Etcheverry Boneo y un sacerdocio sin concesiones
La historia de un religioso visionario y excepcionalmente dedicado que está en proceso de canonización.
Hace cien años, un 18 de septiembre, nacía en Buenos Aires Luis María Etcheverry Boneo, hoy en proceso de canonización. Quienes tuvimos el privilegio no sólo de conocerlo, sino de participar muy de cerca de su vida y de su sacerdocio, tenemos el alma sellada por su paternidad. Dios lo dotó con cualidades extraordinarias. A nadie escapaba la penetración, intensidad y bondad de su mirada; la magnánima pureza y benevolencia de su corazón; la profundidad y acierto de sus observaciones y decisiones. Todo transparentaba en él, una personalidad excepcional.
De esta personalidad se sirvió Dios para enriquecer el pensamiento y la doctrina de la Iglesia con una visión del mundo fundada en el lema paulino de “Instaurar todo en Cristo Naturaleza e historia; hombre y sociedad; arte, ciencia y filosofía; economía y política”. Así, hacer del mundo la “casa de Dios” fue su inquietud desde el comienzo de sus estudios en Roma en la Universidad Gregoriana y el motor de su quehacer de regreso al país, en 1942, hasta su muerte.
Esta visión de la realidad no quedó limitada en páginas escritas, conferencias o lecciones académicas, sino que se encarnó progresivamente en personas e instituciones: escuelas para varones y para mujeres, colegios universitarios, grupos de matrimonios, centros universitarios y de investigación; todos deseosos de colaborar con la Iglesia en su tarea sacerdotal de unir lo eterno y lo temporal.
Tuvo una excepcional comprensión de la naturaleza y misión de la mujer como puente entre lo divino y lo humano. Con tal propósito en 1952 fundó una nueva forma de vida consagrada femenina: la Institución de las Servidoras, para que fueran, a semejanza de María Santísima, esposas de Jesucristo y madres capaces de conocer a fondo la realidad femenina, interpretarla, valorar sus exigencias, dar una solución a sus problemas y colaborar de modo específico en la realización del “Instaurare omnia in Christo”. El padre Luis María no llegó a conocer el nuevo Código de Derecho Canónico que asume esta nueva forma de vida, pero predijo que así sería.
En 1961 compró el casco de la antigua estancia “La Armonía” para hacer de ese espacio privilegiado de la pampa un lugar donde se pudiera amasar lo eterno y lo temporal, tanto en el ámbito del pensamiento -con la colaboración de filósofos, teólogos, artistas y científicos que desarrollaran en común sus disciplinas-, como a través de iniciativas culturales y espirituales concretadas en encuentros, campus musicales, conciertos, espectáculos de luz y sonido, proyectos educativos, retiros, convivencias y misiones rurales.
Los últimos años de su vida los dedicó casi por completo a las Servidoras pero fueron numerosísimas también las vocaciones que suscitó, con su entrega incondicional a Jesús y a la Iglesia, al sacerdocio y a otras formas de vida consagrada. Además, siguió con atención el Concilio Vaticano II y sus aportes para el mundo contemporáneo. En algunos aspectos el pensamiento del padre anticipó la doctrina conciliar en lo que hace a la presencia de la mujer en la Iglesia y el mundo así como la autonomía de la realidad temporal y su ordenación a lo eterno.
El padre Luis María murió joven, solo y enfermo en Madrid, en 1971, durante un viaje que debía finalizar en Roma. Pero lo hizo con profunda paz, “como un santo”, dijeron los testigos que estuvieron esos últimos días con él. Fue la última expresión de un sacerdocio vivido sin concesiones.