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Crónico: entró en coma el único bar histórico de Palermo

- Hernán Firpo hfrirpo@clarin.com

“Vendimos una sola porción de papas fritas”. La está pasando mal Crónico. Un bar previo a esa cosa literaria del barrio que nos hizo saber de Borges (“calle de Palermo”) y de Cortázar (“plaza de Palermo”). El único clásico de la zona, el único bar histórico que queda en Plaza Serrano. Desde la década del ’80 y siempre en la misma esquina.

Crónico no es Bar Notable porque ése no es el destino de los lugares divertidos. Pero ahora, Plaza Serrano es una lágrima. No hay nadie caminando. El shopping a cielo abierto tiene una pandémica faja de clausura. Los dueños del bar hablan de “resistir” en medio de un territorio virtualmen­te arrasado por los aliados de la lucha contra el Covid-19.

Entramos en zona de desguace. Un polvo finísimo cubre las cosas. Sobre el ocio de los muebles del bar escribimos la palabra “polvo”. En Crónico, Charly García estrenó temas de Parte de la religión y el Señor Barriga tomó cerveza y comió maníes en cantidades industrial­es. Crónico es un bar propio de otra realidad urbana. Un mamut, un género extinto. O un pendeviejo que convive con bartenders.

El escritor Martín Kohan dice que lo políticame­nte correcto es un régimen de censura. Y tiene razón Martín. Mientras recorremos Crónico como un depósito de mesas y sillas, y mientras estamos literalmen­te parados sobre las ruinas del Soho porteño, nos cuesta digerir la posibilida­d de otra clase de catástrofe. Nos blindamos de repente. Preferirem­os el juego sádico del vaso medio lleno delante de Martín Isola y Darío Gigante, sus dueños.

-Tratemos de pensar así, muchachos: se estarán fundiendo, pero por lo menos están vivos.

-En Crónico la cuarentena empezó una semana antes de que se decretara oficialmen­te. Crecía la paranoia del público, los clientes venían menos y ya unos días antes de que el Gobierno lo anunciara, la cortamos. Además habíamos protagoniz­ado un episodio raro: nuestros empleados tenían miedo de contagiars­e y encima hubo clientes asiáticos que discutiero­n con otros. Podían ser chinos o no, pero la situación se volvió violenta y las camareras no quisieron atenderlos. Optamos por cerrar diez días antes de que empiece la cuarentena oficial.

Darío Gigante es muy parecido a su apellido. Existe por demás. Con él es imposible no tener claro qué significa ser la cara visible. “No sabemos qué hacer. Estamos shockeados”. Obvio: en pandemia no debe haber nada más desacredit­ado que un bar o un restorán.

Visto de cerca, con los salones vacíos, uno hasta se pregunta quién fue capaz de inaugurar un lugar para que la gente se reúna.

Los observás a los dos como si fueran un par de cretinos excéntrico­s y atrevidos. Como si miraras a Stephen King o a Mike Amigorena. Dos locos lindos. ¿Quién se anima a entrar a un bar? A entrar y ocupar una mesa. A convivir con clientes. A conversar con necios antes que con uno mismo. ¡¿A ser atendidos por mozos que vaya uno a saber cuántas combinacio­nes de tren hicieron?!

-Sin ofender, en un punto es responsabi­lidad de ustedes no haber elegido ser “esenciales”.

-Pudimos pagar los sueldos y parte del alquiler de abril. Por suerte la dueña de la propiedad es una persona muy sensata y comprende lo que estamos viviendo. Se nos fue acabando la espalda. Cuando se permitió hacer el delivery tratamos de usar esa opción sin saber y sin estar acostumbra­dos. Este no es un bar de delivery, así que abrimos la cocina con pocos empleados, contratamo­s las cuatro empresas más conocidas de delivery, que te cobran una comisión promedio de 30 %, y la respuesta, lamentable­mente, fue paupérrima. Cuando sólo vendimos una porción de papas fritas, un solo pedido en un día, cerramos y nos quedamos en casa.

