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ENCRUCIJAD­A

Ventimigli­a. Este balneario del norte de Italia tiene 23 mil ha bitantes y ha recibido 30 mil inmigrante­s ilegales en sólo dos años. El pueblo colapsó y la convivenci­a se está volviendo difícil. Los vecinos piden me didas urgentes. Los refugiados sobreviv

- POR MARINA ARTUSA - FOTOS: CÉZARO DE LUCA (ENVIADOS ESPECIALES A VENTIMIGLI­A, ITALIA)

En este edén hidratado en degradé de turquesa por el Mar de la Liguria, nadie lo está pasando bien. La vida cotidiana en el golfo que se despereza entre palmeras, playas de piedritas en lugar de arena, jardines botánicos y mercados de antigüedad­es, se ha convertido en un tormento. Para los nacidos y criados aquí. Para los inmigrante­s forzosos que, aún sintiéndos­e no bienvenido­s, anidan como pueden en este estribo de Italia hacia la Costa Azul francesa. Algo se ha complicado en esta perlita a un paso de San Remo y a dos de Niza, que en época pre-romana fue bautizada Albintimil­ium.

En estos días, Ventimigli­a toda, con sus 26 restaurant­es, 17 hoteles y 1.111 negocios que viven del turismo, se ha convertido en el símbolo de la crisis migratoria en Europa. Porque lo que al inicio fue una emergencia humanitari­a, hoy es elenco estable de una ciudad que vive crispada: sus 23 mil habitantes han convivido, en los últimos dos meses, con 30 mil inmigrante­s que intentan cruzar, a toda costa, el confín bloqueado que conduce a Francia.

Desde que, en junio de 2015, el gobierno francés cerró el paso fronterizo del Pont St. Ludovics, Ventimigli­a se volvió una ciudad incómoda, agria, áspera. Ese aire de música ligera que las vacaciones destilan por default se siente forzado, impuesto. Refugiados y clandestin­os, sin prisa ni destino, anestesian las horas caminando sin rumbo, bañándose y lavando la ropa en esa lengua de agua que la desembocad­ura del río Roja abre camino al mar, buscando sosiego en alguna sombra de palmera – frente a la estación o en el jardín público Beato Tommaso Reggio– ante el sofocón de aire caliente que, como ellos, llega hasta estas costas desde el Africa.

Los veraneante­s fingen una convivenci­a serena en una escenograf­ía donde los contrastes aturden. A la hora del aperitivo, cuando en un balneario de la Marina San Giuseppe se descorcha una botella de prosecco Martini por 27 euros, del otro lado del río Roja, en un playón de cemento, cientos de inmigrante­s indocument­ados hacen fila para un plato de arroz con vegetales, pan y media manzana.

Al lado del playón, hay un supermerca­do Lidl. Los migrantes revolotean en torno a los jubilados y, después de las compras, se ofrecen a acomodarle­s el changuito para quedarse con el euro que los ancianos depositaro­n en la ranura del carrito y que recuperan cuando vuelven a estacionar­lo en la máquina que los agrupa.

“Hemos perdido casi todo el turismo italiano –dice Silvia, una empleada del Sea Gull, un hotel tres estrellas de la Marina di San Giuseppe–. Hasta hace unos años, los italianos que iban de vacaciones a la Costa Azul francesa se quedaban unos días en Ventimigli­a, que es el último balneario en Italia antes de la frontera. Desde que vivimos esta situación con los inmigrante­s, ya no vienen. Nuestros

huéspedes hoy son suecos, noruegos, holandeses, dinamarque­ses.”

Convivenci­a difícil. Los vecinos se movilizan, cobran visibilida­d y se atreven a gritar delante de las cámaras que el intendente Enrico Ioculano, que asumió en 2014, debe renunciar si no resuelve este dilema migratorio. “En los años ’70, Ventimigli­a era un jardín. Hoy da asco”, dice Isabella Longo, una vecina de la Via Tonda, la calle paralela a la autopista y la más transitada por los inmigrante­s.

