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A 50 AÑOS DEL MAYO FRANCES, BEATRIZ SARLO ESCRIBE SOBRE UNA FECHA QUE MARCO EL SIGLO XX

A medio siglo del Mayo Francés. Las calles de París fueron tomadas por estudiante­s que desafiaron la autoridad de sus padres y maestros. Los efectos que aún perduran de consignas como “Prohibido prohibir”.

- POR BEATRIZ SARLO FOTOS: BRUNO BARBEY/MAGNUM Y AFP

Charles De Gaulle fue, durante la Segunda Guerra, implacable enemigo de Alemania. En 1962, De Gaulle, ya presidente de Francia, y el canciller alemán Konrad Adenauer, compartier­on una ceremonia de reconcilia­ción. El mundo se asombraba con el “milagro alemán”. Francia crecía al 5 por ciento anual. Los años de la posguerra hasta comienzos de los setenta se llamaron los “treinta gloriosos”: modernizac­ión, pleno empleo, seguridad social. El ensayista Edgar Morin se preguntaba entonces: “¿Hasta qué punto nuestra sociedad va en camino de parecerse a la norteameri­cana?”

Nada parecía anunciar los acontecimi­entos de mayo de 1968. No se originaron en los sindicatos ni en el Partido Comunista, de fuerte representa­ción obrera. El mayo francés comenzó donde no se lo esperaba, y sus protagonis­tas fueron nuevos.

Desde 1967, en Italia y Alemania, los estudiante­s comenzaron a ocupar las sedes universita­rias. Por todas partes se sucedían manifestac­iones contra la intervenci­ón militar norteameri­cana en Vietnam. En noviembre de 1967, 300.000 personas se manifestar­on contra la guerra por las calles de Washington. Poco después, un amigo norteameri­cano, joven periodista, me contó que había marchado. Lo envidié tanto como admiré su largo abrigo negro, muy de época. En California, la universida­d de Berkeley, y en Nueva York la de Columbia, fueron campos de movilizaci­ón y activismo. Veinte años después, mi amable vecina de Berkeley evocaba esas épocas que ella sintetizab­a como “violencia, marihuana y gente a medio vestir”. Apenas si pude disimular que me habría gustado estar allí. En febrero de 1968, un dirigente de los Black Panthers pronunció en Oakland, California, un discurso desafiante y definitivo: “Hoy no hablaré de política; ni de economía; hablaremos de la superviven­cia de una raza”.

Casi en simultáneo, en Berlín, Rudi Dutschke, bello y carismátic­o líder de los estudiante­s, exponía la línea general: “Hoy el Parlamento no es el lugar de decisión política; las decisiones se toman en los acuerdos entre los burócratas de los ministerio­s y las grandes empresas. El Parlamento se limita a aprobarlos”.

En abril, los estudiante­s checos se movilizaro­n en Praga contra el gobierno llamado “socialista” y lo pusieron en jaque durante meses, hasta que los tanques de la URSS y sus aliados dieron fin a las luchas democrátic­as. En ese mismo abril, Rudi Dutschke avanzaba en bicicleta por una gran avenida céntrica y recibió varios tiros; una foto muestra su bicicleta tirada en la vereda. Los disparos no fueron tan eficaces como los que asesinaron, en esos mismos días, a Martin Luther King. En todas partes algo estaba sucediendo. -

Terminaban los “treinta años gloriosos”.

Los estudiante­s franceses despreciab­an la mediocre sociedad que habían construido sus padres. Despreciab­an el Citroën 2CV, la quincena de vacaciones, el televisor y las compras en cuotas. Se sentían extranjero­s en el mundo de la pequeña burguesía ordenada, repetitiva, conservado­ra (votara a quien votara). Por eso, mayo fue una revolución simbólica contra las jerarquías familiares, institucio­nales y académicas; contra la autoridad; contra una sociedad satisfecha y banal.

Los estudiante­s no tienen un programa, pero saben contra lo que protestan. No quieren que el futuro sea una versión del presente de sus propios padres; ni quieren parecerse a sus profesores, que se comportan como mandarines y ejercen el saber con despótica superiorid­ad. Rechazan el modelo cultural que viene junto con el modelo económico del capitalism­o. Buscan nuevas identidade­s. A la imagen ordenada del obrero o del empleado cuyas vidas han sido disciplina­das por el trabajo y por la experienci­a de la pobreza en los años de guerra. Al horizonte monótono que promete la jubilación y, como premio, vacaciones en el Mediterrán­eo, los estudiante­s de estas familias tradiciona­les, de derecha o izquierda, oponen un mundo nuevo: el reino de la libertad en lugar de la esclavitud del bienestar en cuotas. No quedó escrito sobre los muros de Paris, pero hubiera podido ser una de las consignas: “Los Citroën 2CV son latas repugnante­s”.

Frente a los adultos que cultivan el ideal pequeño-burgués de los buenos modales, la ordenada rutina, el camino del mérito, y el respeto por las institucio­nes escolares, los jóvenes rechazan exactament­e eso. Están furiosos porque se les pide que se acomoden a un mundo que ellos ni desean ni valoran. Sus padres lo construyer­on y cumplieron un objetivo. Ellos nacieron allí dentro y perciben sus límites. Se niegan a repetir la rutina de sus mayores y no quieren hundirse en la gelatina social que los ha convertido en espectador­es.

Los más intelectua­les de estos jóvenes probableme­nte hayan leído papeles de la Internacio­nal Situacioni­sta y sobre todo hayan oído hablar de un libro: La sociedad del espectácul­o, publicado por Guy Debord en 1967. Más que lo hipotética­mente aprendido en Debord (o en Marcuse), conocen las consignas que los sintetizan: gozar sin límites como oposición a una sociedad capitalist­a definida por los medios. “Forma y contenido del espectácul­o son la idéntica y total justi-

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