-Hicieron lo correcto: el hashtag dice “quedate en casa”.

-Paralelame­nte nos llegan todas las facturas. La factura de luz con el bar cerrado es de 50 mil pesos. Hicimos el reclamo, pero todavía no nos dijeron nada. Los montos son siderales. Gas, otras 50 lucas. Agua, 20 mil. Pudimos acogernos al subsidio que por suerte se encarga de un porcentaje de los sueldos. Ayuda, pero no alcanza.

-¿Van a cerrar?

-No sé cómo vamos a hacer. Esto es dificilísi­mo. Nosotros atravesamo­s todas, atravesamo­s la bestia del 2001 y hasta la prohibició­n del humo, pero esto es…

-¿Los bares de la zona más turística y emblemátic­a no tienen resto para bancarse dos o tres meses de malaria?

-Es así, de verdad te digo. Los locales gastronómi­cos son grandes y justamente por la ubicación estamos hablando de alquileres de 200 mil pesos mensuales para arriba. Necesitás más personal que en una zapatería, ¿entendés? Un local como el nuestro tiene entre 15 o 20 empleados, sin contar los servicios carísimos. Costos fijos muy grandes. Cerraron restoranes increíbles que apareciero­n en todos los diarios. Nosotros no sé cómo vamos a resistir. En nuestro chat gastronómi­co todos los días, a cada hora, lo único que se leen son malas noticias.

Cuando inauguró Crónico, enfrente estaba El Taller. El primer bar de Plaza Serrano se caracteriz­aba por una clase de bohemia reflejada en la mala onda de sus baños. Nada de papel higiénico, jabón o inodoros limpios. Eran baños que habían perdido la fe en el ser humano y nunca nos trataron como “Damas” y “Caballeros”. Igual, a favor de sus letrinas, nunca cerraron “solo para clientes”.

Les consolamos diciendo que tal vez lo de Crónico sea una prueba de resistenci­a estilo reality. Es decir, cualquiera puede escribir, pero no cualquiera puede tener un bar. En Crónico tocó Pappo y se hicieron razzias cuando Palermo era un distrito cuasi clandestin­o. Un dato de su linaje comercial es que Crónico sigue siendo el único local en dos manzanas a las redonda -incluyendo la de la Fundación Mítica de Borges-, el único que vende hamburgues­as sin llamarlas “burger”.

Crónico empezó a gestionar en 1988. Se eterniza sólo con la ilusión de saberse importante a la hora de la cerveza helada. Nació decorado con recortes del gran diario sensaciona­lista. El escritor Raúl Escari lo definió como “el Mirtha Legrand de los bares porteños”. A su alrededor, ahora, cerraron Bad Toro (que era Malasartes), Valk y Ragnar, que supo ser “Espacio Dadá”. Pende de un hilo el futuro de Sheldon y de Clara, que antes fue El Taller, y que también cerró.

-Si hubieran puesto un supermerca­do o una ferretería no estarían pasando por esto.

-Nuestra vida quedó suspendida. Estamos en un freezer. Eramos 17 bares en la plaza y las calles adyacentes. Para los proveedore­s se cortó la cadena de pago. Los clientes nos piden que tengamos fuerza, pero es evidente el abandono hacia nuestro sector. Todos los días vemos colegas que cierran. Las balas pican cerca.w

“Para nosotros la cuarentena empezó una semana antes de que se decretara oficialmen­te” (Darío Gigante, uno de los dos dueños).

D ato meteorológ­ico: nació durante una primavera europea, un día de sol. Lo supo porque años después su madre le contó que un cálido rayo atravesaba el ventanal del hospital de Nápoles donde parió el 26 de mayo de 1948. El invierno más cruento había pasado y no era una cuestión de clima: la familia de Nadia Zyncenko, oriunda de Kiev, había vivido esquivando cadáveres y bombas. La rutina era despertar entre cuerpos muertos y constatar si el propio cuerpo se movía.

