del gran cantante de tango. La vida de Roberto Goyeneche fue una párabola de la historia misma del género.

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

A Roberto Goyeneche se le atribuyen dos frases casi iguales. Una es “si Gardel viviera yo seguiría manejando un colectivo”; la otra, “si Julio Sosa no hubiera muerto yo seguiría manejando un colectivo”. Tal vez efectivame­nte las haya dicho en su momento, y en tal caso serían verdaderas y falsas a la vez. La de Gardel sería falsa o improbable por un hecho simplement­e cronológic­o: aunque no hubiese muerto en 1935 en Medellín, Gardel segurament­e ya se habría retirado cuando Goyeneche empieza su carrera; la de Sosa, por una cuestión artística. En 1964, cuando Sosa muere inesperada­mente (como Gardel, en un accidente), Goyeneche ya estaba en la cima de su carrera y su refinado estilo no podía estar más en las antípodas que el de Sosa, el “Varón” el tango. Es cierto que a comienzos de los ‘60 la popularida­d de Sosa había comenzado a eclipsar a todos los otros solistas, pero de todas formas lo de Goyeneche no sería sino un exceso de modestia.

Lo auténticam­ente cierto de todo esto es que Goyeneche, que nació el 29 de enero de 1926 en un hogar muy humilde del barrio de Saavedra, manejó colectivos mucho tiempo, hasta bastante después de haber debutado con la orquesta del violinista Raúl Kaplún en 1944, tras ganar un concurso organizado por el Club Federal Argentino. Al parecer todavía lo hacía en 1952, cuando empezó a cantar en la Orquesta de Horacio Salgán. “Entonces venía a la Radio -contó Salgán en 1994- en la calle Ayacucho, cantaba y después seguía haciendo el recorrido”.

De su paso por la Orquesta de Kaplún prácticame­nte no hay registro. Ya de las grabacione­s de Goyeneche con Salgán podría decirse algo parecido a lo que decía el violagambi­sta y director Jordi Savall sobre el Orfeo de Monteverdi, que veía como el comienzo y a la vez punto culminante del género operístico (“creáme -aseguraba Savall en una entrevista con

Clarín-, después del Orfeo la ópera empieza a declinar”). Allí se encuentran las perfectas interpreta­ciones de Alma de loca o de Un momento, entre muchas otras; la primera podría elegirse por la sutileza de matices expresivos de la voz; la segunda, especialme­nte por un efecto rítmico, por ese fraseo un poco por encima de los tiempos del compás, ligerament­e suspensivo, aunque también por el maravillos­o arte complement­ario de Salgán, donde la propulsión rítmica del vals se subraya con ráfagas orquestale­s exquisitas, que rodean la voz del solista sin ahogarla.

No seamos tan extremos como Savall. Luego de ese impresiona­nte debut con Salgán, Goyeneche seguirá puliendo su estilo único, que llegaría a su punto más alto con la Orquesta de Aníbal Troilo, el más grande maestro de cantores que dio el tango. Goyeneche cantó con Troilo entre 1956 y, con alguna idea y vuelta, 1964. Y ese estilo único acaso no tenga más que ver con la tradición del tango y el modelo gardeliano que con el estilo de Frank Sinatra y Tony Bennet. Porque en Goyeneche no sorprende más la aceleració­n que la detención, el aire, la pausa entre las palabras. “Yo canto las comas, los puntos, los acentos, los silencios”, decía el cantor. Y era cierto: nadie puntuaba como él. Aunque lo conmovedor de Goyeneche no radicaba desde luego en la claridad de la palabra, sino en la totalidad del efecto musical.

Ese efecto eventualme­nte también era dramático. Rafael Filippelli, un director de cine que oye el tango y el jazz mejor que nadie, comparó en una ocasión las interpreta­ciones de Gardel y Goyeneche de El día que me quieras. “Sin modificar la forma gardeliana - apuntó Filippelli-, Goyeneche introduce allí un significat­ivo matiz expresioni­sta: mientras Gardel piensa y desea que ese ‘día’ exista en un futuro inmediato, Goyeneche sabe y está está convencido de que ese ‘día’ no llegará nunca”.

Cuando Goyeneche murió, hace 25 años, el 27 de agosto de 1994, el tango estaba muy lejos de su actual apogeo. Pero esa muerte se vivió en el país como un gran luto. Todo el mundo estaba pendiente de su salud. El 5 de junio de 1992, el periodista de Clarín Gabriel Senanes hizo una crónica de uno de sus últimos conciertos, un homenaje a Astor Piazzolla en el Teatro San Martín. La reseña se titulaba: “El Polaco, con suspenso”. La conductora Betty Elizalde anunciaba: “Con ustedes, Roberto Goyeneche”... pero el cantor no aparecía. Luego de una serie de números de ocasión e improvisad­as actuacione­s, Goyeneche hizo su arribo sobre el final del programa. Cantó tres temas: “Alcanza y sobra -apuntó Senanes- para que el gran actor del tango ponga tripa y corazón en cada palabra de Garúa o La última

“Yo canto las comas, los puntos, los acentos”, decía sobre su pausa entre las palabras.

última curda, y ametralle de pasión a sus fieles”. Ciertament­e, Goyeneche tenía un considerab­le público por fuera del tango. ¿Cuántos jóvenes que segurament­e no pudiersen soportar dos compases de cantores sobrios como Floreal Ruiz o Raúl Berón se extasiaban oyendo a Goyeneche?

La trayectori­a de Goyeneche describe la parábola histórica del tango, el paso del cantor de orquesta al cantor solista, de la pista de baile al café concert, del cantor rítmico al baladista, del barítono lírico al aggiornado “decidor”. Goyeneche pasó todos los límites.

Las nuevas generacion­es lo recibieron como un tanguero punk. Tal vez lo fuera. Él fue el tango en su momento más sublime y en su caricatura, pero aun su caricatura tuvo la gracia de ser una creación enterament­e suya. Goyeneche solo se imitó a sí mismo, llevado por su propio genio, e incluso en esos conciertos tardíos, casi imposibles, había siempre un resto conmovedor y verdadero.

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 ??  ?? Postal de una época de oro. Junto a Osvaldo Pugliese. Goyeneche ya ocupa un lugar en el Olimpo del tango. Murió el 27 de agosto de 1994.
Postal de una época de oro. Junto a Osvaldo Pugliese. Goyeneche ya ocupa un lugar en el Olimpo del tango. Murió el 27 de agosto de 1994.
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Junto a Fito Páez y Julio Bocca. En la fiesta de lanzamient­o del suplemento de Espectácul­os de Clarín (1992).

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