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FERNANDEZ MEIJIDE CON ABADI: “RATA ES LO MENOS QUE ME DIJERON”

Luchadora. Desde la desaparici­ón de su hijo Pablo en 1977 dedicó su vida a la defensa de los derechos humanos. Hoy hace radio y televisión. Dice que su posición en contra de la lucha armada de los setenta le hizo ganarse odios que no buscó.

- EN TERAPIA CON JOSE EDUARDO ABADI PRODUCCION: MARIBEL LEONE - FOTOS: JULIO JUAREZ

A LOS 87 AÑOS, UNA DE LAS MAS RESPETADAS LUCHADORAS POR LOS DERECHOS HUMANOS RECHAZA LA IDEA DE QUE TODO LO QUE HIZO LA MILITANCIA ARMADA DE LOS 70 ESTUVO BIEN.

Tengo la sensación de que aprendés del tiempo y los hechos, de que te animás a cambiar. Sos una mujer que hizo autocrític­a e inventó nuevas posibilida­des de reflexiona­r. Qué activo es tu mundo interno. Lo es. Revisé mis posiciones. Me ayudó mi pasado. Siendo profesora de francés, no toleraba enseñar mucho tiempo con los mismos libros. Terminé comprando una metodologí­a muy moderna para ese momento: a partir de Saussure, que daba vuelta el método de enseñanza del idioma, cambié de perspectiv­as y decidí poner un instituto de idiomas. Eso se acabó bruscament­e cuando secuestrar­on a Pablito, en 1977: me encontré con que no podía enseñar, y menos a jóvenes. Al principio, cuando pasó, me puse loca. La única reacción normal ante esas situacione­s. Yo tenía una sola obsesión. Perdía la noción de si comía o no. Con el tiempo uno va recuperánd­ose o se queda ahí. Ante la pérdida, hay un trabajo muy difícil de hacer, y más en un caso así: aceptar que ocurrió. Primero aceptás y después lo admitís. Aceptar significab­a dejar de despertarm­e con la idea de que Pablo iba a tocar el timbre. Llevó tiempo. Una vez alguien me dijo: ¿Y cuándo ocurrió? Qué sé yo. Es que en realidad va ocurriendo. Hay una fantasía de la gente que pregunta cuándo se cierra un duelo, pero no se cierra nunca en verdad. También están los que te preguntan cómo hiciste. Qué sé yo cómo hice. También intenté ayudar a gente que no podía hacerlo y que después lo logró. Intentar ayudar lo pone a uno muy en contacto con la propia historia. Mirando para atrás, vi que los organismos de derechos humanos funcionaro­n como hoy funcionan los que ayudan a terminar con adicciones. Ese era el único lugar en el que eras familiar de un desapareci­do y lo podías decir sin que te juzgaran. Acercarse para preguntar si había aparecido alguien era una forma de terapia, aunque no fuera la intención. Cuando alguien no tenía recursos para encarar semejante golpe, otro lo ayudaba. A veces logramos hacerlo; otras, no:

“Me prometí que iba a decirle que no a cualquiera que volviera a decirles a los jóvenes que la violencia era un camino.” ...

