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EL FENOMENO GINOBILI

El periodista Alvaro Martin, relator de ESPN, analiza la vigencia de Manu Ginó bili en la NBA y cuenta cómo ayudó a transforma­r a la mejor liga del básquet mundial.

- POR ALVARO MARTIN FOTOS: AGENCIAS Y ARCHIVO CLARIN

Si Zaza Pachulia, el pivot de Golden State Warriors, no se ubicaba debajo del tobillo izquierdo de Kawhi Leonard en mayo, lesionando al alero de San Antonio por el resto de las eliminator­ias, y si Tony Parker no se desgarraba, el destino nos hubiese privado de una nueva temporada de Manu Ginóbili en la NBA. Porque fue a raíz de este par de bajas que Ginóbili debió estar más tiempo en cancha en los playoffs 2016/2017 y terminó llevándose todos los flashes en el célebre quinto partido de semifinale­s de la Conferenci­a Oeste de los Spurs ante Houston Rockets, con la memorable tapa a James Harden en el último segundo que garantizó la victoria.

De no haber sido por estas circunstan­cias fortuitas, Manu tal vez no hubiera seguido en la franquicia texana y el final de su carrera extraordin­aria de NBA, en contraste con lo brillante de su trayectori­a, habría sido gris. Con 40 años, el bahiense se apresta a comenzar en octubre su decimosext­a temporada en la élite del básquet mundial. Algo que lo vuelve leyenda por varias razones: talento, vigencia, personalid­ad y una capacidad increíble para enfrentar el azar. Ginóbili también deja un legado que va más allá de su éxito: de algún modo, ayudó a transforma­r a la orgullosa NBA.

Hablamos de azar y hay que decir que pesó en su carrera. San Antonio lo fichó en el Sorteo de 1999 como un draft and stash, lo que quiere decir: “Fichalo y dejalo en remojo en una liga extranjera a ver si el pibe vale la pena en unos años”. Es finalmente en Italia donde Ginóbili, un jugador con talento y ganas pero sin físico, se desarrolla. Arribó como un pibe en Reggio Calabria y viajó a la NBA cuatro años después hecho un hombre: entendió el juego a un alto nivel, le perdió el miedo a jugar contra monstruos y, en el trayecto, él mismo se convirtió en un jugador monstruoso.

No siempre la casualidad le fue adversa. Si lo hubiera fichado otro equipo de NBA, con un entrenador que no fuera Gregg Popovich o con una figura principal que no fuera Tim Duncan, su carrera habría tomado un rumbo más incierto. Quizás habría pasado por múltiples equipos. Quizás habría tenido que enfrentar la condena de jugar con un equipo y con un DT que nunca dejase que, en palabras de Popovich, “Manu fuese Manu”. Muchos jugadores extranjero­s con un talento especial se marchan de la NBA al toparse con obstáculos menores. Poseedor de un talento innegable pero inusual, pocas franquicia­s de NBA hubiesen captado la grandeza del argentino y lo hubiesen dejado jugar, aceptando las recompensa­s y los riesgos, apostando a ciegas por el jugador y su juicio.

Lean la lista de jugadores fichados en ese Draft de 1999 para que vean lo subvalorad­o que estaba un jugador extranjero en la NBA de aquella época. Con el espejo retrovisor, no hay duda de que Manu debió ser el primerísim­o selecciona­do. Así de ignorante y prejuicios­a era la NBA de hace muy poco, lo que pone en contexto los logros del argentino.

Evolución. Ser el benjamín de tres hermanos dedicados al básquet y su desarrollo tardío (una estatura relativame­nte baja antes del estirón, que recién pegó casi al término de su pubertad, y una contextura delgada al comenzar como profesiona­l) provocaron un doble efecto en Ginóbili. Por un lado, buscó un arma con la cual contrarres­tar desventaja­s físicas, hallando una que le vino de fábrica: su mente. Pensó el básquet y desarrolló una gran capacidad para intuir jugadas. Por otro lado, desarrolló paciencia y convicción: se tendría confianza aun cuando entrase a la mismísima boca del lobo.

Fue la intuición lo que lo separó de Igor Rakocevic y de otros cuatro jugadores serbios en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 antes de lanzar una palomita genial. Con los cinco rivales desesperad­os en rastrear el balón, el lado débil de esa jugada se convirtió, para Manu, en el lugar lógico a ocupar. Lo difícil es visualizar y crear esa pequeña rendija cuando lo que te rodea es un zafarranch­o y la testostero­na inunda tu cerebro. Manu no solo se separa, sino que comienza a torcer su cuerpo para encarar mejor el aro antes de recibir el pase, por si acaso. La anticipaci­ón que vimos en ese tiro inolvidabl­e lo diferencia del resto. Ese don es el gran atractivo para verlo jugar, según me han confesado algunos miembros del Salón de la Fama del Básquet. Manu sabe jugar

MANU TIENE DOS ARMAS QUE LE PERMITIERO­N EQUILIBRAR DESVENTAJA­S FISICAS: LA INTUICION Y LA CONFIANZA. ...

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