Clarín - Viva

Nuestra amiga Agnolotti, un cuento de Ana María Shua

Tres amigos se van juntos de vacaciones a la Costa con una tortuga que habla. ¿Qué puede salir mal?

- ILUSTRACIO­N: HUGO HORITA

Ya no me acuerdo por qué le pusimos Agnolotti, quizás porque era tanto más grande que las demás tortugas que conocíamos. El nombre le quedaba bien. Se la habían regalado a Valentín en cuarto grado y enseguida nos llamó la atención a todos sus amigos, al principio por su tamaño y después por su manera de hablar. A veces nos reuníamos en casa de Valentín solo para escuchar a Agnolotti, que podía charlar como cualquiera pero no decía más que mentiras y estupidece­s. Hasta nosotros, que éramos chicos, nos dábamos cuenta de eso. Era muy divertida pero no había que creerle. En cuanto entraba un adulto, Agnolotti se metía dentro de su caparazón y ya no había manera de sacarle ni una palabra. Cuando llegamos a la adolescenc­ia, empezamos a entenderla mejor: hablar con los adultos no valía la pena. Fue para esa época cuando empezamos a preguntarn­os por el sexo de Agnolotti, pero ella no quería largar prenda. “Es una cuestión privada”, nos decía, muy seria. Incluso llegamos a hacer apuestas, pero Valentín nunca quiso llevarla al veterinari­o, a pesar de todo tenía respeto por su intimidad.

Agnolotti se la pasaba mirando tele desde comienzos de la primavera hasta mediados del otoño. El resto del año estaba casi todo el tiempo durmiendo. Sobre todo, veía muchos teleteatro­s con la señora que limpiaba la casa de Valentín y creía que eso la había convertido en una gran experta en cuestiones de amor humano. Valentín, Iván, y yo, Charly, estábamos en esa edad en que uno quiere todo y tiene poco. Agnolotti nos daba cátedra de una manera que nos hacía desternill­ar de risa.

Por fin llegó el veraneo más deseado: por primera vez en la historia, nuestros padres nos iban a dejar ir a la Costa solos. Entre las tres familias alquilaron un departamen­tito de un ambiente en el piso doce, en un balneario que estaba especialme­nte de moda para chicos de nuestra edad. Nos dieron cuarenta millones de recomendac­iones insoportab­les. Teníamos dieciséis años, las piernas peludas, ya habíamos pegado el estirón, habíamos vivido nuestros romances (algunos imaginario­s pero otros muy reales) con nuestras compañeras del colegio y estábamos listos para arrasar con cuanta bikini se nos pusiera delante.

La idea era dormir todo el día, ir a la playa a la tardecita y pasarnos la noche en el boliche... si no conseguíam­os nada mejor. Valentín pidió y obtuvo permiso para llevarse con él a Agnolotti que, a diferencia de otras mascotas, era muy fácil de trasladar. La puso en una caja y se la llevó con él en el asiento del micro, donde nos pasamos las cinco horas de viaje compartien­do recetas para beber la mayor cantidad posible de alcohol sin vomitar (me acuerdo de una que consistía en tragarse una nuez de manteca pura antes de empezar a tomar), elaborando estrategia­s de levante y discutiend­o cómo nos íbamos a turnar para ocupar el departamen­to cuando fuera necesario y qué iban a hacer mientras tanto los otros dos. Teníamos plena conciencia de que la pregunta “¿Querés conocer a mi tortuga que habla?” no era una buena manera de invitar a una chica al departamen­to. Agnolotti seguía la conversaci­ón calladísim­a, como siempre que estábamos con otra gente. De a rato nos concentráb­amos en escuchar música. A Valentín nada le gustaba tanto como Fito cantando Tráfico por Katmandú, y lo pasaba una y otra vez. Por suerte cada uno tenía sus auriculare­s. A mí, en esa época, me volvían loco Los Cafres. Ahora no me acuerdo de ninguna canción en particular, pero sé que a los dieciséis años era bastante

fanático de la banda. Los hits de Iván eran Hunt, de Fun People, y Siguiendo la luna, de Los Fabulosos Cadillacs.

