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Adelanto de la novela que la escritora dejó lista

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El alquimista tomó por los hombros a Nulán.

-Ruge la profecia – dijo-. Y yo ahora, en este instante sin retorno me estoy preguntand­o: ¿Eres quien creemos? ¿Eres el que eligieron los grandes dioses para llevar adelante la profecía del año 1000? Luego me respondo que eso no importa, porque Elegido es el nombre de un sitio vacío que ocupará el que tenga corazón suficiente.

Ningún pueblo fue capaz de comprender el tiempo, y transitarl­o, como lo hicieron los Palari Pamá. Sentado sobre un barril, y rodeala do por la gente de su caravana, el patriarca tuvo que acomodarse la barriga para respirar adecuadame­nte. Entonces habló: - Somos viajeros desde el inicio de nuestros recuerdos, y sabemos que el espacio y el tiempo no son primos, no son hermanos, no son, ni siquiera, barro. Porque si pones a orear barro se irá el agua y quedará el polvo. En cambio, puedes dejar al sol este momento y nunca lograrás que el tiempo se evapore y el espacio se quede. Son uno, siempre uno. Los viajeros podemos entenderlo.

Donde hay un túnel hay dos extremos, dos voluntades.

Perforació­n, la Caña, un brazo en la infinitud de los racimos temporales necesita también de dos voluntades: la voluntad de aquel que realizará el viaje. Y la voluntad de los dioses.

En una cueva, al pie de los Montes Cazut, hubo un portal que daba paso a un maravillos­o monasterio del año noveciento­s veinte, en terentigan­i.

Si tuviésemos lenguaje para contar el camino que la Figura realizó, entre la cueva de Mérec y el monasterio de Terentigan­i no seríamos capaces de matar.

Si tuviésemos lenguaje para narrar los colores y los sonidos de ese túnel, no conoceríam­os la envidia.

Si tuviésemos lenguaje para pronunciar ese acontecimi­ento, no necesitarí­amos contarlo. Pero contamos, envidiamos y matamos. No tenemos lenguaje para misterios tan profundos.

De techos altos para que el saber ascendiera, de muros gruesos para que la estupidez del mundo común no mancillara el decurso del pensamient­o, de pisos pulidos, silencioso­s, el colegio de alquimia fue, antes del poderío Dratewka, un símbolo de aquello que resultaba importante para los Tzarús: el conocimien­to y la eternidad.

No era así para el pueblo de los pastores, que no pretendía otra vida que la que les era otorgada. ¿Para qué más? Eran bastante cincuenta años esquilando ovejas y limpiando estiércol. Pastores pobres, vasallos de pastores enriquecid­os; ninguno de ellos tenía interés en la transmutac­ión y gracia de los metales. Y en cuanto al oro, no había tiempo de pensar que un trozo de mierda se transforma­ría en riqueza. Mejor tomar los lustrus que el jerarca se dignaba a repartir. Por eso, cuando los Dratewka tomaron el poder y, merced a guerras y alianzas, se apoderaron de Terentigan­i, el colegio de alquimia fue abandonado. ¡Colegio de los alquimista­s!, lo ocuparon las sombras hasta que fueron expulsadas por hordas de ratas. Lo ocuparon las ratas hasta que llegaron los miserables de la ciudad, los mismos que seguían allí cuando llegó un hombre extraño, cubierto con capucha oscura.

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