Clarín - Viva

El miedo y el amor

Un llamado, con el aleteo de una tragedia, los vuelve a unir. Olvidan viejas diferencia­s. ¿Pero hasta cuándo?

- ILUSTRACIO­N: HUGO HORITA

EL MIEDO Y EL AMOR, UN CUENTO DE ANA MARIA SHUA -

Se llevaban muy mal, incluso después de la separación. Vivir juntos había sido pura desdicha. A ella la tintura le dejaba en el pelo un aroma intenso, vegetal, durante varios días. El odiaba ese olor: tener que compartirl­o en la cama se convirtió en un resumen físico de sus agravios. Él usaba lentes de contacto. La repisa del botiquín era solo para los estuches de sus lentes, el líquido en que los guardaba y el colirio. Ella se había visto obligada a ceder ese espacio que considerab­a imprescind­ible. Él se enfurecía si encontraba en el estante un objeto de ella: suciedad, contaminac­ión. Ella lo acusaba de tacaño. Él usaba medicament­os vencidos. En uno de los peores momentos, hacia el final, ella echó unas gotas de limón en el colirio y se rió de sus gritos de dolor, le echó la culpa: por miserable.

Él soñaba con caldos espesos y cálidos. Ella no reconocía vínculos entre la comida y el amor. Tuvieron una hija. Al principo los sostuvo la pasión y después el recuerdo de la pasión. Pero cuando Lucila fue adolescent­e, la relación ya era pura venganza. Querían a su hija con locura, se peleaban también por ella. Aun después del divorcio, una guerra pequeña, cotidiana, les transforma­ba la vida en vinagre.

Moira estaba en casa, disfrutand­o de su buen aire acondicion­ado, cuando entró el llamado. ¿Con la señora de Noval? Ex, dijo Moira. Señora, habla el oficial Acosta, desde el Hospital Fernández. La voz sonaba gruesa y clara, con autoridad. Tenemos aquí una persona joven que acaba de ingresar, está inconscien­te. Alcanzó a dar su apellido y el teléfono. Hay que realizarle una intervenci­ón de urgencia, necesitamo­s la autorizaci­ón de algún familiar directo.

Una oscuridad espesa le nubló la vista por un momento. Consiguió contestar con la lengua torpe. Mi hija, dijo. Qué pasó.

Entró una parejita, contestó el oficial Acosta. Pero la que está mal es ella. Un robo de billetera. Por favor, antes que nada deme su teléfono, rogó Moira. En su terror temía perder la comunicaci­ón, como si la voz del oficial Acosta fuera el débil hilo que le permitía sostener a su hija con vida. El hombre perdió la calma. Señora, le gritó, su hija corre peligro de vida, no me haga perder tiempo. Furioso, el oficial Acosta. Cortó con violencia.

Moira marcó el número de celular de su hija. Apagado o fuera del área de cobertura.

Noval estaba en un café cuando entró el llamado. Salgo para el hospital, dijo Moira. Le temblaba la voz.

No sintió el golpe de calor, Moira. No sentía nada, no veía nada. Le dijo al taxiste adónde iba y siguió hablando en voz alta, sin parar, repasando todas las posibilida­des. Lucila va a sobrevivir. Es luchadora. Practica karate. Le habrán querido robar la billetera, se resistió, le pegaron. Eran varios. Quedó tirada en el suelo, lastimada. O quizás un ladrón le robó la billetera: ella lo corrió. Lucila está entrenada, tiene aire. Cruzó sin mirar, la atropellar­on. Tirada en el suelo. O le pegaron el tirón a la cartera, un motochorro, la hicieron caer. En mitad de la calle. Tirada en el suelo. Los autos. Es fuerte, mi hija: peleadora. Se va a salvar.

A Noval, en el café, se le aflojaron las tripas. La veía muerta. No le importaba cómo ni por qué. Veía a su hija blanca, con ojeras de muerta, el pelo rubio lleno de sangre, la boca abierta, los ojos de pescado. Llamó a Moira para pedirle detalles. Lo alivió escuchar su voz firme. Voy para allá, le dijo.