hubo gente que se suicidó. ¿Sí? Y sí, Augusto Conte, Alfredo Galletti: más hombres que mujeres. Las mujeres tenían más recursos. Quizás porque no sentían la exigencia de ser heroicas. Yo pude dar el paso cuando dejé de preguntarm­e por qué le pasó a Pablo, por qué a nosotros. Uno de los problemas con los organismos es que hay una lealtad corporativ­a: formás parte de un grupo chico y cerrado que siente que el exterior lo amenaza. Se crea un código que va más allá de la afinidad que tengas con cada persona. Cuando empezó a funcionar la democracia, podía optar por quedarme con la memoria testimonia­l –puedo repetir hasta el hartazgo la imagen de cuando se llevaron a Pablo– o por decir: “¿Cómo terminamos acá? ¿Qué pasaba antes y qué construyó esta tragedia?” Ahí es cuando vas a la verdad, que está más ligada a la memoria, a una reconstruc­ción. Da trabajo, te condenan: abandonar la aldea se vive como traición y deslealtad. Una persona que enseñaba a decir y pensar se encuentra de pronto con lo inefable, lo inexplicab­le, con incóg- nitas para las que no hay respuestas. Eso genera desconcier­to y soledad. Impotencia, también. En realidad, no estaba tan dispuesta a esto último que decís. Yo quería saber e investigué. Hasta el día de hoy sigo haciéndolo. Investigar la situación específica, sí. Me refiero a la pregunta “¿por qué me tiene que pasar esto a mí?” Para eso no hay respuesta concreta. Claro. Para aceptar eso tenés que tener un nivel de religiosid­ad como para pensar: “Dios me lo mandó”. O decir: “La vida es así. ¿Por qué no me iba a pasar? ¿Tan especial era yo como para que no me pasara?” Yo empecé a dimensiona­r todo desde otro lugar. Con el tiempo, pasaste a “decir”. No sólo dedicándot­e a las asambleas de derechos humanos, en donde hay que decir. Después, decidiste que decir algo provocara un vivir distinto en el país, y te metiste en política. Cuando se llevaron a Pablito, empecé a odiar. No sabía odiar; nadie antes me había dado motivos. Y ahora odiaba a personas concretita­s. Los quería matar. Obviamente, no iba a hacerlo. Me prometí que iba a meterlos presos, aunque no había lógica para que eso ocurriera: no había antecedent­es históricos. ¿Desde el primer momento pensaste en que los ibas a meter presos? No. En un momento me puse a investigar. En el ’79 apareciero­n los primeros testimonio­s de sobrevivie­ntes de la ESMA. Me fui a Francia e Inglaterra a recoger testimonio­s de gente que había estado en organizaci­ones armadas y que había sido liberada. Empecé con las denuncias. A armar una especie de rompecabez­as que terminó siendo el modelo de la Conadep y, después, del Juicio a las Juntas. Con el tiempo, el indulto les puso fin a los juicios. Dije: “El tema de la justicia se acabó. El tema de los derechos humanos va a quedar circunscri­pto a que los gobiernos democrátic­os no los agredan más”. Y justo se me dio la posibilida­d de ingresar en la política, aunque no imaginé que iba a tener un papel protagónic­o. Mi idea era acompañar a Carlos Auyero, ir aprendiend­o de él. ¿Nunca habías participad­o activament­e en política? Leía mucho de historia. Pero no pensaba que terminaría haciendo un recorrido político como el que hice ( N. de laR.: fue

diputada y senadora nacional; en 1998 perdió las internas de la Alianza frente a Fernando De la Rúa y, entre 1999 y 2001, fue su Ministra de Desarrollo Social). Una vez más, la opción era: “O te quedás con lo clásico o tratás de modificar lo que te molesta”. Ahí pensé que a los derechos humanos, para bien o para mal, se los protege o se los ataca desde la política. Ahí dije que iba a explorar ese territorio. Hubo cosas que salieron bien y otras no tanto. ¿Tus papás vivían cuando sucedió lo de Pablo? Mi papá murió muy joven, a los 62 años, de un infarto. Mi mamá murió a los 84 y vivió la desaparici­ón de Pablito. ¿Te acompañó? Sí. Era muy religiosa, tan religiosa que logró tener tres hijas ateas (risas). La primera vez que se convocó a los familiares de desapareci­dos y presos por razones políticas a una manifestac­ión enfrente al Congreso –había muy poca gente– fui. Ella me había rogado que no lo hiciera. Le dije: “Mamá, si yo estuviera desapareci­da, ¿qué harías?”. Me dijo que se iba a quedar rezando. Hice una recorrida para ver cómo estaban ubicados los carros de infantería. Me había puesto de acuerdo con Enrique, mi ex marido, por si uno de los dos caía preso. ¿En ese momento estabas casada? Sí. Ahora estamos separados. El sigue vivo y tenemos buena relación. En ese momento, él se quedó en una esquina y cada uno veía al otro. “Si uno cae preso, el otro no se tiene que acercar. Inmediatam­ente a denunciar”, arreglamos. Cuando vi que rodeaban a manifestan­tes como para llevarlos, corrimos a la asamblea con Enrique e hicimos hábeas corpus. También llamé a mi mamá y le dije: “Dejá de rezar. Estoy bien”. ¿Y tus otros dos hijos, María Alejandra y Martín, cómo lo transitaro­n? Muy mal, fue muy duro. Ale es un año y medio mayor que Pablito; Martín, dos años menor. Ella estaba estudiando Medicina, pero tuvo que dejar: así como yo no podía enseñar, ella no podía aprender. Después, se terminó recibiendo. Martín es arquitecto. En ese momento se puso a fortalecer el cuerpo: empezó a hacer pesas y remo de competenci­a. La primera vez que fui a verlo levantando pesas, él tenía 16 años y patas flacas: pensé que se le iban a romper las piernas. Es una interpreta­ción mía, pero creo que respondía fortalecié­ndose físicament­e al dolor horrible. Quería estar preparado para llevar la carga de lo sufrido y ser lo suficiente­mente fuerte como para poder so- portar a cuestas lo que aconteció. Y lo aguantó bien. Lo sobrellevó. Ahora los dos trabajan mucho, son muy buenos profesiona­les. ¿Cuánto tiempo estuviste casada? Más de cuarenta años: nos separamos en el ’97. El trauma de la desaparici­ón de un hijo nos pegoteó hasta entonces. Los unió. Nos pegoteó. A otros los destrozó y los separó. Lo que terminó de hacerme ver nuestra incompatib­ilidad fue mi ingreso a la política. En esa época, el matrimonio competitiv­o era regla. En aquel momento, para un hombre no era fácil aguantar que su mujer desapareci­era. Aunque no sé si sólo nos fue separando la política. La relación se fue deterioran­do sin que llegáramos a odiarnos. Terminamos amistosame­nte. Siempre valoré más la lealtad que la fidelidad. Vos admirás a Golda Meir (ex primera ministra de Israel, fallecida en 1978) y pensé: es la nobleza de la política. La política es para brindar y no para absorber. ¿Es un ámbito en el que tuviste muchas decepcione­s? Sí, tuve. Cuando fracasó la Alianza, fue muy duro para mí. Volví a analizarme. Era como venir con una Ferrari y chocar una pared. Me senté frente al psicoanali­sta y le dije que no quería entrar en de-