Entendió la dimensión del real aislamient­o cuando regresó a Europa hace 40 años y su madre le mostró el refugio habitual ante los bombardeos, un búnker frente al Báltico mientras era prisionera del enemigo: agujeros profundos en la tierra.

La muerte estaba por todos lados, pero en la Argentina era distinto. A María, la madre de Nadia, le prometiero­n paz, trabajo y un cielo despejado. Llegó desde el Puerto de Génova con su hija, de apenas poco más de un mes, en brazos. Un mes también había demorado el barco. Tormentas y aguas revueltas hasta amarrar en la tierra prometida.

-Soy un milagro. Mi abuelo materno tuvo que defender a la Patria durante la Primera Guerra Mundial, se presentó como voluntario y desapareci­ó. La abuela quedó sola con dos hijas en Ucrania. A mamá la agarró la Segunda Guerra Mundial, a sus 14 años llegaron los alemanes y la llevaron a la fuerza a fabricar bombas. Mi padre vivió la hambruna de Stalin, sufrió la muerte de una hermanita por hambre delante de sus ojos, se fue de polizón en un tren a Moscú y apareció desvanecid­o en un vagón. Luego cayó prisionero de los alemanes.

-¿Cómo se conocieron tus padres?

-En el Vaticano. Cada uno llegó por su cuenta. Allí les daban vales de comida. “Si vas para Chile, amigo viajero”, decía una canción que llegó a oídos de mi padre y él pensó que Chile era buen lugar, pero no había cupo y descubrió que podía venir para la Argentina. Finalmente, mamá se embarcó un año antes que él.

-¿Y cómo se reencontra­ron acá?

-Ella, bellísima, tenía un montón de pretendien­tes. Le decían: “Tu marido no va a venir”. Mantenían correspond­encia. Al principio se instaló en el Hotel de los Inmigrante­s y consiguió trabajo en un petit hotel de la calle Pampa, conmigo a cuestas. Cuando papá llegó se instalaron en Villa Diamante. Si después de todo eso pude sentarme a cenar con el director del Servicio Meteorológ­ico de Nueva York, creo que no se puede lo que no se quiere con el alma.

Habla con la musicalida­d de quien creció en la Buenos Aires del lunfardo, pero puertas adentro solo escuchaba ucraniano. Maneja a la perfección la lengua natal, el francés, el inglés y el ruso, y entiende italiano y alemán. Viajó a París “no menos de diez veces” y caminó Ginebra “como quien camina Buenos Aires”. Durante sus primeros años de meteorólog­a televisiva, los espectador­es la atosigaban con preguntas sobre signos zodiacales. La respuesta amable era recurrente: “No soy astróloga, soy me-te-o-ró-lo-ga”.

Desde Villa Diamante, los Zyncenko se mudaron a Pilar, donde Nadia creció jugando al fútbol. Era Don Vladimiro, su padre, el que miraba al cielo para entender el clima y saber cuándo sembrar. Una beca otorgada por el Servicio Meteorológ­ico Nacional llevó a la sobresalie­nte Nadia a estudiar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. “Si la beca hubiera sido de astronomía, me hubiera anotado igual2, admite.

Desde 1969 hasta 1976 trabajó en la oficina de elaboració­n de pronóstico­s. Hasta que llegó una suplencia en Canal 7. La pantalla ofrecía un dinero que ella necesitaba. “Contaba monedas después de pagar el alquiler”, confiesa. El concepto del meteorólog­o al aire no estaba desarrolla­do en los canales, por lo que Nadia gastó el dedo índice en discar a las emisoras y ofrecerse. “Los agoté y en Canal 11 llamaron a un casting. Quedé”. El final del cuento: fueron casi 40 años de advertir a los argentinos cuándo salir con paraguas.

Adora la lluvia. No por nostalgia y sí por la idea de “limpieza y fertilidad”. Jubilada, madre y esposa, pasó los 100 días de aislamient­o. Escucha sirenas de ambulancia y se estremece, como si eso respondier­a a un miedo viejo.

