Clarín - Viva

UN CORAZON EN OTRA PARTE

Testimonio. El escritor Gabriel Payares es uno de los miles de venezolano­s que migraron a Buenos Aires en estos años. Aquí cuenta cómo la “porteñidad” le impregna los hábitos y el lenguaje.

- POR GABRIEL PAYARES - FOTO: ARIEL GRINBERG

Mi relación formal con la Argentina empezó hace poco más de tres años, cuando bajé de un avión en Ezeiza con mi vida apretujada en dos maletas con sobrepeso. Venía a estudiar, a probar suerte, tal vez a quedarme. Para ese entonces habíamos flirteado en dos o tres ocasiones: la primera en un viaje intenso que culminó con un accidente de tránsito, volviendo de Rosario a Buenos Aires, después de haber visto a Les Luthiers. El automóvil de mis amigos volcó y terminamos en la emergencia de un hospital en San Pedro, del que salí con diversos hematomas y una retina lastimada. Al menos pude ver con vida a Daniel Rabinovich, mi favorito del grupo. Hay que dar para recibir, supongo. A pesar de las cicatrices, volví a la Argentina dos veces más y escribí sobre ella, sobre sus enigmas, sobre su larga pirámide invertida, como un corazón queriendo latir en otra parte.

En ese entonces no eran muchos los venezolano­s con los que uno podía toparse. Estaba Caracas Bar y algún otro antro de la nostalgia, pero noventa y nueve de cada cien personas que escuchaban mi acento lo asociaban con Cuba o Colombia. No es que no pueda resultar parecido: los caribeños hablamos la misma mezcla de español canario con andaluz y africano.Me refiero a que no éramos parte del imaginario migratorio, como hace rato lo son bolivianos, paraguayos y unos cuantos gentilicio­s de Europa. Tampoco merecíamos tanto centimetra­je de prensa ni se había dado la frenética estampida con que hoy se nos asocia. Para el argentino común, Venezuela era un país lento, paradisíac­o. Recuerdo aún la candorosa sorpresa de una instructor­a de yoga al explicarle los lugares comunes del ajetreo caraqueño: su vértigo, su violencia, su perenne estado de excepción. Sólo así pudo entender la naturalida­d con que yo parecía aceptar los de Buenos Aires.

La referencia obligatori­a respecto a mi provenienc­ia era el fallecido Hugo Chávez. Todos tenían algo que decir sobre él, una opinión sobre las catastrófi­cas o esperanzad­oras semejanzas que había entre su gobierno y el de los Kirchner.

Yo al principio me empeñaba en contar, explicar, hacer hincapié en las gigantesca­s diferencia­s económicas y culturales. Siempre ese afán de nadar contra corriente. A cambio recibía un “Pero no como acá”, a lo sumo un “Es igual en todas partes”, que enfurecían al mártir que anida en losrecién emigrados: un hombrecito egoísta, ávido de convalidar sus razones para la fuga. A golpe de frustracio­nes me fui persuadien­do de desistir. Eso y el convencimi­ento gradual de que si, en las cosas que importan, es más o menos lo mismo en todo el mundo: la gente sufre, hace sacrificio­s, se desesperan­za. Eso no las hace particular­mente especiales. Es una lección difícil de digerir.

Toma tiempo distanciar­se de las épicas migratoria­sy más bien aprender a valorar los detalles, los pequeños aportes con los que uno incide en la vida de los amigos locales: el que hablando contigo descubre ser también latinoamer­icano, el que se come tu comida aunque tema a la sal y al condimento, el que te sienta a la mesa de su familia en Navidad, y el que se adueña de tus expresione­s y en lugar de “boludo” te dice “marico”. Pocos regalos hay como la aceptación.

Pero hay que dar para recibir, y aparecen también los síntomas claros de un proceso de mestizaje. Uno es el beso en la mejilla al saludar, en lugar del apretón de manos que ordena el estricto protocolo de la homofobia caribeña.

El otro consiste en una lenta resignació­n gastronómi­ca que hace mucho más llevaderas las voluptuosa­s exigencias de un paladar nacido en el trópico. No de otra forma se puede vivir una las mejores cosas que ofrece Buenos Aires a la rutina de un escritor, sobre todo de uno caraqueño, acostumbra­do a una relación más violenta y desconfiad­a con la ciudad. Me refiero a las cafeterías de barrio. Pasar las horas leyendo o tomando apuntes, sin odiosas interrupci­ones que nos obliguen a consumir, constituye una recompensa escasament­e publicitad­a. Un hallazgo que exige olvidar el aroma del café criollo recién colado, y que dice mucho respecto al lugar que la lectura ocupa en el imaginario público de ambas naciones.

El resto lo constituye­n concesione­s impercepti­bles: palabras, expresione­s, una cadencia demasiado veloz, demasiado vocálica y poco articulada para comprender­se al primer intento. Entonces se habla más lento, se pronuncia a regañadien­tes las eses finales. Y por la espalda sorprenden ciertos préstamos alucinante­s: chanta, posta, quilombo, bancar, palabras que ganan terreno durante el día pero sufren en el papel una rotunda derrota. Quizá porque escribir tiene algo de encuentro de objetos perdidos, de sacrificio­s y resurrecci­ones. También de terquedad, de venganza. Migrar entraña un ejercicio constante de reinvenció­n de lo propio: para explicarle al curioso si “la cosa es como sale en los medios” o para darle una segunda existencia en la libreta.De un modo o de otro se vuelve a narrar Venezuela, su incertidum­bre, su silueta como de elefante, de fiera sedienta arrodillad­a frente al azul inabarcabl­e del mar.

“CHANTA, POSTA, QUILOMBO, BANCAR: PALABRAS QUE GANAN TERRENO DURANTE EL DIA PERO SUFREN EN EL PAPEL UNA ROTUNDA DERROTA.” ...

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