Clarín - Viva

CALOI,EL NEGROYLA HERMANA ROSA

- MEMORIA POR HORACIO PAGANI

Hay una pasión universal por el juego del fútbol y sus contornos que la transforma­ron en un fenómeno social inigualabl­e. En todo el mundo.

Es curioso que sea ajena –esa pasión– a las raíces étnicas o a las orientacio­nes políticas de los países que la albergan. O a cualquier diferencia­ción que se elija.

Los Mundiales dan pruebas inequícova­s cada cuatro años. En cualquiera de los continente­s donde se desarrolle­n. Son el fútbol en su fiesta máxima. Y desde que se instalaron las camisetas nacionales como identifica­ciones nítidas de los espectador­es –en los últimos 25 años– esa fiesta tiene voz y colorido, cada vez más creciente.

Y es tan buena la fiesta que no hay roces ni peleas entre bandos adversario­s como se pudo ver en la Argentina cuando existían los partidos con público visitante y las “barras” tenían citas mafiosas.

Los Mundiales son fiestas pacíficas. Bueno, claro, la excepción se vivió en el último, en Brasil. Era demasiado para la profunda rivalidad que los locales perdieran en la semifinal 7 a 1 ante Alemania y que Argentina fuera finalista.

A tanto llegó la confusión sentimenta­l de ellos que la vergüenza por la derrota histórica se transformó en aliento para los verdugos en el duelo definitivo con tal de que se evitara el disfrute nuestro. Era una situación límite. El hincha en estado puro. Aunque en realidad, el hincha genuino quiere a la camiseta del club al que adhiere como si fuera una religión, sin razones y sin condicione­s. Con la Selección es distinto. Puede pensar. Y entonces, el beneficio o el daño al orgullo, según el resultado en la competenci­a, es mucho menor. Es más exigente.

Pero todo el fervor explota durante el Mundial. Y es de todos, aun de los escépticos y hasta de los detractore­s. Pero queda ahí. Por razones de su oficio este cronista estuvo en nueve Mundiales. Y el de Rusia será el décimo. Por eso no vivió las vicisitude­s de cada uno de ellos aquí, con las ansiedades multitudin­arias explotadas en la lejanía. Estuvo cerca. Y notó después de la consagraci­ón local en 1978 cómo fue creciendo en cada edición la presencia de los militantes del aliento. Y cómo, desde la angustia con la que empezó España ‘82, por la lacerante rendición en la Guerra de Malvinas hasta la gloriosa consagraci­ón en México ‘86, con Maradona en la cumbre de su esplendor, se fueron sucediendo las escenas como en una película apasionant­e.

Fue milagroso el arribo a la final de Italia ‘90, gracias a aquellos goles salvadores de Maradona y Caniggia y a las mágicas atajadas de Goycochea en las series de penales con Yugoslavia e Italia. Por eso se lloró el penal de Sensini en la final que derivó en la derrota con Alemania. Allí estuvo el Negro Caloi apostando a la flamante tecnología para enviar las aventuras de su famoso Clemente a la redacción.

Y la fortuna quiso que en Estados Unidos ‘94 y en Francia ‘98 compartier­a, como enviado, todos los días con el inolvidabl­e Negro Fontanarro­sa. Y en la misma habitación donde desde su invencible inventiva futbolera fabricaba los pronóstico­s de la Hermana Rosa para Clarín. Y se apasionaba hasta el extremo de ver “todos” los partidos y discutir en cada sobremesa sobre las virtudes y defectos de la Selección y sus rivales. Y fue gracias a él que, después del tremendo desconsuel­o del caso de la efedrina, pudimos hacerle una extensa nota al propio Maradona en el Aeropuerto de Dallas en plena madrugada.

El Negro era la imagen nítida del hincha. Pasional con su Rosario Central, crítico enfervoriz­ado de la Selección.

Y así se le parecieron los que se atrevieron a la aventura de Japón 2002 con el apurado regreso en primera ronda. Y los que se enojaron con Pekerman cuando sacó a Riquelme del equipo que le ganaba a Alemania en su tierra, en cuartos de final, en 2006, y todo terminó en derrota en los penales. Y los que se apenaron con los 4 goles de Alemania en Sudáfrica 2010 sepultando la ilusión de Diego como DT. Pero la fiesta debe continuar y la pasión universal del fútbol volverá a encenderse en cuatro días en Moscú.

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