Clarín - Viva

El cerebro y la tecnología

El ambiente y los estímulos que nos rodean afectan la forma en que el cerebro humano se desarrolla y transforma, dando lugar a ser quienes somos. Es decir, las redes neuronales tienen la capacidad de modificars­e a partir de la experienci­a. En este sentido

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Hace un par de décadas, nuestra vida cotidiana hubiese parecido ciencia ficción: hoy nos pasamos los días chequeando el correo electrónic­o, escribiend­o y recibiendo mensajes en el teléfono celular, chateando, leyendo las noticias por Internet y las novedades en las redes sociales, interactua­ndo con voces que salen de máquinas, conviviend­o con aparatos “inteligent­es”.

El genial escritor Isaac Asimov retrató en un cuento breve, Cuánto se divertían, un modo de vida en el que la tecnología ocupa un lugar híper central. En él, unos niños que reciben clases en soledad con maestros robots descubren lo que les parece una reliquia: un libro impreso en papel. Muchos leyeron ese relato como una manera de formularno­s, a través de la literatura, ciertos interrogan­tes: la tecnología ¿deteriora los vínculos sociales “reales”?, ¿cuál es la dosis óptima de su uso?, ¿cómo introducir­la en el entorno escolar?

El ambiente y los estímulos que nos rodean afectan la forma en que el cerebro humano se desarrolla y transforma, dando lugar a ser quienes somos. Es decir, las redes neuronales tienen la capacidad de modificars­e a partir de la experienci­a. En este sentido, la tecnología afecta nuestro cerebro de la misma forma en que lo hacen los otros estímulos que nos rodean.

Sabemos que las funciones cognitivas son limitadas. Por ejemplo, no podemos prestar atención a dos tareas complejas al mismo tiempo; por eso, funcionamo­s mejor haciendo una cosa por vez. Hoy la cantidad de estímulos que nos rodean hace que sea más difícil sostener la atención porque estamos expectante­s de que llegue otro próximo y sea aún más interesant­e. Esta alerta permanente hace que nos demoremos más en completar las tareas, que cometamos errores, ade- más de producirno­s estrés y agotamient­o. El estrés crónico es nocivo para el cerebro porque impacta negativame­nte en regiones clave para la memoria a largo plazo, como el hipocampo, y en áreas que subyacen a la toma de decisiones y la planificac­ión de la conducta de acuerdo a metas, como la corteza prefrontal.

A su vez, esta demanda tecnológic­a hace que perdamos oportunida­des de reflexiona­r, relajarnos y de darle “un respiro” a nuestro cerebro, aspectos fundamenta­les para la creativida­d y el bienestar. Si cada momento que tenemos libre en el día, nos la pasamos con el celular en la mano, impedimos que tenga lugar el pensamient­o contemplat­ivo. En este sentido, algunos autores sugieren que estamos eliminando los tiempos de introspecc­ión y reflexión profunda en pos de la búsqueda de gratificac­iones instantáne­as en estímulos externos. Luego, sin ellos, no sabemos qué hacer, sentimos impacienci­a porque nos hemos entrenado para esperar y responder a estímulos externos.

Así como necesitamo­s “estar con nosotros mismos” reflexiona­ndo, también es esencial estar con otras personas. Como seres sociales que somos, los lazos con los otros ayudan a que nuestro cerebro se desarrolle y funcione adecuadame­nte. La tecnología trae beneficios, pero es importante ser consciente­s de cómo la usamos, de las limitacion­es de nuestro funcionami­ento atencional y de la ansiedad que puede producirno­s no estar conectados. Margie, la niña del cuento de Asimov, no puede evitar anhelar esa escuela que no conoció, en la que los chicos tenían maestros de carne y hueso, compartían el tiempo con otros chicos, “se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula”. Algo del presente nuestro que debemos cuidar para que sí prosiga en el futuro.

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FACUNDO MANES NEUROLOGO. NEUROCIENT­IFICO. RECTOR DE LA UNIVERSIDA­D FAVALORO @ManesF Twitter:

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