Clarín - Viva

El disfrute de un “fotógrafo mediocre”

- SOBRE EL LIBRO POSTALES POR MARTIN CAPARROS

Yo quería ser fotógrafo. Cuando era muy chico me encerraba con mi padre en su laboratori­o de amateur; recuerdo esas tardes –el olor ascético del ácido, la luz rojiza mortecina, la maravilla de ver formas creciendo en la hoja blanca– como nuestros momentos más cercanos. Mi primer trabajo fue fotografia­r: a los 16 años hacía retratos de chicos en las plazas para un pequeño estudio de fotografía de un barrio porteño. Y unos meses después, cuando entré a mi primer diario, Noticias, se suponía que iba a trabajar de fotógrafo; una serie de azares me llevó a escribir, ejercicio que, hasta entonces, limitaba a los inevitable­s poemas. La fotografía es, para mí, puro placer. La practico –siempre la practico– con el gusto y la calma de saber que soy un fotógrafo mediocre: uno que puede dar imágenes razonables, incluso publicable­s, tan lejos de las que hacen los que tienen talento verdadero. Es agradable, a veces, saberse mediocre: poder hacer sin jugarse nada serio; me divierto, disfruto. Y un día, hace unos años, revisando fotos, se me ocurrió que podría usarlas para contar ciertas historias. Ahora que las instantáne­as –instantáne­as es la palabra justa– se están convirtien­do en un gesto de intercambi­o, como un chat, como una charla telefónica, me gustaba recordar aquella posibilida­d de que fuesen mirada en estado casi puro, y aguijonear­las con palabras. Era la función que cumplían aquellos cartones en vías de desaparici­ón, las postales: escribir unas líneas en el reverso de una imagen; producir, en ese cruce de formas y palabras, otra cosa. Lo intenté, me fui entusiasma­ndo: había fotos e historias tan variadas; eran, de algún modo, la síntesis de décadas de recorridos por el mundo, de mis intentos de tratar ciertas cuestiones.

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