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GOLES EN EL CRATER DE UN VOLCAN JOSEFINA MARTORELL

Es economista y ha participad­o de numerosas misiones humanitari­as. Fanática del fútbol, participar­á de un partido en el Kilimanjar­o, el primero de la historia que se jugará a 5.795 metros de alto, para reclamar por la igualdad de oportunida­des de la mujer

- POR PABLO GALLARDO FOTOS: ANDRES D’ELIA

Nadie adquiere una visión amplia, saludable y generosa, si se queda en una esquina de la Tierra toda su vida. Hace más de un siglo, Mark Twain, el escritor e incansable viajero estadounid­ense, regaló este concepto en uno de sus libros. Sin saberlo, Josefina Martorell lo abrazó desde los fines de su adolescenc­ia. Pero no conforme con eso, fue un poco más allá. No sólo acumula miles de kilómetros cultivando su mente y su espíritu, sino que le añadió la posibilida­d de solidariza­rse con diferentes causas. Hoy, a los 34 años, afronta una aventura mayúscula: un partido de fútbol en el cráter de un volcán africano, el 23 de junio. Igual que el protagonis­ta de El área 18, de Roberto Fontanarro­sa. Sucede que, a veces, la realidad supera a la ficción. Y eso que es complicado sobrepasar la imaginació­n del entrañable rosarino… El encuentro marcará un récord Guinness, ya que nunca se jugó a 5.795 metros sobre el nivel del mar, pero además tendrá un valor agregado. Lo disputarán únicamente mujeres, para reclamar y concientiz­ar sobre la igualdad de género. En todos los ámbitos y, en esa ocasión, especialme­nte en el deporte. Para Josefina será una estación más en un cruzada humanitari­a por lugares de los que la mayoría saldría corriendo.

Vértigo. Ubicado al noroeste de Tanzania y con 5.895 metros de altura, el monte Kilimanjar­o es el punto más elevado de Africa (el cráter se ubica 100 metros más abajo) y el cuarto del mundo. En la última por las Eliminator­ias para el Mundial de Rusia 2018, la Selección Argentina jugó a 3.600 metros en el estadio Hernando Siles, de La Paz. Y cada vez que le toca visitar a Bolivia, se habla del apunamient­o, de la falta de oxígeno y de todas las dificultad­es que conlleva. Por eso, el proyecto del que participa Josefina puede considerar­se una proeza.

“Desde chica jugué al fútbol. Después, como mi mamá decía que era un deporte de varones, seguí con hockey. Pero cuando el fútbol comenzó a populariza­rse entre las chicas, me llamaron de varios torneos y siempre dije que sí. Cuando empecé a irme a misiones humanitari­as, traté de mantenerlo y aunque sea jugar esporádica­mente, salvo en Afganistán, donde integré un equipo permanente –cuenta Josefina–. Allá, mi último jefe, un holandés fanático del fútbol, me conectó con la ONG que está organizand­o el partido por la igualdad de género en el Kilimanjar­o.”

La propuesta le vino como anillo al dedo, teniendo en cuenta los prejuicios que debió soportar a lo largo de sus viajes: “También en Afganistán, un ruso y un pibe de Burkina Faso me decían que no podían creer que hubiera ido allá a trabajar en vez de estar en la cocina. Le femme de ménage, me decían (la mujer de la limpieza, en francés). Entonces tomé la parte del fútbol como una herramient­a para el empoderami­ento de las mujeres. Vamos a jugar más de 30 chicas de diferentes países, los 90 minutos y con árbitras de

la FIFA”. ¿Pero cómo se prepara una deportista amateur para semejante esfuerzo físico? “Me entrené con una personal trainer. Como la parte aeróbica la tenía bastante cubierta, por el fútbol y porque voy y vuelvo del laburo todos los días en bicicleta (de Palermo a Parque Lezama), me dio ejercicios anaeróbico­s, como de Cross Fit o de entrenamie­nto funcional, y me dejó otros para que haga el resto de la semana, como cuestas y escaleras. Además practiqué con una máscara con válvulas, para ir acostumbrá­ndome a tener menos oxígeno”, cuenta.

El asunto es que, más allá del partido en sí, primero hay que ascender al cráter. “Es difícil, pero es una montaña con mil metros menos que el Aconcagua y además no es para escalar, sino para subir tipo trekking. Llegar, creo que voy a llegar. Después no sé cómo voy a hacer para jugar”, dice entre risas, mezclando motivación con las dudas lógicas.

Dar es dar. Josefina tenía una vida convencion­al. Se había recibido de licenciada en Economía en la UBA y trabajaba en el área de finanzas de TGN (Transporta­dora de Gas del Norte). Un buen día decidió inscribirs­e en un máster en relaciones internacio­nales en Barcelona, España. Allí, dio un golpe de timón: “Vino una chica a darnos un seminario y nos contó sobre su experienci­a trabajando para la Cruz Roja. A medida que la iba escuchando, yo pensaba: ‘Guau, quiero tener esa vida’”.

Con esa meta, aplicó para tres organizaci­ones sin fines de lucro: Oxfam, Cruz Roja Internacio­nal y Médicos sin Fronteras. Ya de regreso en la Argentina, la convocaron de MSF un jueves de abril de 2012. El lunes siguiente se estaba subiendo a un avión, rumbo a su primera misión: Congo (ex Zaire, en Africa central), que por ese entonces padecía un conflicto armado interno. “Me hice cargo de la contabilid­ad de tres proyectos, uno en Shabunda, uno en Kalonge y otro en Hauts Plateaux –cuenta–. Además de los problemas de malnutrici­ón, porque los cultivos eran quemados en los enfrentami­entos, nos dedicamos sobre todo a la salud materno-infantil. Muchas embarazada­s tenían que caminar cinco días para llegar al centro de salud más cercano, entonces sufrían complicaci­ones en los partos. Además, es uno de los países con más abusos. Por la crueldad con las que son violadas, muchas mujeres sufren una fístula recto-vaginal (pérdida de la división entre el ano y la vagina) y deben ser operadas”. Fuerte, para un primer encuentro con el trabajo en campo. Más que un encuentro, fue un choque.

Luego, continuó un poco más al norte: Níger. Tres cuartas partes de su superficie forman parte del desierto de Sahel. Poca fertilidad del suelo, pocos alimentos. Además, padece la influencia de las potencias occidental­es, que disponen de sus escasos recursos aunque en teoría ya no sean sus colonias. En este caso, Francia. Como si fuera poco, el producto de la cosecha les dura nueve meses. En los otros tres, la hambruna se combina con el pico del paludismo. Cada dos años aproximada­mente, el estado de emergencia es ineludible. “Los chicos y las embarazada­s, que son los más afectados, se mueren como mosquitos. Armamos dos hospitales, en Madaoua y Bouza. Vi chiquitos entrar muy mal a nivel nutrición y después de algunos días se fueron bastante bien. Era cuestión de darles agua y las proteínas adecuadas”, confía.

Su lucha continuó en República Centroafri­cana, otro territorio alzado en armas: “Fui a principios de 2014. Los que estaban en el poder eran cristianos. Los musulmanes hicieron un golpe de estado y a partir de ahí se desató una guerra civil bastante intensa. La mayoría de los casos que atendimos fueron complicaci­ones por no poder llegar a los centros de salud, porque las rutas estaban bloqueadas o porque habían quemado el más cercano a su población. Si hubieran podido llegar antes al hospital, los cuadros no se hubieran complicado”. Tan simple, tan cruel.

Le quedaba un destino en Africa: Sudán del Sur, el país más nuevo del planeta. Comparte la fecha de independen­cia con Argentina, el 9 de julio, pero 195 años después. “Es increíble que se haya separado de Sudán en 2011 y tres años después ya se empezaran a pelear entre ellos. La guerra sigue hasta hoy y la situación es parecida o peor que cuando yo estuve”, contextual­iza Josefina. Y continúa: “En Malakal, una localidad petrolera del sur, vivimos 28 bajo la misma tienda de campaña. Era en un campo de desplazado­s de Naciones Unidas que llegó a albergar a 30 mil personas. Había cadáveres por todos lados, fue tremendo. Sonaba una

“YO NO ESTUDIE ECONOMIA PARA HACERME RICA, SINO PARA CONTRIBUIR DESDE MI LUGAR”, DICE JOSEFINA. ...

alarma y nos teníamos que meter en ese búnker, porque enseguida pasaban misiles al ras del suelo de un lado para el otro. Nosotros estábamos en el medio y no teníamos ni un chaleco antibalas”.

A pesar de todo, ella y sus compañeros cumplieron con su misión: atender a los heridos de guerra, establecer un centro para tuberculos­os e ir a buscar a la gente que no había podido escapar de sus casas. No obstante, el rigor del conflicto también los alcanzó. “Los primeros veinte días no podían llegar los aviones porque la oposición había tomado la pista del aeropuerto. Se nos estaba acabando la comida y también el agua, que potabilizá­bamos con unas pastillas. Ese tiempo fue difícil”, admite.

Se sintió vulnerable y se preguntó con qué necesidad se había metido en eso. Sin embargo, el destino le tenía preparada una de las tantas respuestas: Achuei. “Era una chiquita que conocí al segundo día. Siempre tirada en la cama, muy flaquita y sin expresión en cara. Pensé que tenía 4 o 5 años, pero tenía 9. Una vez metí los pies debajo del mosquitero de su cama y me los acarició. Ahí sentí que me había reconocido”, cuenta. Empezó a ir casi todos los días, a acariciarl­a, a hacerla dormir y a tratar de que comiera lo que le daban, aunque al principio no le gustaba. Tam- bién la bañaba y le compró ropa en una feria. Se convirtió en su mayor certeza dentro de la incertidum­bre: “Al tiempito, Achuei estaba corriendo por todos lados. Empezó a sonreír y a ser el alma del hospital. Pero la mamá, que estaba aislada en la tienda de al lado por tuberculos­is, murió y el papá ya había muerto en la guerra. Aunque ella ya estaba bien, no podíamos sacarla porque no tenía donde ir. Un día me fui a supervisar otro proyecto a un par de horas de distancia y cuando volví se la había llevado el tío. Fue muy triste para mí. Estaba pensando ‘ya fue, la adopto’. Una relación muy intensa...”

Su cruzada siguió en Afganistán, donde tuvo que poner en funcionami­ento una oficina que había sido volada en un atentado, y ahora tiene un mojón en la Argentina, donde consiguió trabajo en la Secretaría de Integració­n Social y Urbana, específica­mente en la urbanizaci­ón de la villa 31. “Ese proyecto se alinea con lo que yo creo”, sintetiza.

Dentro de pocos días, Josefina ya estará ascendiend­o al Kilimanjar­o. Paso a paso. Con un puñado de mujeres, la pelota bajo el brazo y siempre con una bandera en alto: “No creo que por mi aporte el mundo deje de ser desigual, pero si hay mucha gente que empiece a pensar así, capaz que podemos cambiar algo”.

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