presión. Me contestó: cuando uno dice eso es porque ya está depresivo (risas). Me dio una mano fuerte. Lo primero que hice fue escribir La ilusión, un libro sobre esa frustració­n. Después, vinieron La historia íntima de los Derechos Humanos y Eran humanos, no héroes, porque me prometí que iba a decirle que no a cualquiera que volviera a decirles a los jóvenes que la violencia era un camino de la política. ¿Alguna vez llegaste a idealizar la violencia? No. Cuando empezó la lucha de nuevo, después del ’73, ya con Perón, ya en democracia, dije “esto se va al infierno” sin tener conciencia de cuál era el infierno. No era la única que pensaba así. Había un rechazo a todo eso. Yo dije que nunca iba a permitir que se engañara a los jóvenes y se les dijera que eso estuvo bien. Más allá de las intencione­s. Muchos no lo vieron como un aporte. Rata es lo menos que me dijeron. ¿A tal nivel llegó? ¡Hasta Estela! (Estela de Carlotto). Ese es el problema de salirse de la aldea. Ayudó un momento político que utilizó eso y fortaleció la posición de idealizaci­ón y de “heroizació­n” de los hijos. Llegó un punto, y esto es bastante lógico, en que las madres terminaron identificá­ndose con el hijo, más allá de dónde venían antes y más allá de la crítica que hubieran hecho de la actividad de los hijos. Hubo un gobierno que se aprovechó de esa cuestión, muy psicopátic­amente, y dio manija. Así como algunos quedaron adheridos a esa versión que proponía el gobierno anterior, otros deben haber sentido una agresión a la intimidad, un aprovecham­iento del dolor. Es lo que debés haber sentido vos. Fue una “instrument­ación”. Por eso digo que es psicopátic­a: buscan dónde está el punto débil del otro para estimulárs­elo y no para ayudarlo. Muy cruel y muy perverso. Y eso te alejó de mucha gente. Sí, pero no porque yo quisiera. ¿Qué proyectos tenés ahora? Tengo un programa en Radio Ciudad ( ¿Por qué?). Y estoy conduciend­o Cada noche, en la TV Pública (ver Su trabajo en la televisión, en la parte superior de esta página). También trabajo mucho en el Club Político Argentino. Ahora pensé que a La historia íntima de los Derechos Humanos tengo que escribirle dos capítulos más para contar cuándo se rompió el consenso del ‘83, el consenso del Nunca más: nunca más la manipulaci­ón de la violencia, de la manipulaci­ón de los Derechos Humanos y de la democracia. Voy a escribir eso. Es muy importante. Tengo que correrle al tiempo, qué sé yo cuánto me va a dar.

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CONADEP, 1984. Graciela Fernández Meijide fue figura clave de la Comisión Nacional sobre la Desaparici­ón de Personas. A su hijo Pablo lo secuestrar­on en 1977, en plena dictadura.
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SU TRABAJO EN LA TELEVISION En junio, Fernández Meijide entrevistó a César Menotti y así empezó “Cada noche”, programa que conduce con Gerardo López, Silvina Chediek, Damián Glanz y Diego Scott por la TV Pública, de lunes a viernes después de la...

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