BEATRIZ, LA ARGENTINA QUE AYUDA A REFUGIADOS
“No sé por qué hay tanta gente obsesionada con el color de la piel si, en definitiva, todos tenemos el mismo color de sangre”, dice Beatriz Gallo, una argentina que vive desde casi dos años en Ventimiglia y, desde hace siete meses, da casa y comida a Jacopo, un sudanés de 34 años. “¿Por qué no?”, es su pregunta retórica. “Yo también he sido inmigrante aquí, en Italia, la tierra de mis padres calabreses, y soy madre de cuatro chicos, de entre 24 y 12 años. Me gustaría que, así como hoy yo le doy una mano a Jacopo, alguien ayude a mis hijos si alguna vez lo necesitan.” Cuando Beatriz dejó Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, y se tomó el avión a Europa, tenía dos hijos chiquitos que hoy tienen más de veinte. “Las pasé fuleras. Yo sé lo que es no tener dónde dormir. Pasé noches enteras con mis hijos durmiendo en el auto”, cuenta ella, que no tiene marido. Vivió en Francia hasta que volvió a Italia, “pero acá no hay trabajo”. Por eso, todos los días cruza, por la mañana y por la noche, la frontera Ventimiglia-Mentón para ir a trabajar en la cocina de un restaurante francés. “Ella es muy buena conmigo y sus hijos me tratan bien. Me esperan para comer y para jugar”, dice Jacopo. “Al principio fue un poco complicado entendernos con la comida. El tiene sus costumbres. Es musulmán y cumple con el Ramadán. Ahora ya nos acostumbramos y él nos prepara el cous-cous”, dice Beatriz. Se conocieron en el Hobbit, el único bar en Ventimiglia que deja entrar a los inmigrantes. Su dueña, Delia Buonuomo, ya le había puesto fichas a Jacopo, que está en Italia desde hace siete años y tiene papeles de refugiado, y le había pagado un curso de italiano. Cuenta Beatriz que, desde que la ven con Jacopo, sus vecinos dejaron de saludarla. Como a Delia, la acusan de fomentar la inmigración ilegal. “Más de una vez crucé clandestinos a Francia –confiesa–. Una vez me pescaron, me hicieron una multa y me amenazaron con que iba a ir a la cárcel pero luego no pasó nada. Lo que lamento es que a la chica que estaba cruzando la volvieron a mandar a Ventimiglia.” Modi y Esta esperan que la llegada o partida de trenes les aporte una bocanada de aire fresco. Esta está embarazada de cuatro meses. Espera una nena a la que llamará Precious. No tiene papeles pero dice que se hace los controles en el hospital sin problemas.
A la vuelta de la estación, en el bar Hobbit, Khan Bangash, un afgano de 27 años espera la renovación de sus papeles como refugiado. Vive desde hace tres años en Londres, donde trabaja en un frigorífico, pero como sus documentos de refugiado fueron tramitados en Italia, tuvo que volver aquí. “Me han dicho que tengo que esperar seis meses”, cuenta resignado.
El Hobbit es el único bar en Ventimiglia que no les cierra las puertas a los ilegales. “Hace un año y medio que los recibo. Antes les dejaba cargar el celular y quedarse en el negocio sin consumir, pero he perdido a toda mi clientela histórica y ya no sé cómo sobrevivir. Por eso ahora les cobro un euro”, dice Delia Buonuomo, la dueña del Hobbit.
Sobre la A10, la autopista bautizada con buen tino publicitario “Autopista de las flores”, cada vez con más frecuencia el cartel luminoso advierte: “Máximo cuidado, posible tránsito de personas extrañas a los costados de la carretera”. Lo mismo sucede sobre las vías, donde el tren que va de Génova a Niza cada tanto debe interrumpir su recorrido.
“Es increíble. Es la autopista que tomamos todos los días para ir a trabajar y hay que ir a 30 km por hora porque los inmigrantes caminan por allí. En dos años ya murieron 22 tratando de cruzar la frontera. ¿Por qué tenemos que lamentar muertes?”, dice Deborah Murante, de la Asociación de Padres.
Ventimiglia se siente sola. Desea volver a ser el escenario exótico que Emilio Salgari soñó despierto para su Corsario Negro (novela de aventuras con la que Salgari inauguró su saga de piratas en el siglo XIX). Prefiere recuperar esa reputación de tierra legendaria en vez de figurar en los diarios por la crisis migratoria.
“Belleza sin frontera”, tituló tal vez con menos sensibilidad que picardía la tradicional revista de viajes Bell’ Italia a la propuesta de una escapada de fin de semana a Ventimiglia. Aquí, sin embargo, no quieren escuchar hablar de confines. Ni abiertos ni cerrados.