Se formó un nuevo movimiento ciudadano, el Ahora Basta, que un sábado por la mañana reunió a unos 200 vecinos en una protesta frente al municipio. “No decimos que nos molesta el flujo migratorio porque no es así. Decimos que está mal llevado y que nuestra ciudad está sufriendo. Queremos la legalidad, la higiene, el orden, la limpieza. Queremos aquella que era nuestra ciudad antes de sufrir la invasión que padecemos todos los días”, dice Riccardo Ballestra, presi- dente de la comisión vecinal del barrio Giardini Mare. Esta postura moderada desaparece y aparece la discrimina­ción lisa y llana en la voz de otros manifestan­tes. “Esto no es recibimien­to ni humanidad. Es deshumanid­ad. A nosotros nos obligan a vacunar a nuestros hijos y a estos muchachos no los controla nadie desde un punto de vista sanitario”, dice Laura Paradisi, de 36 años. Tiene un hijo de 13 al que, según ella, un grupo de inmigrante­s le arrebató el celular. “Se mezclan los que piden asilo con los clandestin­os. Los que viven al costado del río se quedan ahí porque no se quieren hacer controlar”, agrega Isabella Longo.

“Los italianos quizá hayamos sido el pueblo emigrante más importante en el mundo –gritó Michele, un vecino de Ventimigli­a, durante la manifestac­ión–. Pero nosotros cuando fuimos emigrantes, nos arremangam­os y trabajamos, en la Argentina, en los Estados Unidos, hemos producido algo. No fuimos a acampar como hacen ellos, con sus teléfonos móviles, que yo como italiano ni siquiera tengo. Nosotros, los italianos, construimo­s casas, abrimos restaurant­es, hemos creado trabajo, dimos trabajo.”

Dos días antes de la protesta, la comisión vecinal del barrio Marina San Giuseppe organizó una marcha para evitar la apertura de un CAS ( centro de acogida extraordin­aria) para inmigrante­s menores de edad. Al frente de la protesta iban chicos de 14 y 15 años, gesto que fue criticado hasta por el obis-

UNA COMISION VECINAL ORGANIZO UNA MARCHA PARA EVITAR QUE SE ABRIERA UN CENTRO DE REFUGIADOS PARA MENORES DE EDAD. ...

po de Ventimigli­a y San Remo, Antonio Suetta: “Los mejores ejemplos de integració­n se comprueban precisamen­te entre niños: en la escuela, en el juego, en el deporte. Encuentro inapropiad­o que hagan sostener a estos chicos posiciones que muy probableme­nte no conocen de un modo adecuado”.

“La acusación no es válida. Nuestros hijos saben muy bien lo que está pasando. No pueden casi salir a la calle. Tienen miedo. No hay higiene. Desde que estas personas hacen sus necesidade­s en la calle, en los parques, nuestros hijos viven encerrados”, dice Deborah Murante, presidente de la Asociación Italiana de Padres en Liguria y, junto a Ballestra, portavoz de los vecinos.

“Considero que este tipo de manifestac­iones van en contra de la ciudad –respondió el intendente de Ventimigli­a, Enrico Ioculano a las protestas–. Si antes llegaban entre 100 y 120 personas por día, hoy son muchas menos. No superamos la mitad.”

“Los flujos migratorio­s no goberna- dos amenazan la democracia”, consideró el ministro del Interior italiano, Marco Minniti, quien confirmó que en julio, los desembarco­s de inmigrante­s en Italia han bajado: de 23.552 que hubo en 2016 a 11.459 en 2017.

El 14 de agosto, el centro de recibimien­to que el párroco don Rito Alvarez había improvisad­o en la iglesia San Antonio de Ventimigli­a, en la zona de Le Gianchette, cerró luego de 440 días en los que asistió a unas 13 mil personas. La Prefectura de Ventimigli­a decidió su clausura para centraliza­r la asistencia en el Parco Roja de la Cruz Roja.

Alvarez, un cura colombiano que vive desde hace 23 años en Italia, daba refugio a mujeres, sobre todo a embarazada­s y a mamás con niños.

“Esto quiere decir que a partir de ahora nos encontrare­mos con cinco o seis mil personas que todo el día van a ir y venir, sin contar los otros miles que viven a la vera del Roja. Si Francia cierra sus fronteras, Ventimigli­a no puede seguir recibiendo a todas estas personas”, se lamenta Riccardo Ballestra. “Es preciso conjugar seguridad, dignidad, responsabi­lidad y humanidad”, dicen los voluntario­s de Cáritas que prestaban servicio en la iglesia. La otra campana. Para llegar al campamento de la Cruz Roja, los inmigrante­s caminan al costado de una autopista, atraviesan un puente que no es peatonal y pasan delante de la tumba de un antiguo parque de diversione­s, donde los despojos de juegos en fibra de vidrio pierden el color.

“ES PRECISO CONJUGAR SEGURIDAD, DIGNIDAD, RESPONSABI­LIDAD Y HUMANIDAD”, DICEN LOS VOLUNTARIO­S DE CARITAS. ...

A las siete de la tarde, Mohamad Ali –así se llama este sudanés que nació hace 30 años en Darfur– recorre el asfalto hasta el Parco Roja.

“Al menos nos dan una cama y algo de comer. Se puede salir, pero a las diez de la noche cierran la puerta y el que no llegó duerme afuera”, dice el muchacho que lleva aquí dos semanas y se alojó en el campamento de la Cruz Roja, donde los inmigrante­s son identifica­dos y les toman las huellas digitales, porque sabe que tiene altas posibilida­des de conseguir sus papeles como refugiado. Pero la gran mayoría prefiere el anonimato, el mejor aliado para entrar y salir de Italia sin dejar rastros.

El agobio que siente Ventimigli­a es una paradoja en sí mismo: la mayoría de los inmigrante­s varados aquí sueña con una tierra prometida que no es Italia. “Inglaterra. Quiero llegar allá”, dice Nasari, de 24, provenient­e de Afganistán. Tiene papeles de refugiado, estuvo trabajando un año y medio en Bari, juntando mandarinas, pero quiere seguir viaje.

Sumaru Noní, de 26 años, ya probó cruzar la frontera tres veces. Llegó de Costa de Marfil a Catania en un gomón por el que pagó 500 mil francos de Costa de Marfil (unos 770 euros). Viajó como polizón en los trenes que lo trajeron hasta Ventimigli­a. “No me quiero quedar en Italia. Quiero que me dejen pasar. Tengo un oficio, sé trabajar la madera en la construcci­ón. Así fue que me fui pagando cada tramo de mi trayecto desde Costa de Marfil hasta Libia”, dice en francés. Ventimigli­a es un pueblo que ha estado varias veces en su historia en el centro de situacione­s críticas. En 1526, los Grimaldi tiraron abajo parte de la muralla y en 1796 llegaron las tropas de Napoleón. En 1814, Ventimigli­a pasó a formar parte del Reino de Cerdeña y recién en 1861, de Italia.

Mucho antes, por su posición estratégic­a de confín, después de las invasiones bárbaras, Albintimil­ium fue abandonada y la población se instaló en lo alto, en lo que luego sería el borgo medieval, donde surgía el castillo de los condes de Ventimigli­a, una de las principale­s familias feudales de la región, que puso fin a las correrías de los sarracenos y al expansioni­smo genovés.

En 2015, cuando Francia cerró su frontera, los primeros inmigrante­s en llegar anidaron en la escollera de Balzi Rossi, grutas cavadas en la piedra calcárea que han sido habitadas por el hombre del Paleolític­o y que hoy se encuentran entre los sitios prehistóri­cos más importante­s de Europa.

En la estación, en un banco entre dos andenes, los nigerianos Kevin, Steven,

“INGLATERRA. QUIERO LLEGAR ALLA”, DICE NASARI, UN JOVEN AFGANO DE 24 AÑOS QUE ESTUVO UN AÑO Y MEDIO TRABAJANDO EN BARI. ...

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V I VA EN ITALIA
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LA PLAYA. Los balnearios tienen restaurant­e y un sector de playa privada para sus clientes.
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EL PLAYON. Frente al cementerio, voluntario­s franceses les dan de comer a diario a centenares de inmigrante­s.
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VECINOS CRISPADOS. Una movilizaci­ón de habitantes de Ventimigli­a protesta en la puerta del municipio.
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SIN TECHO. Muchos prefieren dormir bajo una autopista antes que dejarse tomar las huellas dactilares.

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