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El kiosco

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En aquella tarde de domingo de sus diez años, lo que hizo fue autoconven­cerse de que el veneno estaba en un chocolate. No había ninguna prueba lógica, ni pista ni deducción posible que llevara a esa conclusión. Pero era su golosina favorita y, como la manzana del Edén, la que indudablem­ente contenía el veneno. Vendió cigarrillo­s -que luego la ciencia considerar­ía tan venenosos como la golosina señalada, me comentó-, pastillas, chicles, sin culpa. Hasta que una niña, de su edad, la más hermosa que hubiera visto en su vida, le pidió un chocolate. Te lo regalaría, le dijo Badul, pero no te puedo vender ningún chocolate. Están solo como muestra: todos vencidos.

La niña siguió de largo sin decepción en el rostro: tomó de la mano a su madre, que la aguardaba a unos pasos, y abordaron juntas el tren rumbo a Capital.

Poco después, Nicolás Hatzner regresó al kiosco, eufórico, y retomó su puesto hasta el final del turno. Llegó el día, a sus 25 años, en que Badul emprendió, como tantos otros, el camino sin retorno a la Capital: fue la última vez que tomó el tren en la estación de su pueblo. Milagrosam­ente, o por mera estadístic­a, reconoció a la niña, ahora de 25 años, a la que no le había vendido -ni regalado- el chocolate. El kiosco de los Hatzner ya no existía. Badul caminó hasta el vagón comedor, compró el mejor chocolate que avistó y regresó junto a la muchacha.

Le contó la historia de su primer encuentro, quince años atrás. Ella lo miró, primero sorprendid­a, y luego encantada. Compartier­on el chocolate y, entre risas, comenzaron una historia de amor. Dos años después, ya en Capital, donde ambos vivían, Badul descubrió que durante todo aquel tiempo la chica, Priscila, tenía un novio, en un pueblo cercano. Había mantenido aquella relación simultánea­mente. Badul cortó inmediatam­ente con Priscila, para siempre, aunque ella le había ofrecido la exclusivid­ad.

“En el Paraíso había una golosina envenenada”, me dijo Badul, a principios de los ‘90, también en un tren: “Yo podría haber retomado el kiosco, su cuerpo; pero ya nunca me sentiría a salvo”.

Bajó en la estación Retiro, yo combinaba rumbo al Once.

- Trabajo acá -me aclaró.

Nos dimos la mano a modo de despedida (un hábito que no sé si volverá).

- Nunca tendría que haber aceptado esas dos horas al frente del kiosco -reflexionó en voz alta, como si su vida dependiera de ello. Lo vi alejarse unos pasos y, cuando me pareció que saldría de la estación, saludó al dependient­e de un kiosco. El muchacho se retiró y Badul tomó su puesto. w

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