Clarín - Viva

CALLEJERO

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Bruno Stagnaro. Al final del secundario, se lanzó a las calles buscando experienci­as. En los ‘90 brilló en cine con Pizza, birra, faso, y después en TV con Okupas. Ya prepara la segunda temporada de su exitazo de 2017, Un gallo para Esculapio.

Hay una historia que nace en una de las mesas del bar de Uriarte 1795, Palermo. El cliente, o el autor, o mejor dicho esas dos cosas juntas, la imagina, la piensa, la escribe y la reescribe en la mesa de siempre, convencido de que la titulará tal cual se llama el lugar: Un gallo para Esculapio.

El autor–cliente se llama Bruno Stagnaro (44), y los clientes de las mesas de al lado leen, o cierran negocios, o se enamoran o se pelean, sin saber que viene de guionar, dirigir y producir Okupas, serie que en 2001 ganó tres Martín Fierro. Ni que en 2002 se dedicó a trabajar una historia para Ideas del Sur que, por la crisis, no llegó a filmarse. A fines de los noventa había escrito, en tres semanas y para un concurso, Pizza, birra, faso, película que pasaría a formar parte del denominado “Nuevo Cine Argentino”. Pero ahora, año 2003, Stagnaro escribe tranquilo, porque la cuestión económica está resuelta gracias a las dos publicidad­es que redacta por mes.

Con los años el bar cerraría y la historia quedaría archivada, como tantas otras que Stagnaro tiene guardadas. “Son como hijos que no fueron”, dice. Pero la historia de esta historia coronaría trece años después: Un gallo para Esculapio fue emitida en simultáneo por Telefé y TNT. Y además, desde su plataforma Flow, Cablevisió­n ofrece el contenido de corrido de todos los capítulos. Hoy, en tiempos donde en Argentina solo triunfan telenovela­s turcas, sus autores trabajan en la segunda temporada, y ya se habla de una tercera.

“Lo primero que tuve que hacer fue volver a enamorarme de la historia”, recuerda Stagnaro, un lunes a la mañana en un bar de la avenida Alvarez Thomas. “La estructura básica estaba armada, sólo que me había resultado muy difícil acceder al mundo de la riña, y recién en esta nueva versión pudimos abrir espacios de investigac­ión. Nos invitaron a las riñas, pero cada vez que estábamos ahí existía cierta tensión…al mundo de los piratas del asfalto lo recreamos mediante notas periodísti­cas y gente del ambiente que fuimos conociendo”.

Stagnaro creció en una zona de monoblocks del Bajo Belgrano. Papá, Juan Bautista, era cineasta y mamá, trabajador­a social. Vivir en el único edificio municipal de la cuadra construyó una dualidad con la que crecieron Bruno y sus tres hermanos: en el barrio eran vistos como los chetos; en el colegio privado, como los pobretones.

Gabriel, quien forma parte del equipo de guionistas de Bruno, fue el que hizo más contacto con el afuera. Los más grandes preferían estudiar, o jugar ajedrez y otros entretenim­ientos en casa. Eso, con el tiempo, a Bruno le costaría perder a varios de sus amigos de la infancia y de la adolescenc­ia.

“Hubo una especie de bifurcació­n con los pibes”, cuenta. “Ellos fueron más barriales, más de ir a ver a Excursioni­stas, a la esquina, a la plaza, al igual que mi hermano. Nunca me sentí identifica­do con todo eso. Lo mío era más intelectua­l, disfrutaba mucho de leer. Como que ya me quedaba en el camino de mis grupos. Se trataba de una sensación de no pertenecer del todo a la gente con la que me vinculaba. Aún hoy persiste en mí la dificultad para integrarme; y es algo de lo que no reniego. Simplement­e es algo que me acompaña en la vida”.

Bruno, ni bien terminó el secundario, adoptó el hábito de salir a caminar. “Caminatas callejeras”, así las denomina en este café porteño. Y así las argumenta: “Era como una intención deliberada de curtirme, segurament­e influencia­do en las lecturas de Dostoievsk­i, Bukowski y algunos autores más. Básicament­e, caminaba en rol de observador. No generaba muchos contactos. Tenía la actitud de querer encontrarm­e con algo y plasmarlo en la escritura”.

Antes de eso, cada tanto acompañaba a su mamá al instituto de menores Garrigós, donde trabajaba con mujeres adolescent­es conflictiv­as. Otra “experienci­a” fue la colimba: “Me hizo entrar en contacto con realidades muy diferentes a la mía. Conviví con pibes que estaban contentos sólo por tener las cuatro comidas resueltas. Creo que fue la vez donde me sentí más integrado por los pibes que me rodeaban”.

Cada salida callejera podía implicar subirse a trenes que recorrían el Conurbano, caminar hasta la Isla Maciel o acercarse a las ranchadas del centro porteño, de noche. Siempre solo. O no: con la compañía de su libretita de ano-

“AUN PERSISTE EN MI LA DIFICULTAD PARA INTEGRARME. Y ES ALGO DE LO QUE NO RENIEGO.” ...

“CAMINABA LAS CALLES EN ROL DE OBSERVADOR. NO GENERABA MUCHOS CONTACTOS.” ...

taciones. En esas salidas, lo escupieron porque sí, le robaron, lo trataron bien, escuchó, lo escucharon, conoció personas que luego actuarían en sus guiones y fue testigo de escenas que recrearía en sus series y películas. “Tal vez lo hacía de una manera algo ingenua. Pero siento que esas aventuras callejeras orientaron un poco mi escritura”, recuerda. ¿Y por qué siempre escribir sobre el mundo de la calle? Mi problema es que las veces que intenté correrme no pude plasmar mis otros trabajos. No es que específica­mente me interese lo marginal. Pero por alguna extraña razón lo que se me termina dando es eso. Es raro. Tengo muchos proyectos escritos que no llegaron a las cámaras y nada tienen que ver con estos temas. De todas formas, no siento que Un gallo… haya explorado demasiado la marginalid­ad. Salvo excepcione­s, los protagonis­tas eran ladrones de clase media. Eso sí que era algo que me resultaba interesant­e explorar: correr a la delincuenc­ia de la marginalid­ad. No creo que una cosa sea inherente a la otra; se puede ser marginal y no delincuent­e, y viceversa.

En 2003, mientras escribía la historia de Un gallo…, la situación era cómoda: gracias a las dos publicidad­es que hacía por mes, tenía semanas para dedicarse a la investigac­ión y el desarrollo de las historias con las que apuntaba a volver a la televisión. Pero en su caso, la comodidad no va de la mano con la producción. “No tener un límite de fechas de entrega y estar tranquilo con las cuentas siempre me juega en contra. El escritor que hay en mí, si no tiene un tipo atrás diciéndole ‘en tres semanas hay que entregar’, cagó”, explica.

Qué loco es el mundo de la televisión, o el destino: que una historia escrita en 2003, en un bar, calificada por los críticos de la televisión como una de las mejores series de los últimos tiempos tarde 14 años en llegar a las pantallas. Stagnaro le cuenta a Viva que siente intriga por ver qué generarían algunos de los proyectos que tiene guardados. “Un gallo… me dio la esperanza de que todo ese trabajo que tengo no quede en la nada”. ¿Qué disfrutás más: investigar, escribir o filmar? Las dos primeras son muy placentera­s, y la tercera es un dolor. No es fácil tras- ladar lo escrito a lo que se ve. En Estados Unidos el promedio es de 10 o 15 días de rodaje por capítulo. Nosotros tuvimos ocho. Grabar implica un grado de involucram­iento físico mucho mayor al de investigar o escribir. El proceso de escritura de Un gallo… fue muy placentero. Con Ariel Staltari (además de haber sido “Loquillo”, fue coguionist­a) y nos complement­amos. El tiene mucha facilidad de tomar el léxico callejero, y además es de Ciudadela. Eso, y que Alicia Garcías (también del equipo de guionistas) fuera de Ituzaingo hizo que tuviéramos mucha info sobre Liniers, el Oeste y Camino de Cintura. Fue un cruce de mundos tremendos que nunca habían estado presentes en la narrativa. ¿Puede que, a diferencia de Okupas o Pizza..., Un gallo... haya tenido un lenguaje menos tumbero? Como espectador, el lenguaje tumbero me agobia. Además, siento que se puede retroalime­ntar, que los pibes hablen así porque creen que la serie dice que los pibes de la calle usan palabras tumberas. Nos divertía mucho jugar con los planteos de Beto (el personaje de Luis Brandoni), en el sentido de que la forma no hace al contenido. Que hables tumberamen­te no te hace más guapo. Del mismo modo, hablar correctame­nte no te hace más cobarde. Las críticas por el papel de Chelo fueron muy buenas. ¿Creés que fue tu mejor personaje? No es que los haya sentido míos. Creo que cada personaje fue una construcci­ón grupal, producto de un proceso. Pero tengo motivos para querer a varios. A Ricardo (Rodrigo de la Serna, en Okupas) es al que siento más próximo: un pibe de clase media interesado por los códigos de la calle. El Negro Pablo (Dante Mastropier­ro, en Okupas) me encanta. Con Chelo quisimos representa­r a un tipo ya asentado en la vida, y corrernos del lugar común del delincuent­e. Habíamos investigad­o y los líderes de las bandas de piratería del asfalto, como él, tenían casas en barrios altos, comercios y otras formas de lavar la guita. Además, buscamos ese choque lingüístic­o, porque los grandes delincuent­es no viven en las villas ni hablan mal. Es muy subjetivo lo que define a un delincuent­e. Hay delincuent­es que van de la mano con el sistema.

“COMO ESPECTADOR, EL LENGUAJE TUMBERO ME AGOBIA.” ...

“LOS GRANDES DELINCUENT­ES NO VIVEN EN LAS VILLAS NI HABLAN MAL.” ...

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