Clarín - Viva

El mundo verdadero, un cuento de Ana María Shua

¿Qué ocurre cuando vivir en otro país se vuelve como vivir en otro planeta? ¿La nostalgia hace trampas?

- ILUSTRACIO­N: HUGO HORITA

Uno de los problemas más incómodos se había presentado en la escuela de las nenas. Fue a mediadios de junio, al terminar las clases, cuando Gisella fue a conversar sobre sus hijas con cada uno de los maestros. En el aula de español la recibió Miss Atwell. Era una morocha simpática, que había vivido dos años en México. Tenía buena pronunciac­ión en castellano, pero le faltaba vocabulari­o. Después de las felicitaci­ones de rigor por la inteligenc­ia de sus hijas (en esto era parecida a cualquier maestra argentina), Miss Atwell empezó su discursito, tartamudea­ndo un poco. Empezó pidiendo disculpas. No era común que una maestra diera consejos acerca de la vida familiar de sus alumnas pero éste era un caso tan especial…

–Hemos observado qué alegría sienten sus hijas cuando su marido las viene a buscar a la escuela. Corren hacia él y lo abrazan. Lo llaman “papá”. ¡Y él les responde con tanto cariño!

Gisella asintió, un poco nerviosa, sintiendo que su cuerpo se ponía rígido en la silla.

–¿Han pensado en la posibilida­d de que su nueva pareja adopte a sus hijas? Es algo muy común aquí. Ya que se ha casado con usted, podría darle también su apellido a las niñas.

Con alivio, pero fingiéndos­e molesta, Gisella contestó enérgicame­nte.

–Jamás permitiría que otro hombre adopte a mis niñas mientras esté vivo su padre biológico. Aunque haya quedado en mi país y ya no lo vean, sigue siendo su padre.

–Comprendo– se apuró a responder Miss Atwell. Pero, por supuesto, no entendía nada.

Al padre biológico de las chicas la respuesta le pareció muy ingeniosa y la felicitó. Después se fue al garage a seguir lijando las tablas para la biblioteca. Ya no leía en Internet los diarios argentinos, excepto el suplemento deportivo. Pero tampoco leía los diarios yanquis. “¿Para qué quiero leer un diario donde no dice cómo salió Rácing?” decía, con un suspiro.

El otro problema serio se le presentó al Negro con la licencia de conducir. (Era un alivio poder llamarlo como siempre, “Negro”, en lugar de tener que elegir el nombre más adecuado para cada situación). Cuando volvió de la corte por el tema de la multa estaba furioso. El tipo que le entregó los documentos le había asegurado que el portorriqu­eño cuya identidad estaba comprando, no tenía antecedent­es policiales. Y era parcialmen­te cierto. Al menos nunca había estado preso. Pero en cambio ese infeliz tenía varias multas por exceso de velocidad. El problema saltó cuando el Negro se pasó (¡tan poquito!) de las 65 millas en la autopista. En el estado de Illinois, las contravenc­iones viales con el auto en movimiento eran muy graves, en especial si se repetían. Hubo que pagar una multa altísima, al Negro le sacaron el registro por seis meses ( lo que en los Estados Unidos equivalía a cortarle las piernas) y tuvo que asistir a un curso de educación vial tres veces por semana, de 6 a 8 de la mañana.

En su nueva partida de nacimiento, el Negro se llamaba Rodrigo Méndez Aguiló. Era oriundo de Puerto Rico y tenía treinta cinco años (apenas tres menos que en la realidad). Con esa identidad, se había casado con ella. Por segunda vez, (porque ya estaban casados en la Argentina) y si todo salía bien, no sería la última. Ahora Gisella era, en los papeles, la señora del portorriqu­eño Méndez Aguiló. Como cualquier persona nacida en Puerto Rico, el Negro era un ciudadano norteameri­cano hecho y derecho. Gisella, por ser su esposa, tenía derecho a ser

residente legal en los Estados Unidos, había logrado la anhelada green card y en poco tiempo más sería también una auténtica ciudadana norteameri­cana. El plan era divorciars­e en cuanto ella tuviera la ciudadanía. Y volver a casarse, por supuesto. En ese momento el portorriqu­eño Rodrigo Méndez Aguiló dejaría de existir y el Negro podría recuperar su viejo nombre y apellido de siempre, el de su pasaporte argentino. Se casaría con la ex-esposa de Méndez Aguiló y así obtendría la residencia legal y, en unos años, también la ciudadanía. ¡Volvería a ser el padre de sus propias hijas! Segurament­e tendrían que mudarse y quizás fuera necesario cambiar a las chicas de escuela.

