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AISLADOS A 3.900 METROS DE ALTURA, EN LA PUNA JUJEÑA, DOS PROFESORES AYUDADOS POR LA TECNOLOGIA ENSEÑAN EN UNA SECUNDARIA RURAL -

- n mtagtachia­n@clarin.com

En este rincón de la puna jujeña, a 3.900 metros de altura, el oxígeno escasea y los corazones desbordan. En medio de la nada, la vida de un puñado de alumnos gira en torno a la Secundaria Rural Nº 1, sede Quebraleña. El aislamient­o y el clima hostil los hace brillar, junto a sus profes, un poco más.

Entre los cerros desnudos no es raro cruzarse con algún puma. O confundir una temible lampalagua con una rama atravesada en el camino. Llegar a este paraíso seco del departamen­to de Cochinoca, a 170 kilómetros de San Salvador de Jujuy, no resulta sencillo. El ripio cose los cerros y el estómago se vuela en cada curva. En el mejor de los casos, la travesía demanda tres horas en camioneta. La aventura incluye un zig zag por dos cadenas montañosas, una de ellas la empinadísi­ma Cuesta de Lipán, que toca los 4.170 metros de altura.

En una de las aulas, Remedios Vedia, alumna de quinto año, asegura: “Quiero darle un futuro a mi hija Martina. Defender sus derechos. Mi mamá no pudo estudiar por falta de recursos”. Remedios tiene 18. Hace dos años fue mamá.

Pasando las nubes, todo es diferente. El cielo se ve más azul. Pero la cabeza estalla. Los ojos pesan y los movimiento­s se desmayan. El mareo hace trampa. Quiere ganarle a tanta belleza y soledad.

La escuela funciona a base de corazones fuertes. Ester Tolaba y Claudio Reynozo se la juegan día a día. En lenguaje formal, ellos son los coordinado­res pedagógico­s. O sea los encargados de bajar al aula los contentido­s que otros profesores preparan. Esos profesores “disciplina­res” no están en el colegio permanente­mente, sino que viajan cada tanto. Trabajan en la sede central de San Salvador de Jujuy. En Quebraleña, quienes duermen de lunes a viernes en el frío y la falta de oxígeno, son Ester y Claudio. Cuando llegan de la ciudad, los lunes, traen consigo la info para las clases guardada en pendrives.

Para alcanzar este desierto, Ester viaja 8 horas y Claudio, 15. En el pueblo viven 31 familias. El transporte público funciona tres veces por semana y tampoco es directo. Ahora, un mediodía de sol, el aire seco y la helada queman. En dos modestas aulas, siempre con campera, estudian 14 alumnos de primero a quinto. Tienen entre 13 y 25 años. Si alguno advierte polvo en el camino, un gran revuelo se arma en clase. El ritmo de la mañana se altera. Algún visitante, algún auto, se acerca.

Entorno duro y corazón grande. En la Escuela no hay agua corriente, ni gas ni calefacció­n. Y los postes de luz se caen seguido, cada vez que sopla viento fuerte. En la clase de Física, Ester explica electrostá­tica y anota en el pizarrón la Ley de Coulomb. La repasó la noche anterior para explicárse­la mejor a los chicos. Ella también coordina Matemática, Química, Economía, Educación Física, Música, Plástica y Teatro. Ester llegó a Quebraleña en 2013, cuando abrió la sede. Los fines de semana regresa a Perico. Su viaje

–como el de Claudio–, obliga a que los lunes las clases arranquen a las 15 en lugar de a las 8, como el resto de la semana.

Ester nunca pensó en ser docente. Ella soñaba con recibirse de médica. Pero cuando terminó el secundario, su papá –empleado en una estación de servicio– no la dejó. No tenía dinero para que su hija fuera a la Facultad de San Salvador. Entonces ella se anotó en lo único que había en Perico: Profesorad­o de Matemática. Se recibió, enseñó en algunos colegios, incluida una institució­n para chicos hipoacúsic­os, y un día concursó para Quebraleña. Sus notas fueron excelentes. Sin embargo a Ester la selecciona­ron por otra condición. Es soltera y no tiene hijos.

A Claudio lo eligieron por el mismo motivo. Tampoco tiene familia. Con 33 años, este profesor de Psicología y Filosofía, coordina las materias de Biología, Lengua, Psicología, Filosofía, Educación para la Salud, Instrucció­n Cívica y Formación Ética y Ciudadana. Los domingos sale desde su casa en San Pedro a las 23. Viaja una hora hasta San Salvador. Allí espera dos horas para tomar otro colectivo hasta Abra Pampa. Llega a las 6 y aguarda cinco horas para subir al Puna Bus. A las 14.30 asoma por la Escuela. Sonríe. Sus dientes se ven más blancos.

Marianela Valdiviezo cursa primer año. Vive en El Aguilar, al otro lado del cerro. Camina tres horas para llegar a la escuela, la misma distancia que un auto cubre en 60 minutos. Su mamá, que cuida llamas, no pudo terminar la primaria. Con 16 años, Marianela es la primera mujer de la familia que entró en la secundaria. “Quiero ser algo en la vida”, asegura y se ilusiona con el dipoloma de médica. Sus ojos negros parten el sol. Los dedos curtidos recorren el teclado de la netbook. Las máquinas fueron donadas por UNICEF; otras son aporte del Estado a través del plan Conectar Igualdad.

Está a la vista. Los chicos hacen un gran esfuerzo y el compromiso de los profesores acompaña y es total. Pero mientras tanto la vida pasa. Ester tiene 46 años. Todavía sueña con ser mamá.

“Los primeros años necesitaba­n asegurarse que el proyecto con estas escuelas satélite funcionara. Entonces eligieron a los coordinado­res pedagógico­s solteros y sin hijos. Vivir tan aislado, teniendo familia, podría resultar complicado. Sin embargo la mayoría de los coordinado­res ya va teniendo a sus bebés. Y a mí también me gustaría. Pero mi caso está difícil, me avisó la médica. A veces pienso en tirar la toalla, pero los mismos chicos me alientan”, admite Ester.

Si bien tiene una pareja en Perico, los fines de semana también se los dedica a sus alumnos. “El sábado aprovecho para comprar materiales y útiles que ellos necesitan. O para hacer alguna consulta con las profesoras acerca de las materias que me toca coordinar”, repasa. “Los chicos son mi familia. Cuando me enfermo prefiero estar en la escuela que en mi casa. Allá vivo sola. Y en Quebraleña me golpean la puerta: ‘¿Cómo se siente profe?’ ‘¿Ya está mejor?’, me preguntan. Aprendo de ellos todos los días”, asegura y convida un mate de coca.

El frío no pasa y el apunamient­o tampoco. Lourdes intenta bajar los síntomas e invita un tazón de api. La cocinera boliviana revuelve ese líquido espeso a fuego lento. Color borravino, el maíz morado molido se funde con el agua. Lourdes perfuma con pimienta, clavo de olor y canela. En la cocina a leña también cruje el aceite mientras se doran unas tortas fritas. Las sonrisas se multiplica­n. Hace un rato, como todas las mañanas, los chicos salieron con pico para cortar las tolas que usan como combustibl­e natural.

Familia en el aula. Después del desayuno todos vuelan a clase. En la cocina siguen haciendo malabares para poner a punto el almuerzo. La escuela recibe dos kilos de pollo y dos kilos de papa para alimentar a los 14 alumnos y profes toda la semana. Lo sirven a las 13, cuando el reloj marca el fin de la última hora. En el comedor, bajo la atenta mirada del Sagrado Corazón de Jesús, Abigail Valdiviezo, 21 años, alumna de quinto, pronuncia una oración para bendecir los alimentos. Cuenta que quiere ingresar a la Policía el año que viene. Que no tiene miedo y que está preparada para dar la vida por la Patria si fuera necesario.

Después del pollo con arroz, nadie se mueve. “A veces son las seis de la tarde y seguimos estudiando o repasando”, comenta Ester. “Hasta las cocineras

“PASO EL FIN DE SEMANA PENSANDO EN MIS CHICOS. EN LA CIUDAD, SI FALTAS NO IMPORTA. ACA ES DISTINTO”, DICE ESTER TOLABA. ....

quieren aprender y me piden que les enseñe costura y bordado. Algunas tardes no doy más”, suspira la profe.

Todos levantan los platos y despejan el área para la entrega de boletines. Los cartones naranjas llevan las calificaci­ones del primer trimestre. Doña Graciela, 55 años, es la mamá de Remedios. “Quiero verlos profesiona­les.Que sean algo el día de mañana. Que vuelvan a sus pagos con un título”, reclama y lee las notas de sus hijas. Pide revisarlas antes de que tome nota esta cronista. Emilia Vedia, de 16, la menor de sus niñas, está en cuarto año. Le gusta Veterinari­a pero cree que entrará al Ejército. Sus notas son muy buenas salvo en Química. El casillero muestra un tres escrito en rojo. Aplazo.

“Química es la materia más difícil”, asume Ester. La estudia a la par de sus alumnos. “No me gusta. Todos mis chicos se la llevan. Es culpa mía. Acá hay que aprender sí o sí. Por suerte, conseguí un profesor que me va a preparar durante las vacaciones”, avisa. Se carga la responsabi­lidad. No se queja. No echa culpas.

Realidad social. La profe cobra un sueldo de 31 mil pesos. Ese número incluye un plus del 80% por pertenecer a “zona desfavorab­le”. Reynozo, desde hace año y medio que está en la escuela y todavía intenta solucionar sus papeles. Hasta ahora no cobró ningún salario.

Ester y Claudio no faltan y dan clase inclusive los feriados que caen entre semana. No hacen huelgas. “En parte comprendo a los docentes que paran y en parte no. Trabajé en la ciudad. Sé cómo es salir de una escuela y tener que correr para llegar a la otra. En Quebraleña es distinto. Los fines de semana también estoy pensando en los chicos. Pienso qué estarán haciendo. En la ciudad es más raro sentir ese vínculo. Allá si faltás, faltás. No importa. En Buenos Aires no dan clases porque no tienen gas. Y acá buscamos la leña con los chicos”, se sinceriza Ester.

Ese vínculo tan familiar también se nota en el recreo. “Nos sentamos al solcito, ellos me cuentan lo que han hecho el fin de semana y yo también les cuento. Sé todo de mis chicos y ellos saben todo de mí. Sé si tomaron. Y si es así, los reto. Los únicos que no beben son los peques del primer año. Santos, alumno de quinto, tampoco se tienta con el alcohol. Quiere ser futbolista profesiona­l. Sin embargo, una vez me enteré que había bebido. ‘Me has desilusion­ado’, le dije. Y me prometió que era la última vez. Hablé con un dirigente de un club para que lo prueben. Ojalá”, apunta la profe. Y asume que su vida está aquí. “Para mí la felicidad es que ellos aprueben las materias. En lo personal, me falta algo. Mis alumnos lo saben. Y me dan ánimo: ‘Este año, profe, este año’. También me preguntan: ‘Profe, pero el día que se embarace, ¿cómo vamos a hacer?’ Y se ofrecen a cuidar al bebé”, confía Ester.

La maternidad, por sí o por no, es un tema. Salvo un par de alumnas de primer año, todas tienen hijos. De hecho, la clase está poblada de bebés. “Los cuidamos entre todos. Se hace más difícil cuando las criaturas crecen. Entonces las chicas piden a algún familiar que las ayude”, completa la profe. Como Alicia Alancay, que egresó el año pasado y sostiene en brazos a Ambar, su sobrina de meses, mientras su hermana Nadia estudia. A Alicia, 22 años, le gustaría seguir el profesorad­o de Educación Física. El año que viene. Tal vez.

La desolación y el silencio tejen una postal tan cruda como bella. Los chicos son tímidos, pero cuando entran en confianza invitan a caminar y a conocer un bosque de queñual, su tesoro cerca. “Se ponen felices cuando alguien nos visita”, destaca Reynozo. Ester coincide: “Escuchan el ruido de los motores de los autos antes que nadie. Recién decían: ‘¡Ahí vienen los periodista­s, profe, ahí vienen!’ Nosotros no les creíamos. Pero no se equivocaro­n”, sonríe.

Hace poco también llegaron los pizarrones. Todavía falta un mástil para izar la bandera. Además de las dos aulas y el comedor, comparten un sanitario –modesta casilla– para hombres y mujeres, alumnos, profes, cocineras y visitas. Faltan pelotas y falta material para hacer deporte. Sobran ganas y sobra corazón.

El 12 de diciembre, Remedios cumple 19. Para esa fecha también se recibe. Como sus compañeros, nunca llegó más allá de San Salvador de Jujuy. “No sabemos si tendremos viaje de egresados. Sería un sueño ir a Carlos Paz, en Córdoba. Pero lo que realmente me gustaría es viajar a Buenos Aires. Quiero conocer la ex ESMA. En Historia aprendimos lo que sucedió allí durante la dictadura militar. Quiero ver cómo es el lugar donde llevaban secuestrad­a a la gente y la torturaban. Inclusive, a muchos estudiante­s como nosotros. También lo que ocurrió durante La noche de los lápices. De Buenos Aires no conozco nada. Tampoco vi fotos del Obelisco”. Junto a Remedios se reciben otros tres chicos de Quebraleña.

Cerca del cielo los sueños vuelan. Cerca de la tierra, podemos hacerlos realidad.

“LOS CHICOS SABEN CUANDO SE ACERCA ALGUIEN PORQUE DISTINGUEN EL POLVO EN EL CAMINO. SON FELICES CUANDO ALGUIEN NOS VISITA”, DICE CLAUDIO REYNOZO, COORDINADO­R. ...

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 ??  ?? ESTUDIAR CON LOS BEBES. Alicia Alancay egresó el año pasado. Cuida de su sobrina Ambar, mientras su hermana está en clase.
ESTUDIAR CON LOS BEBES. Alicia Alancay egresó el año pasado. Cuida de su sobrina Ambar, mientras su hermana está en clase.
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 ??  ?? ENTREGA DE BOLETINES. Ester Tolaba, coordinado­ra pedagógica, conversa con padres y alumnos.
ENTREGA DE BOLETINES. Ester Tolaba, coordinado­ra pedagógica, conversa con padres y alumnos.
 ??  ?? PARAISO SECO. La Escuela Secundaria Rural N°1 sede Quebraleña. Funciona en instalacio­nes de la iglesia local.
PARAISO SECO. La Escuela Secundaria Rural N°1 sede Quebraleña. Funciona en instalacio­nes de la iglesia local.
 ??  ?? AL AIRE LIBRE. Cuando el día está lindo, la profe Ester Tolaba y los alumnos sacan los pupitres al sol.
AL AIRE LIBRE. Cuando el día está lindo, la profe Ester Tolaba y los alumnos sacan los pupitres al sol.
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