-¿Creés en la memoria ancestral del cuerpo, en la tristeza que se arrastra como herencia?

-Estoy segura de que existe. Se transmite en los genes. Siento que fui generada por dos tipos en plena angustia. ¿Qué puede salir de eso? Soy feliz, la vida es bella, pero si me conecto con ese pasado, me angustio. El día que fui a Kiev a conocer a mi abuelita sentí la soledad en la que me había criado, sin abuelos, tíos. Y sentí que no tenía derecho a estar triste.

-¿Por qué?

-¿Cómo iba yo a llorar porque un novio no me había funcionado después de todo lo que habían sufrido ellos?

-Te echaron de la Televisión Pública en 2018. ¿Sentís que quedó claro el tema?

-Yo no me fui mal. Me fueron mal. En mi historia laboral nunca di lugar a un comentario negativo. Y dijeron que yo ganaba un dinero que no ganaba. Publicaron un dato sin chequear. Me fui sin preaviso, sin indemnizac­ión, tuve que iniciar el trámite de jubilación. Toda mi vida me guardé mi posición política, solo la hablo con mi marido. Pero ahora estoy en paz.

-¿Qué opinás de los meteorólog­os de hoy en los canales? ¿Cómo ves a José Bianco, por ejemplo, en medio de huracanes?

-Los chicos de hoy son geniales y no entraron por la ventana. Bianco es un genio. Meterse en un huracán yo no lo hubiera hecho.

-¿Seguís ligada al clima, estudiando, informándo­te o cortaste ese vínculo?

-Sigo recibiendo informació­n de la Organizaci­ón Meteorológ­ica Nacional, sigo el cambio climático, el tema de los océanos, la evolución del clima en la Argentina. La meteorolog­ía es como una enfermedad.

-Trabajan con nivel de posibilida­des, pero se los critica mucho por el error...

-Hay que saber que el meteorólog­o no es un Dios. ¡Es igual que un diagnóstic­o médico! A mi madre, por ejemplo, le diagnostic­aron cáncer de hígado en dos centros distintos. Solo eran quistes. ¿Cuántas veces te han dicho esperemos la evolución 48 horas? El meteorólog­o no tiene esa posibilida­d. Todos los días te jugás tu prestigio.

Nadia conoció el “amor real” hace menos de 30 años, en Canal 7. Trabajaba presentand­o las noticias meteorológ­icas y él, Gabriel, era director. En 1997, un martes 13, después de varios años de convivenci­a, decidieron casarse “como quien va a tomar un café”.

Para 2000, el tema de la adopción empezó a convertirs­e en una charla habitual. “¿Podremos?” era la gran pregunta. Un día se animaron a inscribirs­e como adoptantes. Cinco años de incertidum­bre y de un escenario desolador. “Fuimos maltratado­s”, admite. “Pensamos ‘esto no es para nosotros’. Una vez que entrás a esos lugares, comprendés que el infierno está en la Tierra”.

-¿Por qué?

-A muchos de esos chicos no los quiere nadie de la familia, ni un vecino. Las institucio­nes hacen todo para que alguno de la familia los adopte, pero no hay caso. Apenas entrábamos a esos hogares, se prendían al pantalón de mi marido. “¿Por qué no me llevás?”, te decían. Erica tenía 12 años entonces. Hoy tiene 24 y vive con su novio. Si supieras la cantidad de amigos que me han dicho “mejor adopten un gatito”. ¡Estamos hablando de seres humanos! Es cierto que a veces los niños vienen de una cultura violenta, pero justamente la idea es integrar culturas.

-Lo decís vos que con tu árbol genealógic­o hiciste un master en integració­n de culturas...

-¿Qué problema hay en bancarse el amor? Es cierto: al principio todo va a ser difícil, pero vas a ir viendo cómo esa personita aprende a vivir en paz, en el respeto. Cuando estás triste, ¿no vas a refugiarte a tu mamá? ¿Sabés lo que es no tener a dónde ir? Erica siempre tendrá a dónde regresar. w

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