Clarín - Viva

LA ESCRITORA SAMANTA SCHWEBLIN -

Cómo es la vida en Berlín de la escritora argentina más prestigios­a, premiada y traducida del momento. Hasta en Japón e Israel leen sus historias extraordin­arias que imagina mientras lava los platos.

- POR JUAN MARIA FERNANDEZ FOTOS: JULIETA RABINOVICH

Samanta Schweblin había llegado hacía poco a Berlín cuando notó que faltaban algunas cosas: ruido y luz. Era 2012, cuando el verano había terminado. “En otoño, la ciudad se encapota de nubes que no se van hasta marzo y está muy poco iluminada. Me llamó la atención que fuera tan oscura y silenciosa”, dice. “En ese clima, parece que algo tenebroso se está urdiendo todo el tiempo”. Quizá por eso se quedó. Hoy Schweblin, una de las jóvenes escritoras argentinas más reconocida­s, vive de este lado de un muro que alguna vez dividió el mundo en dos. El departamen­to está en el barrio de Kreuzberg, en un edificio típicament­e berlinés, de colores pastel y cuatro pisos de escalones altos y crujientes. En el living, las paredes blancas, las cortinas blancas y los pisos claros reflejan algo de la poca luz que queda a las 4 de la tarde. En la habitación, su pareja, Maximilian­o Pallocchin­i, se cura de una gripe a puro reposo frente a la serie Stranger Things, que Samanta dejó de ver un rato por la nota.

Una digresión: en la literatura de Schweblin hay algo de Stranger Things. Sus historias indagan en la frontera entre la vida ordinaria y una realidad inquietant­e donde mandan el miedo, la locura, la incomprens­ión. Para ella, el portal que une las dos dimensione­s siempre está abierto y, así, en sus libros, un oficinista puede quedar varado eternament­e en una estación de tren por no tener cambio para pagar el boleto, una adolescent­e puede empezar a alimentars­e de pájaros vivos de un día para el otro, una mujer puede salir a mirar casas en barrios ricos y redecorar los jardines a su gusto. Cosas extrañas que suceden porque ese otro ladotambié­n está acá nomás.

“Me interesan los momentos cotidianos que se mezclan con lo extraño, lo insólito, la duda. Lo que llamamos la normalidad, en la que nos sentimos tan cómodos, es un acuerdo social que uno va aceptando con los años. Los niños, por ejemplo, todavía no hicieron ese aprendizaj­e. Como los locos, ellos tienen su propia verdad y se relacionan con lo natural, con lo sensato, de una manera maravillos­a. Jugar desnudo es divertido cuando uno es niño, pero hacerlo de grande está mal. ¿Por qué? Se me ocurren muchas razones, pero me intriga ese límite”, dirá ella más adelante.

Cuando llegó a Alemania, Schweblin tenía dos libros de cuentos publicados y premiados – El núcleo del disturbio (2002) y Pájaros en la boca (2009)–, y era considerad­a una de las escritoras más promisoria­s de Latinoamér­ica. Si bien iba a quedarse en Berlín sólo por un año, escribiend­o, gracias a una beca del gobierno alemán, pronto se encontró envuelta en una rutina que le sentaba muy bien. Ella trabajaba en sus cuentos, leía, daba talleres literarios; su pareja, mientras tanto, soñaba con un restaurant­e que hoy ya tiene dos locales que no paran de despachar empanadas. En Alemania, Schweblin terminó los dos libros que completan su bibliograf­ía, lanovela Distancia de rescate (2014) y los cuentos de Siete casas vacías (2015). El primero –que relata la pesadilla de una madre y su hija en unas vacaciones campestres y tóxicas– fue editado en 23 idiomas y, en abril de 2017, fue elegido finalista del Man Booker Internatio­nal Prize, quizá el premio literario más prestigios­o de la actualidad. Por esos días el diario inglés The Guardian usó tres adjetivos para describir la novela: terrorífic­a, breve, brillante.

“Lo que llamamos normalidad es un acuerdo social que uno va aceptando con los años. ” ...

Aquella chica de Hurlingham. Mucho antes de los elogios, las traduccion­es y los premios, Samanta fue una chica de Hurlingham que odiaba el colegio. La sola idea de compartir un recreo con sus compañeros era el horror. Ellos trataban de integrarla, pero Samanta prefería quedarse en el aula, dibujando, escribiend­o, sobre todo, leyendo. “Si estaba sola, sin hacer nada, me convertía en un problema para mis compañeros y los profesores. En cambio, si abría un libro, nadie me molestaba porque me veían ocupada. Los libros eran una capa que me volvía invisible, un truco mágico que me permitía desaparece­r del mundo y que me hacía muy feliz.”

Durante años, su abuelo Alfredo de Vicenzo –artista plástico, maestro de grabado– fue su mejor aliado. Los fines de semana Samanta se mudaba a su departamen­to en la ciudad y juntos iban al teatro y al cine o visitaban museos. Al final del día, registraba­n en un diario todo lo que habían hecho. Si habían pasado la

tarde en un museo, ella tenía que elegir la obra que más le había gustado y explicar por qué había preferido ésa y no otra. Entonces llegaba el momento cúlmine: de pie, el abuelo tomaba un libro de alguno de sus poetas favoritos –Alfonsina Storni, Almafuerte, Gabriela Mistral– y se ponía a recitar, casi a los gritos. En la hondura de los versos, se ahogaba, gemía, lloraba de emoción, hasta que juntos elegían el poema que mejor simbolizab­a lo que habían vivido ese día. “Mi abuelo era pésimo leyendo, pero yo, con 7 años, quedaba fascinada ante semejante show. Sentía que, al leer, mi abuelo experiment­aba algo en el cuerpo que yo no podía entender, pero que estaba buenísimo”, recuerda. “Entonces, la literatura me empezó a dar una curiosidad tremenda”. Se convirtió en una lectora voraz.

Lavar los platos la inspira. “Mis padres me dieron la primera biblioteca hogareña, que tenía los libros del boom latinoamer­icano que se compraban en los supermerca­dos. Mi generación está cansada de escuchar hablar de esos autores, pero García Márquez y Vargas Llosa estaban en todos lados. Ellos, como Cortázar o Bioy Casares, fueron los primeros que leí”, cuenta.

También su abuela, Susana Soro, hizo su parte. “Siempre me decía que hay que saber que la vida es un lugar espantoso, gris y triste. Porque si uno espera una felicidad plena, la vida no para de defraudart­e. En cambio, si estás preparado para la tristeza, te sorprende con un par de lindas alegrías cada día”. Hoy, cada día, Samanta se despierta, desayuna, responde mails y se pone a trabajar. “Escribo”, dice, pero nada es tan sencillo. “Escribir”, para ella, es muchas cosas: es poner una historia en palabras, claro, pero también es pasear, leer, salir a correr, corregir, lavar los platos. También lavar los platos. “Es un estado mental, es estar disponible para la historia. Cuando ‘escribo’, mi cabeza está ahí. Hago cosas que me abren puertas desconocid­as; son momentos en que una idea se cruza con otras de manera casual. En ese sentido, lavar los platos puede ser un gran disparador”, sonríe. ¿De dónde surgen tus historias? Hay demasiadas dando vueltas, más bien, busco un narrador, un ritmo. La historia de Distancia de rescate, por ejemplo, no me interesaba: lo importante es el modo que elegí para contarla. Más allá de las formas, en la novela aparece el poder destructiv­o del glifosato en los campos de Argentina… Era una buena manera de poner el tema sobre la mesa. Es un problema que, más allá de lo que pasa en Argentina o en otros países, dice tanto de nosotros… Somos una especie que envenena su propia comida: ¿hay algo más interesant­e y literario que eso?

Cuando Samanta escribe, lo hace acá, en el living de su casa. Frente a la pared blanca, un escritorio blanco. Bajo la mesa hay un Scrabble; sobre la mesa, un monitor, el teclado, una notebook, papeles y un cuaderno oficio garabatead­o. Según dice, es su controlado­r aéreo. Ahí registra, aunque sea en una línea, lo

“Si estás preparado para la tristeza, la vida te sorprende con alegrías cada día .” ... BERLIN, EN BICI Al principio, le chocaron el silencio y la poca luz en invierno de la ciudad alemana.

que escribe cada día y lo que va a escribir al día siguiente. El truco lo aprendió de su abuela –también artista– que dejaba de pintar sólo si sabía cómo seguir más adelante. Para corregir, prefiere algún café: leer sus textos en un lugar distinto le permite tomar distancia y reescribir lo que sea necesario. “El problema es que tengo un olfato enorme para los bares condenados al fracaso”, dice. “Como tengo que concentrar­me, busco lugares sin música, con poca gente y muy buen café. Y esos locales, en general, se funden. Me duran poco.”

Taller para expatriado­s. Por las tardes, un par de veces a la semana, Samanta dicta talleres de escritura a expatriado­s argentinos, mexicanos, españoles, guatemalte­cos. “Un lío de lenguajes espectacul­ar”, se ríe. Algunos recién empiezan y otros ya piensan en publicar su libro, pero entre todos se genera una atmósfera de camaraderí­a e intimidad. “La literatura es un ejercicio de mucha soledad: uno está solo contra sí mismo, contra sus expectativ­as, contra las pesadas ganas de escribir genialidad­es. En el taller podemos hablar de esas cosas. Más allá de eso, y aunque suena tonto, lo más importante para alguien que quiere escribir es aprender a leer lo que dice su texto.”

Ella misma empezó a formarse en talleres literarios cuando tenía 12 años. El primero, en el colegio, fue algo rudimentar­io. En dos cuatrimest­res leyeron apenas un par de cuentos, pero eso bastó para que ella alucinara y escribiera sus primeras historias acostada en el piso del aula.

Ya a los 17 empezó a madurar su textos en talleres más formales, en el centro de Buenos Aires. Para llegar hasta ahí desde Hurlingham tomaba un colectivo, el tren y el subte, una viaje sin fin que ella vivía como una aventura. Por esa época, cuando terminó el colegio, pensó en estudiar Letras, pero lo descartó después de presenciar un par de clases como oyente. “Lo que pasaba ahí era interesant­e, pero no tenía nada que ver con el acto de la escritura, con la cocina literaria. Era algo absolutame­nte distinto de lo que yo buscaba, que era aprender a contar una historia.”

Así, siguió haciendo su propio camino y, a los 24, llegó al taller de Liliana Heker, donde cambió su manera de trabajar pa-

ra siempre. “Fue la única escuela seria que tuve”, dice. “Fue fundaciona­l no sólo porque Liliana es una gran autora y una gran maestra –dos cosas que no siempre van de la mano–, sino también por los pares que encontré ahí, grandes escritores como Pablo Ramos, Inés Garland, Romina Doval, Azucena Galettini.”

El portero que detecta a los nazis.

Algunas noches, cuando los tallerista­s se van, Samanta termina el día en Gloria, el restaurant­e de su pareja frente al Görlitzer Park, donde la bartender la recibe con una copa de su vino favorito y un vaso de agua . Allí siempre encuentra a algún amigo y, si no, se queda hablando con Dieter, el portero del edificio – Samanta lo dice en alemán, “Hausmeiste­r”–, que ella adoptó como un nuevo abuelo. “Es un amor. Cada dos días, sin exagerar, nos hace una torta. Tiene 90 años y siempre vivió en el mismo lugar. Nos ha contado cosas increíbles; sus historias son oro puro. A veces, se sienta en la vereda y, cuando pasan otros viejitos del barrio, los va marcando: nazi, no nazi, nazi, no nazi.” El otro lado, siempre, acá nomás.

Schweblin habla de los textos que está escribiend­o como si fueran caballos. Siempre hay uno, dice, que lidera la tropilla, mientras otros cuatro o cinco le muerden los talones. El primero, por supuesto, es al que más tiempo le dedica y, a medida que se acerca al final, concentra más y más su atención. En este momento, hay un claro ganador: desde hace unos años, todos los esfuerzos de Schweblin están puestos en una novela que espera publicar este año o el que viene.

Por supuesto, ya recibió ofertas de varias editoriale­s para publicar el texto, pero por el momento prefiere evitar compromiso­s. “Lo hago por cagona”, confiesa. “Quiero tener completo control sobre lo que hago hasta último momento. Me gusta la libertad de poder tirar todo a la basura si al final el texto no me gusta.” Vivís en Berlín, pero tus historias siguen atadas a Argentina. ¿Por qué? Argentina es mi país. Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos Aires. ¿De dónde creés que surge tu impulso de contar? Es algo que siempre me gustó. Cuando era chica, tenía una colección de 50 autitos, algo inédito para una nena. Los varones se acercaban entusiasma­dos para jugarme carreras, pero a mí no me interesaba: yo hacía actuar a los autos. En una hoja dibujaba el escenario –una casa, por ejemplo– y empezaba la acción. Cada auto era un personaje con una personalid­ad particular: no era lo mismo un Mustang que un Fitito. Los hacía actuar, los ponía en crisis, al borde de la muerte. En un momento me sentía súper adulta porque leía a Stendhal y, al mismo tiempo, me preguntaba por qué seguía jugando con autitos mientras otras chicas tenían novios. Me daba mucha vergüenza. Después me di cuenta de que, en ese momento, estaba jugando a escribir. Evidenteme­nte, siempre tuve el impulso de armar lío sobre el papel.

Son las 6 de la tarde y, del otro lado de la ventana, en Berlín, hay silencio y oscuridad. Pero un sonido se repite al otro lado de la pared, hasta que se hace reconocibl­e: una tos ronca que llega desde la habitación. Indica que la maratón de Stranger Things debe continuar.

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APUNTES Mientras pasea por Berlín, puede sorprender­la la inspiració­n.

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