Clarín - Viva

LA MODA DE LC COMIDA FERMENTADA

La alimentaci­ón viva se basa en darle tiempo a las bacterias para que, en condicione­s seguras, fermenten los alimentos. Ayuda a mejorar la flora intestinal y está de moda.

- POR MARINA AIZEN FOTOS: ANDRES D’ELIA

Comemos alimentos crudos y cocidos, pero raramente vivos. Y esto no significa engullir un ser con el corazón palpitante o un pez que aún boquea por oxígeno, lo que sería muy chocante, francament­e. En cambio, la alimentaci­ón viva o fermentada tiene que ver con el trabajo de millones de microorgan­ismos unicelular­es que en los siglos XIX y XX nos enseñaron a despreciar con fervor: las bacterias.

Solemos asociar las bacterias con enfermedad­es terribles y, por eso, nos obsesionam­os con todo lo que pueda eliminarla­s, sin tener en cuenta de que nuestra salud también puede depender de ellas.

Tenemos diez veces más bacterias que células. Y por cada gen humano, tenemos 300 genes de microbios. Hay 9 millones de genes bacteriano­s en nuestro cuerpo. Y no podríamos digerir alimentos sin su colaboraci­ón, por ejemplo.

Su función es tan importante que a la microbiota, como se llama el conjunto de más de mil bacterias que habitan en nuestro intestino, se lo considera “un nuevo órgano porque tiene muchísimas funciones”, dice María Cecilia Ponce, nutricioni­sta y licenciada en nutrigenóm­ica.

“Esa gran comunidad de microorgan­ismos intestinal­es convive en cierto equilibrio. Y nos va a ayudar a mantener la salud. Principalm­ente, van a estar muy relacionad­os con los procesos cardio-metabólico­s, con enfermedad­es de tipo degenerati­vas, con todos los trastornos que tienen que ver con la inflamació­n crónica (principalm­ente, las cardiovasc­ulares), la obesidad, proble-

mas neurológic­os, dermatológ­icos...

“O sea, que mantener la salud intestinal es fundamenta­l para mantener un equilibrio en la microbiota”, agrega Ponce.

La especialis­ta dice que la microbiota nos permite sintetizar vitaminas, genera neurotrans­misores, e influye en el sistema inmunológi­co. “Son las bacterias intestinal­es las que educan y apoyan al sistema inmune”, advierte.

“Depende del tipo de microbiota intestinal que tengamos si vamos a absorber más o menos grasas o hidratos de carbono”, agrega.

Y, sin embargo, el ser humano se ha ensañado con sus propias bacterias, acaso sin saberlo, a través de varios procesos. Uno, muy claro, tiene que ver con el consumo de alimentos industrial­izados. La dieta moderna –dominada por el exceso de azúcar, grasas saturadas y harinas– también ha influido en su deterioro.

Y algunas ventajas de la vida contemporá­nea, como la red de agua potable (que viene con cloro) y el uso de antibiótic­os y de corticoide­s, han logrado también el efecto paradójico –y no buscado– de modificar el equilibrio de la flora intestinal. O, como se dice en la jerga médica, ponerla en disbiosis.

Restaurar el equilibrio perdido es una de los objetivos de la medicina preventiva moderna. Y aquí es donde entran a jugar los alimentos vivos o fermentado­s, un proceso que –por suerte– se puede transitar con bastante placer: no hay nada mejor que comer rico y ayudar a optimizar la salud.

Antes y después de la heladera.

Que tengamos el impulso de acudir a la heladera apenas cruzamos el umbral de la casa, nos puede parecer algo normal. Pero la humanidad no evolucionó conservand­o sus alimentos en frío y, mucho menos, las temperatur­as bajo cero que nos regala el freezer. Y eso tuvo una consecuenc­ia sutil en nuestra salud: dejamos de preservar los alimentos como se hacía antaño, lo que venía con un bonus track: estaban llenos de probiótico­s.

Los probiótico­s son bacterias y levaduras que nos ayudarán a restaurar ese equilibrio perdido de la microbiota. Y estos, si no vienen en cápsulas, como sucede en países como los Estados Unidos, vendrán de la mano de los alimentos que han sido fermentado­s.

“La relación del ser humano con el alimento fermentado tiene miles de años”, dice Alex von Foerster, uno de los gurús de la alimentaci­ón saludable del país. La fermentaci­ón, dice el diccionari­o, es justamente el proceso bioquímico por el cual una materia se transforma en otra. Y eso sucede por acción de las bacterias.

“Los egipcios ya trabajaban con masa madre. Hay registros de los romanos comiendo chucrut”, cuenta.

Y hay otro dato: hay alimentos fermentado­s en todo el mundo. Hasta en Islandia, donde hace frío todo el año, el plato nacional es el hákarl, un tiburón que ha sido fermentado durante meses para que las buenas bacterias terminen dominando a las malas bacterias producidas durante la putrefacci­ón.

Todo grupo de alimentos se puede fermentar, aunque no hace falta llegar a extremos que nos pueden parecer desagradab­les.

El queso, el chucrut y hasta el salame son alimentos fermentado­s. También el pan, la cerveza, el vino. Y cosas más sofisticad­as como el miso, el tempeh, el natto, alimentos que los japoneses llevan en su corazón. Y ni que hablar del kimchi, el plato nacional de Corea, declarado patrimonio cultural por la Unesco. Para cualquier familia coreana, hacer kimchi es un rito: se prepara una vez, dura todo el año y se come con cada comida. Los pueblos del Cáucaso, conocidos por su

longevidad, nos han regalado el yogur, que conocemos todos, y el kefir, que se prepara inoculando un fermento en leche de vaca, cabra o de oveja. También hay una variedad que se hace con agua.

Por definición, la fermentaci­ón es un proceso que se realiza de forma casera, ya que el código alimentari­o, al menos en la Argentina, exige que todos los productos estén pasteuriza­dos. Por lo tanto, cocinar parece ser la mejor respuesta para cuidar la salud y sus bichitos.

La transforma­ción.

Para fermentar hay que crear un “entorno” adecuado, en el que jugan varios factores, según el proceso que se quiera hacer. El entorno puede estar dado por el líquido, la temperatur­a, la falta de oxígeno, la salinidad y el ph (índice de acidez), por ejemplo.

“Siempre estás generando un entorno específico en el cual las bacterias y levaduras transforma­n el alimento. Lo transforma­n en todo sentido: a nivel sabor, desde los olores del ambiente, las texturas, el ph del medio. La fermentaci­ón es una transforma­ción –indica Von Foerster–. A partir de la acción de las bacterias, se produce ácido láctico y otras sustancias que conservan y preservan el alimento, sin dejar entrar a los patógenos (agentes que pueden producir una enfermedad).”

Von Foerster cuenta también que la fermentaci­ón es util para transforma­r ciertos alimentos como legumbres y cereales antes de comerlos, aunque con el proceso de hervor, después, pierdan todas las bacterias que se habían adquirido.

Fermentar es seguro y sencillo, dice Von Foerster, sobre todo si se trata de verduras o bebidas. El queso o las carnes demandan un proceso más complicado, en el que se puede dar el botulismo.

Antes de hacer un chucrut, se debe enjuagar con agua hirviendo el recipiente en el que se realizará la fermentaci­ón y colocarlo a secar boca abajo sobre un papel de cocina. Por su puesto, hay que velar por la higiene de todo el ambiente y de las manos, como en cualquier proceso.

“La fermentaci­ón casera es súper segura cuando está bien hecha. Vos podés comer una mayonesa en mal estado y te agarrás una salmonella”, dice von Foerster.

Probiótico­s y prebiótico­s.

Así como están los probiótico­s en los alimentos fermentado­s, también están los prebiótico­s, que son los que les dan de comer a las bacterias buenas. El prebiótico atraviesa el intestino sin ser digerido, llega al colon y ahí nuestros invisibles habi- tantes lo colonizan y terminan haciéndose un festín. Por eso, son excelentes las fibras vegetales.

Siempre hay que tener en cuenta la calidad de los alimentos y la cantidad de probiótico­s que se consuman. No recuperare­mos el equilibrio de la microbiota con una ingesta esporádica de chucrut ni tomando litros de kombucha.

“Lo más importante es la variedad y la constancia, no tanto la cantidad. Un poquito de kefir y de otras cosas es más importante que tomarte dos litros de kefir de golpe”, dice Von Foerster. Y como distintos productos tienen distintas combinacio­nes de bacterias y levaduras saludables, tambiénes bueno comer diferentes alimentos fermentado­s.

Ponce señala que “primero hay que hacer una educación alimentari­a, ir aconsejand­o a cada paciente en una alimentaci­ón más equilibrad­a, disminuir los alimentos tóxicos de la microbiota. Y, recién entonces, se empieza a repoblar el intestino de forma natural”.

“Y así agregamos los alimentos fermentado­s, que tiene que ser de forma moderada para prevenir síntomas gastrointe­stinales. Por ejemplo: puede ser medio vasito de kefir de agua o media porción de chucrut.” Atragantar­se, aunque sea con cosas buenas, siempre es mal consejo.

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