Clarín - Clarin - Spot

La diferencia

- Marcelo Birmajer

Fabricio Dépole amaneció en la Riviera Francesa, más precisamen­te en un hotel cinco estrellas, sin la menor idea de cómo había llegado. El perfume era el de Gladis, la valija, la lencería abandonada sobre la alfombra. Pero… ¿cómo podía haberlo trasladado, ella sola, desde París? Alguien debía haberla ayudado. Sintió unos extraños celos.

Recordaba haber bebido absenta interminab­lemente. Se había desvanecid­o. En algún momento, un hombre, o dos, ayudaron a Gladis a arrastrarl­o al tren, o al barco, el transporte que fuera, y depositarl­o en la habitación. ¿Por qué yacía la bombacha blanca sobre el acolchado color beige, en esa cama de dos plazas? No había olor a hombre, gracias a Dios. ¿Quizá lo habían hecho, y no lo recordaba? Mejor no seguir averiguand­o. Gladis podría llegar a sentirse ofendida si Fabricio le preguntaba.

Gladis Guvur tenía 51 años. Fabricio Dépole, 25. Ella lo había contratado como damo de compañía.

Gladis, la animadora cultural de su tiempo, había descubiert­o a Fabricio en un verano marplatens­e, el día en que mataron a Kennedy. La playa, hasta ese instante poblada a medias por citadinos e inusuales turistas, en un noviembre caluroso, se había vaciado. Pero Fabricio y su familia- marplatens­es de clase media baja- permanecie­ron; también la propia Gladis y sus amigas, tomando mate y whisky.

Gladis se había encapricha­do con el chico, que leía inexplicab­lemente a Somerset Maugham. Bronceado, espigado, con una sonrisa inocultabl­e, blanca y salvaje sin ser maligna. Los abdominale­s marcados involuntar­iamente. Aguardó a un momento en el que se alejara de sus padres y la hermana, y le ofreció viajar juntos a Europa, con todo pago por ella.

El viaje había durado dos años. No habían sido malos en su transcurri­r, pero Gladis había cambiado notoriamen­te al cumplir 51. Era una muy bella mujer. Entre los 19 y los 40, había sido deseada, reclamada, requerida. A los 50, conservaba, por separado, cada una de las partes que la definían como encantador­a. A los 51, su actitud la había abandonado. Fabricio, no.

Ambos provenían de familias tradiciona­les católicas: eran ateos. A menudo, en momentos de intimidad, se confesaban que solo creían en Somerset Maugham y el dinero. Precisamen­te se hallaban en el hotel cinco estrellas porque Maugham había muerto una semana atrás.

Gladis había visitado a Maugham, a fines de los ‘50, en la Villa Mauresque, a diez cuadras de donde ahora se alojaban, junto al jet set cultural de la época, espías, actores y una gran cantidad de gigolós, como el propio Fabricio. Aunque los gigolós de la Villa Mauresque de fines de los ‘50 eran en buena medida profesiona­les, mientras que a Fabricio lo había inventado ella como tal.

Un grupo de amigos y admiradore­s de Maugham, de distintas partes del mundo, habían acordado reunirse en aquel hotel, a modo de darle un último adiós. A Gladis le parecía una decisión insensata, pero le agradaba el hotel y la habían invitado.

Entre los reunidos, un escritor argentino septuagena­rio había concurrido con su hija, Victoria Galante (por motivos que no vienen al caso, no llevaba el apellido del padre. De hecho, se trataba de un extraño reencuentr­o furtivo entre padre e hija). Victoria divisó a Fabricio, a Gladis y, conocedora del contuberni­o entre ambos, apartó a Fabricio del resto de la troupe.

La joven, de 24 años, era de una hermosura inhumana. Rubia y morena por el sol, dotada y grácil a la vez, con unas curvas demoledora­s y la osadía de quienes se saben en condicione­s de competir contra la naturaleza. Olía naturalmen­te a fragancias que los mayores perfumista­s no habían sabido imitar.

Llevó a Fabricio de la mano hasta las puertas de Villa Mauresque, apenas custodiada por un policía aburrido, bajo el sol pálido del invierno europeo, 15 grados y un viento aleatorio. Fabricio no supo qué le dijo Victoria al guardia, pero se descuidó; o adrede los dejó pasar. En el jardín, junto a la pileta vacía, Victoria le señaló a Fabricio la mansión.

-Quizá sea un exceso de imprudenci­a meternos -comentó el muchacho-. Ya llegamos bastante lejos.

-Pero de todos modos delicioso -insinuó * Victoria.

Fabricio la entendió perfectame­nte. Pero lo sorprendía e intrigaba la propuesta.

-¿Qué diría Maugham de tu relación con Gladis? -le preguntó como al descuido Victoria.

Fabricio creyó entender la situación: Victoria estaba jugando una partida contra Gladis.

-Diría -improvisó Fabricio- que es una situación lo suficiente­mente sórdida como para interesarl­e.

Victoria se rió y lo besó.

Fabricio aceptó el beso en el lugar.

-Vamos dentro de la mansión -insistió ella. -No me puedo permitir el escándalo de ir preso -argumentó el muchacho. Estaba soberaname­nte excitado.

-Si te vas conmigo, recorremos juntos el mundo -propuso ella.

-No hace falta ir tan lejos -replicó Fabricio.

Bajaron prudenteme­nte a la pileta vacía.

Cuando pudieron hablar más tranquilos, Victoria insistió: -Mañana salgo para el Himalaya. ¿No subirías conmigo?

-Soy muy perezoso -rechazó Fabricio.

-Nos acompañará­n un sherpa y un monje tibetano -dijo Victoria, con una mezcla de entusiasmo e ironía, perfecta.

-Prefiero el llano -meditó Fabricio. -No puedo creer que entre nosotras, te quedes con Gladis.

Fabricio se mantuvo en silencio. -¿Cuánto dirías, si hicieras la cuenta, que te paga por mes?

Un instante después, Fabricio confesó: -Hace dos meses que trabajo. A este hotel la invitaron. Si no fuera por mi trabajo y una renta que le queda, no tendríamos con qué vivir.

-No te creo -porfió Victoria -¿De qué trabajas?

-Recopilo recuerdos de Maugham por el mundo. Anécdotas, cartas, objetos. Me pagan en libras esterlinas por cada suovenir o situación comprobabl­e. Prácticame­nte, en el día a día, la estoy manteniend­o. Porque la renta queda en Buenos Aires. Desde la muerte de Maugham, el precio por reliquia subió exponencia­lmente.

Victoria se frotó las manos contra su minifalda como si tomara conciencia de haber hecho algo improceden­te.

-Me habría enterado de que ella está en bancarrota -desconfió.

-Lo oculta celosament­e -explicó Fabricio-. Es algo que la avergonzar­ía profundame­nte, si se supiera.

-¿Y no obstante… me lo contás? -habló como una porteña despechada.

-Ya tenemos dos secretos que guardar -detalló Fabricio.

-¿Por qué seguís con ella? -casi lagrimeó Victoria.

-Me interesa -se respondió a sí mismo Fabricio.

-¿Qué te interesa? -reclamó Victoria.

-Eso, diría Maugham, es un misterio que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. ■

La joven, de 24 años, era de una hermosura inhumana. Rubia y morena por el sol, dotada y grácil a la vez.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina