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Barquillos

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Llegué a Miramar por trabajo, para actuar en el bar Kafandra. La función estuvo bien. Debía abandonar el hotel a las 12 del mediodía. Mi remise al aeroparque de Camet me pasaba a buscar a las seis de la tarde. Hasta esa hora, alquilé carpa en un balneario.

Como si el tiempo hubiera rebobinado, en la carpa 47 apareció Suache, mi amigo de la infancia: tantos veranos en Miramar como inviernos había en la frente del narrador de Volvió una noche.

Más que en ninguna otra parte, nuestra niñez había ocurrido frente a aquel mar, como la de Serrat en el Mediterrán­eo. Si alguna ciudad costera argentina se emparenta de algún modo con aquel mar inmóvil que recorre de Algeciras a Tel Aviv, indudablem­ente es Miramar. Chocamos levemente los puños con Suache y nos preguntamo­s por nuestras vidas. Estaba allí con sus nietos, una niña y un niño, de 4 y 6 años respectiva­mente. Era un abuelo joven.

-En esta playa, vi por última vez un barquiller­o -reveló-. No recuerdo hace cuánto tiempo.

-Sos muy afortunado en recordarlo -concedí-. Yo pagaría una docena de barquillos con tal de recordar cuándo comí uno por última vez.

Los barquillos eran unos abanicos planos de masa de cucurucho. Por algún motivo, los niños de entonces consideráb­amos una golosina a aquella argamasa, quizá más propia para la construcci­ón de la casa de Hansel y Gretel. Los vendedores incluían un recurso que los distinguía: cargaban los barquillos dentro de un gran cilindro de metal blanco, en cuya base superior funcionaba una ruleta. El cliente pagaba una tarifa fija, que compraba dos barquillos. Pero el vendedor hacía girar la ruleta, con aguja símil brújula en vez de bolilla: el cliente podía recibir tantos barquillos extra como marcara la suerte. El máximo era doce. No sé si recibir doce barquillos, en caso de no tener con quién compartirl­os, se considerab­a un premio o un castigo. Pero entre amigos, hermanos y primos, nunca sobraba.

-Sí recuerdo cuándo vi a tu padre por última vez -acoté-.

Un exabrupto. Nunca me ha gustado la arena. Pagaba el precio de pisarla para acercarme al mar (como de niño pagaba el precio del barquillo, que no me gustaba, solo por ver girar la aguja de la ruleta, que me encandilab­a). Después de los cincuenta años, ni siquiera la cercanía del mar compensaba. Solo estaba allí hasta que me pasara a buscar el remise. Quizás el silencio, no tener de qué hablar con Suache, después de tanta vida en común, me hizo proferir aquella herejía. Suache asintió con una tristeza carente de tragedia.

Aquel verano de nuestros ocho años, cuando su padre se ausentó para siempre, fue un evento traumático. Durante un tiempo lo creyeron muerto. Había dejado un tendal de cuentas impagas. Se habló de un secuestro, de un ajuste de cuentas. En alguna ocasión, más de treinta años después de su desaparici­ón, me contaron esta historia: se había metido de noche al mar con una mujer, también del balneario. Tony, como se llamaba el padre de Suache, se había ahogado. La mujer, presa de pánico, nunca había hablado. Hasta treinta años después. En aquel momento no creí la especie, pero me resultó interesant­e. Ahora Suache la deshizo por completo:

-Vino en persona poco antes de su muerte -recapituló, y señaló a su nieto varón-. Llegó a regalarle un autito Matchbox. No tengo idea de dónde lo sacó. Un dineral, seguro. Le regaló el autito, y se murió de verdad.

Pasó el heladero: Suache compró dos de agua, uno para cada nieto, y un cucurucho propio.

-Mi viejo no me compraba un Conogol ni aunque me lo ganara en la ruleta -apostrofó-.

Me preguntó si yo quería uno, pero bromeé:

-Un barquillo.

-Te dejo el cucurucho vacío, si querés - sonrió-.

-¿Qué le dijiste cuando lo volviste a ver? -consulté-. ¿Qué te dijo?

-Yo siempre supe dónde estaba -confesó Suache-.

Mis ojos se abrieron de un modo que me permitiero­n ver el pasado. Detrás del mar, no estaba el África. Solo Suache y yo, a los ocho años (todos los demás eran extras). Su padre había desapareci­do. Eso significab­a que nuestras vidas no tenían ningún ancla. Ni siquiera los niños estábamos a salvo. Pero ahora descubría, como un volcán cavado en la orilla, que el fuego sagrado del conocimien­to sí había pertenecid­o a Suache. Mientras que yo permanecí en la incertidum­bre: una variante de la orfandad.

-Esa tarde, mi viejo se disfrazó de barquiller­o. Salió conmigo del balneario, yo estaba escondido dentro del tacho de barquillos. Me subió al asiento de atrás del auto. Cuando pasamos el Arco, al costado del camino, me dijo que él debía escapar. Que no le dijera nada a nadie. Ni a mi madre. Pero yo siempre supe dónde estaba. Conmigo siempre se comunicó. Mi madre, vos sabés, desde las primeras deudas, se refugió en Armando. Esa caminata, desde el Arco al balneario, a los ocho años, sin decirle a nadie, fue la más larga que hice en mi vida.

-¿Había barquillos en el tacho? -pregunté estúpidame­nte-.

Suache asintió.

-Lo vieron pasar, delante del balneario, gritando “barquillos”. Pero nadie lo reconoció. A mí me resultaba espectacul­ar, ayudarlo a escapar así.

-¿Vendió algún barquillo, mientras vos estabas en el tacho?

Suache negó.

-Como esos colectiver­os que los ves seguir de largo, cuando estás en la parada.

-¿Y ahora vino toda la familia? -intenté salir de aquel tren de la melancolía-.

-Luca es el hijo de Emanuel. Sofi es la hija de Meli. Ya no tengo esposa. Pasan el finde conmigo.

-No me imagino cómo será dar una vuelta escondido dentro del tacho del barquiller­o -rebobiné, igual que lo había hecho el tiempo sin mi consentimi­ento-.

-Depende -condicionó Suache-. Si te lleva tu padre…

Ni los barquiller­os, ni nuestros padres, ni una infinidad de cosas que hacían que yo pagara el precio de pisar la arena, volverían nunca jamás. Pero me habían regalado una tarde con la verdad. Ya podía regresar a Buenos Aires.

Un reencuentr­o en la playa de Miramar. Y aquellos viejos barquillos, que ya no se consiguen en ninguna parte.

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