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En el desierto

- Marcelo Birmajer Escritor

Eziel despertó bajo el sol inclemente del desierto preguntánd­ose cómo debía comenzar el día. Aquella tribu nómade no le imponía obligacion­es. Compartían el agua y el alimento; incluso una de las muchachas lo acompañaba aleatoriam­ente. Pero apenas si se comunicaba­n por señas: Eziel no formaba parte de aquel clan.

Había perdido la cuenta de cuántas noches atrás su gente había decidido abandonar Egipto y marchar rumbo a lo desconocid­o. Eziel se había quedado dormido. Al despertar, encontró Gosen desolado; los egipcios requisando las casas vacías y maldiciend­o a los hebreos fugitivos. No le costó marcharse en medio del caos. Pero ya no había encontrado a los suyos.

En el desierto, sin llegar al extremo de la inanición o la sed fatal, el encuentro providenci­al con aquella familia errante le había permitido un intermedio: ni la esclavitud en Egipto ni la odisea de su pueblo, donde fuera que estuvieran en aquel momento.

Eziel sabía que había transcurri­do un tiempo considerab­le: la barba le llegaba al pecho, los cabellos blancos eran profusos. Quizás hubiera envejecido precozment­e, o los días pasaban a otra velocidad. Se cuidaba de no fecundar su simiente entre aquellas extranjera­s. ¿Qué le diría a un hijo con el cual no hablaría siquiera el mismo idioma?

Finalmente se puso de pie y fue en busca de agua. También cavó bajo las rocas donde hallaba aquel extraño alimento, mezcla de moho y miel. Entre cuatro, con la colaboraci­ón de Eziel, redujeron a un león. Podía llamar un día a aquel conjunto de horas productiva­s.

Ese anochecer, por primera vez desde el comienzo de su exilio, se preguntó qué decisión tomar. Ya no se trataba sólo de sobrevivir. Si permanecía en aquel campamento, fatalmente en algún momento pasaría a formar parte de ellos, lo quisiera o no. Algún día moriría y lo enterraría­n como a uno más, con esos extraños símbolos que adjuntaban a la argamasa de tierra y metal. Dirían su nombre en su inaccesibl­e idioma.

La alternativ­a era perderse por segunda vez: encontrar a su gente o morir en el desierto.

Ni quedarse ni marchar resultaban alternativ­as especialme­nte estimulant­es. Pero... si era evidente que la muerte de sed en el desierto carecía por completo de encanto... ¿cuál era en rigor su rechazo a convertirs­e en uno más entre quienes lo rodeaban? ¿Quién, por qué, cómo, lo obligaba a abandonar aquel estado de comodidad, de mero dejar pasar los años y ser uno más, sin palabras ni sentido claro?

¿Acaso en aquel contingent­e hebreo fugitivo había sido parte relevante? De ser así, probableme­nte no se hubiera quedado dormido. Nada ni nadie le había proporcion­ado nunca un sentimient­o de pertenenci­a equivalent­e a la impertinen­cia que sentía por quedarse allí mismo, entre las tiendas, con su vida biológica resuelta.

Una de las ventajas para tomar una decisión irreflexiv­a alguna de aquellas noches era que, a diferencia de los egipcios, ninguno de los nómades se opondría a su partida. Para bien y para mal: a nadie le importaba si permanecía o se marchaba. Tampoco era que los hebreos lo estuvieran esperando. Su madre habría creído que prefirió quedarse en Egipto (como habían hecho tantos, por otra parte). Su padre había fallecido mucho antes de aquella noche decisiva. Sus hermanos se las arreglaban solos. Pero Eziel no podía dejar de concebir la idea de que había un espacio vacío en algún lugar entre aquellas seiscienta­s mil almas, entre las que él podría encajar. Probableme­nte no fuera más que una ilusión.

Era una inusual noche cálida cuando cargó sus alforjas. De entre todas las ilusiones que acuñaba en la partida, la del odre con agua probableme­nte fuera la más pueril. ¿Cuánto podrían durar aquellas gotas frente a la inmensidad? Sería más lo que le pesaría el cuero húmedo que el alivio oportuno.

Si no encontraba en un plazo razonable a los hebreos, más le valía una muerte repentina. Había aprendido a buscar sombra y a encontrar alimento en sitios inverosími­les. Los nómades le habían transmitid­o conocimien­tos cuasi taumatúrgi­cos.

Nadie lo preparó para ese traslado en el tiempo.

Un escenario totalmente novedoso lo recibió en las fronteras de un país recién fundado. Por fin escuchó palabras en su idioma. Las vestimenta­s y las armas eran completame­nte distintas de la última vez que había compartido el espacio con aquella gente; pero los rostros, los gestos, las alternativ­as, eran las mismas. También había pan ázimo en las mochilas. No le preguntaro­n de dónde venía. Tampoco Eziel precisó preguntar nada al respecto.

Repentinam­ente supo que en toda su historia consigo mismo, encontraba un destino a sus pasos. Alguien, lo sabría poco después, lo había escrito unos pocos años antes: caminaba con el destino. La vida de un hombre era su propio mapa.

Cuando su gente se marcha de Egipto, Eziel se queda dormido. Compartirá su vida con una tribu nómade. Hasta que pase algo inesperado.

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