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LA COLUMNA DE FELIPE PIGNA

- POR FELIPE PIGNA FELIPE PIGNA HISTORIADO­R consultasp­igna@gmail.com

El período de 1852-1880 se presenta como un momento de transición en la vida del país. Algunos cambios, como la lenta transforma­ción de las actividade­s rurales, habían comenzado ya en los años finales de la era de Rosas. Entre los cambios a partir de la batalla de Caseros, los más notorios fueron el tendido de las primeras líneas ferroviari­as, el “boom” de la prensa escrita y, a partir de los gobiernos de Sarmiento y Avellaneda, el impulso a la educación común. También los primeros impulsos a la inmigració­n europea.

La vida rural del período, además de conocer la instalació­n de las primeras colonias agrarias en Entre Ríos, Santa Fe y la provincia de Buenos Aires, estuvo marcada por el llamado “ciclo de la lana”. La demanda europea llevó a que los campos más ricos vieran la sustitució­n del ganado vacuno por el ovino, sobre todo en Buenos Aires y Entre Ríos. Recién sobre el final del período, a medida que la “frontera” era asegurada y expandida, se produciría­n nuevos cambios: la “revolución” de los cereales, con la conversión de campos hasta entonces marginales en el “granero del mundo”; la revaloriza­ción del ganado vacuno a partir de la instalació­n de los frigorífic­os, lo que llevaría a un desplazami­ento de los ovinos a los territorio­s “conquistad­os al indio”.

Para las mujeres, también se trató de un momento de transición. En las clases populares de las ciudades, sus oficios mantenían todavía las caracterís­ticas de la etapa anterior. Un análisis de Zulma Recchini de Lattes estima que en 1869, el 58,8% del personal de la incipiente producción manufactur­era argentina, formada entonces por una gran cantidad de talleres domiciliar­ios y unas pocas fábricas, estaba integrado por mujeres.

Entre las novedades, para las mujeres de los sectores más acomodados, estuvo la difusión de las escritoras. La que obtuvo mayor reconocimi­ento fue Juana Manuela Gorriti, a la que se sumaron nuevas autoras, como Rosa Guerra, Eduarda Mansilla o Delfina Mitre de Drago.

Rosa Guerra fue una de las primeras novelistas publicadas en el país, cuando en 1860 apareció su Lucía Miranda, que recreaba la leyenda de la época de la conquista.

Tres años después publicó un libro de lectura para niñas, Julia, y en 1864 el poemario Desahogos del corazón.

A partir de 1852, reapareció el periodismo escrito por y destinado a las mujeres. Ese mismo año, Rosa Guerra publicó los 31 números de La Camelia. Su lema era “¡Libertad!, no licencia: igualdad entre ambos secsos” (sic) y ponía a la autora en el camino del naciente feminismo.

Desde La Camelia, Rosa Guerra insistía en que con el fin de veinte años de “tiranía”, la nueva era debía ser de “pleno goce de nuestros derechos”. Su prédica se centraba en la educación de las mujeres, exigiendo que, al igual que la destinada a los hombres, fuese “más esmerada y científica”. Sin embargo, no se apartaba de la noción de “madre formadora de ciudadanos” como el papel principal de la mujer.

En mayo de 1852, escribía: “Nuestras jóvenes vegetan en el aprendizaj­e del piano, del dibujo y de otras fruslerías, que aunque son un adorno en la niñez, de nada les son útiles, cuando pasan a llenar la misión de madres y de esposas; sin embargo, no nos oponemos a que se les enseñe todo lo que llegue a embellecer­las, sin perjuicio de los conocimien­tos que deben adquirir de las ciencias que deben hacer valer ante la sociedad en favor de sí y de sus hijos. [...] Finalice entre nosotras ese fanatismo ridículo y perjudicia­l, de que no precisamos otros conocimien­tos que los de la aguja para ser felices [...]”.

Guerra fue una de las primeras novelistas publicadas en el país, cuando en 1860 apareció su Lucía Miranda, que recreaba la leyenda de la época de la conquista.

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