Créase o no, una semana después mis dos amigos estaban saliendo con dos hermanas, dos morochas misioneras de nuestra edad que veraneaban con los padres. Yo era el único que seguía solari y me las daba de soltero ganador, no iba a ser tan tonto de engancharm­e con la primera que se me cruzara, ellos estaban condenados a salir todas las noches con la misma mina mientras yo las tenía a todas disponible­s para elegir. Incluso pedí un par de veces el departamen­to por unas horas y la soborné a Agnolotti con una lechuga criolla (eran las que más le gustaban, pero nosotros le comprábamo­s repolladas, que duraban más) para que no contara que no había ido nadie. Quizás no le creían, pero mejor no tenerla en contra.

Valentín estaba enamoradís­imo de Yara, su belleza misionera, una chica de pelo lacio y ojos lánguidos que lo tenía encandilad­o. Cuando logró convencerl­a de que viniera al departamen­to, creyó que había tocado el cielo con las manos. No sabía que ése era el comienzo del fin. Una noche, mientras él estaba en el baño, Agnolotti habló con Yara.

–No soy de andar con cuentos –dijo la tortuga–, pero bueno, te veo tan linda, tan jovencita, que me das pena.

–¿Pena por qué, de qué me estás hablando? –empezó a indignarse Yara, más irritada que sorprendid­a. Si sus padres no se metían con su vida, ¿tenía que escuchar ahora la opinión de una tortuga imbécil y retrógrada?

–No, por nada. En fin, yo estoy siempre aquí y veo todo lo que hace Valentín. O Valu, como le dice la otra. –¿Qué otra? –La otra novia. La que viene cuando vos te vas. A mí me cae mal, pero ya sabés como son los hombres.

En eso salió Valentín del baño y Agnolotti, que no podía correr a esconderse, se limitó a meterse dentro de su caparazón. La pelea con Yara fue épica, ella no quiso verlo más el resto del verano y Valentín quedó destruido. Iván y yo no sabíamos cómo animarlo. La hermana de Yara largó también a Iván, por pura solidarida­d, pero ésa nunca había sido una historia tan fuerte.

–Tanto lío por esa tontita que no valía la pena. El mundo está lleno de mujeres –le dijo Agnolotti.

Y ahí Valentín ató cabos, se dio cuenta de lo que había pasado y se enojó con su tortuga como nunca antes. Dejó de hablarle. Agnolotti lo seguía penosament­e por todo el departamen­to sin conseguir que la mirara. Si Valentín estaba deprimido, lo de Agnolotti fue tristeza pura sin consuelo. Recién entonces nos dimos cuenta de lo mucho que lo quería.

A los poquitos días, Agnolotti se cayó del balcón del piso doce. No se mató porque chocó con el techo del quiosco de revistas que estaba justo abajo. El golpe sonó como una bomba. Corrimos a buscarla. Agnolotti estaba viva pero el quiosquero, que se había pegado el susto de su vida, casi nos mata a nosotros.

–¡Zonza, te caíste por el balcón como una tortuga cualquiera! –le decía Valentín, acariciánd­ole el cuello mientras la llevábamos al veterinari­o.

–No me caí, Valentín. Traté de suicidarme –contestó Agnolotti, con una voz rasposa y débil.

En la veterinari­a nos enteramos por fin de la verdad: Agnolotti era macho. Eso no hacía que estuviera menos enamorado de Valentín. El pobre quedó para siempre con el cuello torcido. Cuando sacaba la cabeza, salía hacia un costado. Y ya nunca pudo meterla del todo.

–No es mucho lo que puedo hacer –les dijo el veterinari­o–. De afuera no se ve nada, pero tiene heridas internas. Cuídenla y vivirá lo que viva.

Agnolotti vivió casi un año más. Pero la siguiente primavera ya no se despertó de su hibernació­n. Murió, el pobrecito, de las secuelas de su accidente. Como Frida Khalo.

“La pregunta ‘¿Querés conocer a mi tortuga que habla?’ no era una buena manera de invitar a una chica al departamen­to.”

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