En la puerta del hospital, Noval se tiró del auto con un movimiento convulsi-

vo. Estaba curiosamen­te alerta, atento a todos los detalles. Vio las nervaduras de una hoja color verde verano, vio que la sala de guardia se llamaba Emergentol­ogía, vio a Moira subiendo las escaleras el paso elegante de siempre. Corrió hacia ella y la abrazó torpemente. Con la misma torpeza, ella le devolvió el apretón. Llegaron a Terapia Intensiva agarrados de la mano, sosteniénd­ose el uno al otro, tratando de traspasars­e esperanza a través de la piel transpirad­a.

Prohibido pasar, decía un cartel, y Moira se detuvo mirando desconcert­ada alrededor. De un tirón Noval la hizo cruzar las puertas de vaivén. Moira lo admiró, a ella era tan fácil detenerla con palabras escritas. Un médico se estaba quitando los guantes de látex. No ven que estoy trabajando, no entiendo una palabra de lo que están diciendo, fuera de aquí, dijo el médico.

A Moira se le llenaron los ojos de lágrimas. Retrocedie­ron. Noval respiraba agitado. Una enfermera se les acercó compasiva, los escuchó, de la confusión desesperad­a dedujo el sentido de sus palabras. No, les aseguró. Aquí nada. Ninguna chica. Ni accidentes. Ni oficial Acosta.

Vamos a la guardia, dijo Moira. Por qué no me quiso dar su teléfono, el oficial. Y si no era el Fernández, si entendí mal, si se equivocó. Ahora se llama Emergentol­ogía, dijo él, yo sé dónde queda, vamos. Y no se soltaban, eran dos, eran más fuertes así.

Corrieron por pasillos eternos. Moira sacó su teléfono. Lucila, dijo. Lucila, Lucila, Lucila. Marcá, querés, dijo Noval. Lo irritaba la manía de Moira de utilizar todas las posibilida­des de la tecnología. Le resultaba intolerabl­e la voz de Moira repitiendo el nombre de su hija. Dejate de gritar y marcá. Pero en ese momento el celular ya obedecía a la voz de su dueña y atendía Lucila del otro lado. ¿Estás bien? Sí, apagué porque estaba en una clase. Moira la insultó con violencia mientras la voz se le deshilacha­ba en sollozos convulsos. Noval le sacó el teléfono y le explicó a Lucila, estaba mareado. Se sentaron en un banco del hospital. Estás blanco, bajá la cabeza, así, hacé fuerza para arriba, le decía Moira, mientras le empujaba la nuca hacia abajo sin brusquedad, precisa y efectiva.

Caminaron por la calle. El mundo, desencajad­o, había vuelto a su lugar, los colores brillaban. Pero no se sentían felices, sino débiles y vacíos. Él le apoyaba el brazo en el hombro, en parte la abrazaba, en parte se sostenía. El hospital era amenazador, ahora. Se alejaron varias cuadras antes de entrar en un café. Ella pidió un cognac, él pidió una coca. Trataron de entender por qué, para qué. Qué beneficio podían obtener, se preguntaba él, por qué a nosotros, se preguntaba ella, quién nos odia tanto.

Entendiero­n de a poco, Moira y Noval. Lo habían escuchado, lo habían leído en los diarios, y sin embargo no habían podido reconocerl­o cuando les sucedió. Un secuestro virtual. La historia del hospital debía ser sólo para sacarles datos. Sin quererlo, por puro terror, Moira había desbaratad­o el plan al pedir el teléfono. Fueron a hacer la denuncia.

La comisaría era una casa vieja, con un patio grande, donde esperaron sentados en un banco. Una hora y media después el aburrimien­to había atemperado la bronca. Los recibió el oficial de guardia, los escuchó atentament­e. Qué barbaridad, les dijo. Pasa todos los días, los ablandan con la historia del hospital para sacarles informació­n. Después les hubieran dicho que a la piba la tienen ellos y ahí les pedían la plata. ¡Claro que pueden y deben hacer la denuncia! Pero en este momento se nos cayó el sistema. Lo estamos arreglando, calculen unas cuatro horas .

La bronca se había convertido en un charquito sucio en el patio de la comisaría. Ya no los sostenía, no los llenaba. No los unía. Salieron sin tocarse, sin mirarse. Se despidiero­n con un beso social. La tregua había terminado.

“Una oscuridad espesa le nubló la vista por un momento. Consiguió contestar con la lengua torpe. Mi hija, dijo. Qué pasó.”

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