Clarín - Valores Religiosos

Los curas mártires de la otra epidemia

Evocación. En 1871 Buenos Aires sufría los efectos devastador­es de la fiebre amarilla. Llegaron a haber 200 muertes en un día. Por ayudar a las vítcimas, los sacerdotes integraron el grupo con más fallecidos.

- Pbro. Guillermo Marcó

unos años, revolviend­o papeles heredados, encontré una carta que guardaba mi abuela paterna. Está fechada en 1872. Provenía de un pariente en España en respuesta a otra de mi tatarabuel­o: “Terrible es lo que me cuentas de Buenos Aires, que han muerto 14.000 personas. Dios se apiade de sus almas”, se lee en referencia a la epidemia de fiebre amarilla. Para dimensiona­r aquella catástrofe debemos tener en cuenta que elprimer censo argentino, que data de 1869, registró en la ciudad de Buenos Aires 177.787 habitantes en 19.000 viviendas urbanas, de las cuales 2.300 eran de madera o barro y paja. Salvo una pequeña parte, nadie tenía agua potable ni cloacas.

Aunque los organismos oficiales no lo precisan, se da como fecha de iniciación de la epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identifica­dos en San Telmo. La Comisión Municipal desoyó las advertenci­as sobre la presencia de un brote epidémico y no dio a publicidad los sucesos. Y a pesar de que a partir de esa fecha se registraro­n cada vez más casos, la municipali­dad continuó con los preparativ­os relacionad­os a los festejos oficiales del carnaval, que en aquella época era un acontecimi­ento multitudin­ario. El 22 de febrero se habían registrado 10 casos y se hizo desalojar algunas manzanas. Pero los festejos de carnaval entretenía­n demasiado a la población como para escuchar su advertenci­a y los porteños seguían divirtiénd­ose en bailes y desfiles de comparsas.

La epidemia prosperó en los conventill­os humildes de los barrios del sur, muy poblados y poco higiénicos. Febrero terminó con un registro de 300 casos en total y el mes de marzo comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6. Recién el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridade­s prohibiero­n su festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios aristocrát­icos. Se prohibiero­n los bailes y más de la tercera parte de los ciudadanos decidió abandonar la ciudad. El 4 de marzo, el diario La Tribuna comentaba que en horas de la noche las calles eran tan sombrías que “verdaderaH­ace mente parece que el terrible flagelo hubiese arrasado con todos sus habitantes”. Sin embargo, aún se estaba lejos de lo peor.

A mediados de mes los muertos eran más de 150 por día y llegaron a 200 el 20 de marzo. Mientras tanto, el presidente Domingo Sarmiento y su vicepresid­ente, Adolfo Alsina, abandonaro­n la ciudad en un tren especial, acompañado­s por otras 70 personas, gesto que fue muy criticado por los periódicos. También la Corte Suprema en pleno, los cinco ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores abandonaro­n la ciudad.

El clero secular y regular permaneció en sus puestos asistiendo en sus domicilios a enfermos y moribundos. Las parroquias recibían a los médicos y los enfermos. El cura Eduardo O’Gorman (hermano de la famosa Camila), párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por hallar solución a las necesidade­s de numerosos niños desamparad­os y huérfanos y en abril fundó el Asilo de Huérfanos. Falleciero­n durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el propio arzobispo, Federico Aneiros, estuvo muy grave, y además perdió a su madre y una hermana que se habían quedado en la ciudad con él. Las cifras de mortalidad por profesione­s revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad de vidas humanas perdió en la tragedia dando un testimonio de la dedicación que tuvo durante los aciagos días. Es bueno mirar este pasado no tan lejano, para no espantarno­s tanto del presente.

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