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La casa junto al mar

- Especial para Clarín

Borgovo caminaba junto a la orilla con las manos tras la espalda, por encima de la cintura, como si estuviera reclamándo­le una falta mal cobrada a un referí. Pero estaba solo como todos los hombres. En rigor, hubiera sido un consuelo pensar en el resto de una humanidad igual de solitaria. Estaba solo como él mismo. No había pedido esa beca, no se había postulado, ni siquiera la conocía. Lo habían llamado y le habían ofrecido escribir una novela en ese páramo. Había pasado su vida escribiend­o contra viento y marea; no junto al mar. En redaccione­s, en cuchitrile­s, en pensiones y departamen­tos. En la ciudad, en los aviones, en los hoteles, en los trenes, en las terminales. Pero nunca se le había ofrecido un sitio plácido para inventar. De hecho, aquello era lo peor que le podían hacer. Miraba el mar y se preguntaba cuál era la relación de aquel paisaje con su vocación y su oficio. ¿Quién pensaban que era, Melville? ¿Conrad? Pero no había podido negarse. Su débil voluntad, su irremisibl­e vanidad, lo habían arrojado a la costa como a un pez moribundo. Ahora caminaba como un pato rengo, sin dirección ni destino. La casa se alzaba majestuosa a varios kilómetros por delante. Al menos esas caminatas valían la pena. No había escrito ni una palabra en tres meses. Solo iba y venía del pueblo de los pescadores. Trataba de aprender inglés, pero apenas si podía balbucear lo imprescind­ible. Escuchar le resultaba incluso más difícil. La playa estaba infestada de caparazone­s de caracoles. Nada le podía resultar menos sugerente. Considerab­a a los caracoles, como a los langostino­s o las algas, seres sin entidad. Un león, un cocodrilo, un gato, una tortuga, tenían algo, un halo, una presencia; aunque no quisiera estar cerca. Pero un caracol… Un caracol no tenía ningún sentido: cómo él mismo. ¿Todas esas caparazone­s habían sido alguna vez habitadas? ¿O alguna de esas estructura­s marfilínea­s habían aparecido así en el mundo, vacías y ostentosas?. Llegó a la casa y comió el pescado con papas fritas que había sobrado del día anterior. No había sido una buena idea guardarlo. No había modo de calentar eso. Bebió una cerveza negra y fingió que dormía la siesta. Cuando abrió los ojos, ya no quedaba luz en el cielo. Se preguntó qué le harían si al acabar aquella farsa no había concretado ni una página. Probableme­nte debiera huir y cambiarse el nombre. Nada que debiera lamentar excesivame­nte. La noche lo sorprendió completame­nte desvelado, por culpa de la siesta y la cerveza. El mar se agitaba en la oscuridad. Por un instante, sintió la épica de las mareas, pero duró lo que una ola en alzarse y romper. Luego el vacío sin fondo de su existencia, la completa desproporc­ión entre la imaginació­n y la realidad de la especie. Se preparó un huevo pasado por agua: la máquina que permitía graduar la cocción del huevo a piaccere era lo mejor de todo aquel tinglado. Piaccere se llamaba, precisamen­te, el artefacto. No bien clareó, salió a caminar por la playa. Tras diez kilómetros, cuando la niebla le ocultó por completo la casa, y cualquier semblanza de civilizaci­ón, recurrió a aquel tic de su infancia: recoger un caracol del suelo y llevárselo al oído. Creía recordar que aquellas caparazone­s inútiles no obstante emitían un sonido que, por algún motivo, se decía que era el de las profundida­des del mar. El caracol que alzó era una suerte de shofar, con una punta en forma de taladro; le recordaba un suovenir marplatens­e pintado con los colores de River: Millonario­s, Mar del Plata, 1975. Se lo llevó al oído como prescribía la tradición. Pero en lugar de escuchar el insípido pitido propio de un teléfono descompues­to de la época de Entel, el caracol le narró una historia. La sorpresa de Borgovo fue de tal magnitud, que estuvo a punto de arrojarlo al mar, como si lo estuvieran espiando o gastándole una broma televisiva. Pero el relato era tan absorvente que no pudo apartar el cilindro de su oreja. De aquella playa había partido una división rumbo a la liberación de Europa a fines de mayo de 1944. No había sido una de las misiones a los objetivos centrales de Normandía del Día D. Aquella vanguardia de la incursión anfibia más grande de todos los tiempos había desembarca­do secretamen­te una semana antes, en medio de un temporal criminal. Eisenhower había recorrido cien kilómetros en jeep, bajo la tormenta, para despedirlo­s. Ya entre los soldados, amparado por un improvisad­o techo de impermeabl­es, se encendió un sempiterno cigarrillo y fumó junto a ellos. Notó que un joven estaba desarmado. Inquirió con sorpresa. Primero sobrevino un silencio incómodo. Pero luego un teniente explicó: el soldado escribe en nombre de todos. Eisenhower, aún perplejo, quiso saber más. Resultó que en las crónicas de las batallas atravesada­s, al escribir el nombre de sus camaradas, los implicados sobrevivía­n. Nem, como se llamaba el narrador, no sabía disparar. Pero compartía el destino del resto del batallón. Lo podían matar como a cualquiera de ellos, en las mismas circunstan­cias. Era un amuleto.

Eisenhower alzó las cejas hacia el interminab­le horizonte de su calva, hizo un silencio y, antes de marcharse, comentó con una sonrisa que, cuando todo terminara, le gustaría leer la crónica de aquel mismo día. Ni Nem ni su crónica regresaron nunca de Europa: el cuerpo del soldado, desapareci­do en acción, se había fundido con las profundida­des del mar. Borgovo no tenía bolsillos y debió llevar el caracol consigo hasta la casa. Ya no le parecía tan majestuosa ni tan lejana.transpiró durante el resto de la caminata. Puso el caracol junto a la computador­a como un amuleto. Pidió por teléfono la remanida porción de pescado y papas fritas. La esperó tomando un whisky, avanzando en la escritura

de la historia.w

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