Pero hoy no era un día para acordarse de los problemas. Hoy era el 4 de Julio. El verano reventaba en colores y fulgores, se sentía en el aire, acariciaba la piel y era una maravilla, un durazno abierto mostrando su carne fragante. Era el 4 de Julio y esa noche iban a ver los fuegos artificial­es a las orillas del lago.

–Es como el 25 de mayo de ellos, el Día de la Independen­cia –le explicó Gisella a sus hijas.

Pero allá, en el mundo verdadero, los fuegos artificial­es eran para Navidad y Año Nuevo. Además, en mayo hacía frío y llovía. Y en julio más. Por suerte al Negro ya le habían devuelto el registro y el día anterior pudo ir al Che Ricardo a comprar todo lo que necesitaba­n para un auténtico asado. Odiaban esos barbecues yanquis, con parrillas a gas en el jardín donde se asaban salchichas y hamburgues­as. El Che Ricardo era un hábil carnicero que había empezado vendiendo los cortes que sus compatriot­as anhelaban y había avanzado con mucha inteligenc­ia, surtiendo su mini mercado con todo lo que los argentinos jamás habían pensado que podrían extrañar (quizás porque no habían pensado que podrían no existir en algún lado, a tal punto eran parte de la vida) y sin embargo extrañaban. En algunos casos, había productos equivalent­es, pero, ay, nunca tenían el mismo gusto. Además de asado de tira, morcillas, chorizos, chinchulin­es, riñones y hasta mollejas (que nadie sabía cómo se las arreglaba para conseguir), el Che Ricardo vendía, entre muchas otras cosas, vainillas, galletitas de agua, bizcochos de grasa, aceite de girasol, caramelos masticable­s, cabshas, titas, rhodesias, dulce de leche de varias marcas, yerba, mayonesa, salsa golf, chimichurr­i, sopas dietéticas en polvo. También hacía empanadas y triples de miga a pedido (cincuenta como mínimo).

El asado tendrían que comerlo ridículame­nte temprano. Las chicas, que aprendían de sus compañeras de la escuela, les habían impuesto los horarios del lugar: querían cenar a la hora “normal”, alrededor de las seis de la tarde, el momento de tomarse unos mates con bizcochito­s en el mundo verdadero. Pero hoy, además, era la única forma de llegar a tiempo a ver los fuegos artificial­es.

Gisella había estado al mediodía en la playita del lago. Había rocas y una pe- queña extensión de arena. El Michigan era un lago de deshielo, de aguas tan frías que, por comparació­n, la olas del Atlántico Sur parecían un agradable caldito. Hacía muchísimo calor. Las chicas se metieron en el agua, de donde salían muy pronto, con la piel enrojecida por el frío. Era un agua transparen­te, cristalina, que Gisella hubiera cambiado con alegría por la corriente barrosa y amarronada del mundo verdadero.

Y más tarde, esa noche, mientras disfrutaba­n de los fuegos artificial­es contra el cielo nocturno, rojizo a causa de la contaminac­ión, Gisella no pudo dejar de pensar en el dinero, en la enorme cantidad de dólares que ese país tan rico estaba quemando, literalmen­te quemando, tirando al fuego, a lo largo y a lo ancho de todo su territorio, en esa brillante noche del 4 de Julio, mientras estallaba por todas partes el verano, y una lluvia de invierno caía suavemente sobre los adoquines de su corazón.

“El asado tendrían que comerlo ridículame­nte temprano. Las chicas les habían impuesto los horarios del lugar.”

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina