LA COLUMNA DE PIETRO SORBA -
Una historia con sabor. Buenos Aires muestra con orgullo pequeños tesoros de su gastronomía que vale la pena descubrir.
Primeros años del siglo XX. Era la Buenos Aires de los tranvías, del Teatro Colón, del primer tramo del subte y del balneario de la Costanera sur. Fácil imaginar el asombro de los inmigrantes, que llegaban desde pequeños pueblos de Europa, delante de una ciudad grande, moderna y en plena ebullición. Luigi De Riso llegó desde Salerno, cerca de Nápoles. Era panadero y sabía que ese antiguo y noble oficio lo iba a ayudar en su nueva vida. Con mucho trabajo y ahorrando hasta el último centavo durante años logró comprar una vivienda que transformó en su panadería. Empezó a elaborar y vender algunos de los productos de su tierra: panes grandes y rústicos, taralli y friselle. Los paisanos se enteraron y empezaron a llegar de todos lados para asegurarse los sabores del sur de Italia. El enorme horno era alimentado con fuego de leña. Hijos y ahijados de Luigi siguieron con el legado y cedieron la posta de la panadería a uno de sus empleados, Máximo Maresca (nacido en Termini, una fracción de Massa Lubrense, Nápoles), que sigue orgulloso esta pequeña gran historia ítalo- argentina. Su madre Rosa lo acompaña y juntos sumaron otras especialidades a los tres productos que hicieron la fortuna del local. Los antiguos estantes proponen sfogliatelle, cannoli, pasticciotti, pastiera, pignolata y cantucci. Ultimamente aparece con frecuencia una buena focaccia (simple y con cebolla) que a los pocos minutos de su salida del horno desaparece “víctima” de los apetitos de los clientes. La panadería quedó en el tiempo. Pequeña, simple y ajena a modas y tendencias. Sigue con su camino sin prisa, pero avanzando con firmeza, década tras década, para honrar los dos países que la hicieron nacer y el sagrado oficio que la sostuvo en el tiempo a lo largo de tantos años.