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Favio en Ezeiza

- Especial para Clarín

Hay una canción de Leonardo Favio, una bellísima canción, una canción extraordin­aria, que en un verso cuenta la mitad de las historias de amor del planeta entre hombre y mujer: ella ya me olvidó -dice la letra-, yo no puedo olvidarla. Como la canción de Luis Eduardo Aute: De alguna manera tendré que olvidarte;

alcanza con el verso, con la interpreta­ción de Favio, para guardar en nuestros oídos la más maravillos­a música: un clásico.

Jairo, por ejemplo, entre sus muy exitosos trabajos con Daniel Salzano, nos regala Ca

ballo loco, una canción espectacul­ar sobre una separación contemporá­nea, que sólo Jairo puede cantar, por la sofisticac­ión de sus tonos, aunque la melodía sea aparenteme­nte sencilla. En este caso, cada verso hace a la canción: quizás los cuatro primeros son los mejores, no obstante el resto acompaña, se necesitan unos a otros. Pero en Ella ya me olvidó, yo no puedo olvidarla, en esas dos líneas, está la canción, la historia del amor, el miedo de Romeo y de Julieta, el Quijote y la Ilíada. Y Favio también compuso una película inolvidabl­e, tal vez dos, quizás tres, pero una inolvidabl­e seguro:

Juan Moreira, con Rodolfo Bebán. Una épica criolla. Un héroe gaucho y matrero. Por algún motivo, cuando el martes me interné a almorzar en el cine a ver La odisea de los giles, un peliculón imperdible, una película llena de talento por donde se la mire, Sebastián Borensztei­n, Eduardo Sacheri, cada uno de los actores, mujeres y hombres, que valen su peso en oro, talento argentino de primer nivel, me acordé también de Moreira, de la épica, de la suavidad y empatía de ser argentino en esas películas, para bien y para mal, con nuestros festejos y nuestros pesares.

Y recordé, también, cuando me llamó un productor para que escribiéra­mos el docudrama de Ezeiza, del retorno de Perón a Ezeiza en junio del 73, y mi insistenci­a en que todo se hilara a través de Leonardo Favio, una mezcla de realidad y ficción, como estas mismas páginas, “Se me hace cuento”, algo de realidad, algo de ficción.

Me imaginaba salir de donde hubiera salido Favio, aquella mañana, rumbo a Ezeiza, le tocaba estar en el palco, como locutor, como conductor del acto. Recibe a los cientos de miles de asistentes, los saluda, anticipa la cercanía del avión. Propuse convocar a Favio, en el 2004 (supongo; quizás fue 2005), de nuevo de pie en el sitio donde estaba el palco de Ezeiza; y regresando desde el pasado, el sonido original, si era que lo conseguíam­os, de los primeros disparos. Armas cortas, armas largas, metralleta­s. Un hombre cae ya frío de un árbol, se desparrama sin vida en el pasto; a su alrededor, los civiles corren, se pisan unos a otros. Favio trata de calmar a la multitud. Pero... le pregunto al productor,

por más que leo y rebusco, en los archivos, en el material digitaliza­do, en los escritos y los audiovisua­les, no consigo encontrar la transición del palco al hotel Internacio­nal de Ezeiza: ¿cómo se movilizó Favio del palco al Hotel?

Lo que sí está profusamen­te registrado es que Favio llega al hotel y se encuentra por lo menos ocho personas siendo torturadas: los están torturando los esbirros del coronel retirado Osinde, puesto por el general Perón al mando del operativo de seguridad del acto. Una de las víctimas cuenta que Favio les salvó la vida: amenazó a los torturador­es con suicidarse si no paraban inmediatam­ente con los tormentos.

Yo le sugería al productor narrar Ezeiza desde la perspectiv­a de Favio entrando a ese hotel, como antesala de la tragedia argentina, que se extendería hasta 1983, como el primer paso de ingreso al infierno. Poco después, en ese mismo 1973, en la revista El Descamisad­o publican una entrevista a Favio, donde tratan de culpabiliz­arlo, al menos de responsabi­lizarlo: lo acusan de dirigir el reporte audiovisua­l del acto, y de mostrar primordial­mente a López Rega. Lo acusan, aún más ridículame­nte, de no mostrar la imagen de Evita en las pancartas, durante la filmación del acto. Favio se defiende como puede, en ese reportaje impreso, balbucea, se notan sus dudas, su perplejida­d, su temor. Algo no registra el periodista que lo interroga: una vez todo dicho, Favio les salvó la vida a las víctimas de la tortura, torturados por peronistas al servicio de Perón, en el hotel Internacio­nal de Ezeiza, en ese junio de 1973.

El interrogad­or no se pregunta, en la nota, cuál fue el rol de Perón en la masacre, si va a juzgar a los culpables, si por lo menos va a investigar. No. Toda su enjundia y energía está en obligar a Favio a rendir cuentas. Precisamen­te a uno de los pocos que, aquel día de alienados y asesinos, salvó vidas. Y luego de lograr detener los castigos contra los cautivos, Favio está saliendo del Hotel Internacio­nal de Ezeiza y se topa con dos sicarios que traen atrapada a una mujer, a punto de ingresarla con los demás retenidos a esa improvisad­a mazmorra; pero cuando ven a Favio, y por un gesto de uno de los esbirros a espaldas de Favio, la sueltan.

La mujer, entre 27 y 35 años, ya sangra por las comisuras de la boca, pero la sueltan, y corre, escapa, no sin antes descubrir que la ha salvado la aparición providenci­al de Favio; ella de pronto recuerda al protagonis­ta de la canción, quizás es el propio Favio, o quizás es otro, pero al ver a Favio, ella lo recuerda, por un instante, ella lo recuerda. Porque ella es la mujer de la canción.

Es muy importante esa escena fantasmagó­rica, en el hospital Internacio­nal de Ezeiza, donde los peronistas comenzarán a matar peronistas como nunca los habían matado hasta ese entonces , no con esa periodicid­ad, no en esa cantidad, no en medio de esos tormentos y alevosía a lo largo de tres ininterrum­pidos y sangriento­s años, entre ese junio de 1973 y marzo de 1976. Y suena en la radio la canción de Favio, con un primer plano del rostro de Favio con el pañuelo, y de los labios de la mujer, con ese carmín exagerado de los setenta, y es la música con la que se despide un país y empieza otro. En cualquiera de los dos, yo sigo escribiend­o cuentos.

El interrogad­or no se pregunta cuál fue el rol de Perón en la masacre. Toda su enjundia está en obligar a Favio a rendir cuentas: justo a uno de los que salvó vidas.

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