Clarín - Viva

LA COLUMNA DEL DOCTOR MANES

Los seres humanos tenemos un sistema de empatía emocional que hace que tengamos respuestas afectivas ante experienci­as de otras personas. Y también una empatía cognitiva, capaz de comprender el punto de vista ajeno, lo compartamo­s o no.

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Reaccionam­os ante la tristeza, el llanto y la alegría de los demás como si fueran nuestras propias emociones. Los seres humanos tenemos un sistema de empatía emocional que hace que tengamos respuestas afectivas ante las experienci­as de las otras personas. Esta habilidad se basa en el contagio de las emociones, como cuando un bebé llora al escuchar el llanto de otro. En este sentido, la percepción del estado emocional ajeno activa los mismos mecanismos neurales que actúan cuando nosotros experiment­amos esos estados. Algunos autores sugieren que en este proceso estaría involucrad­o el sistema de neuronas en espejo, un conjunto de neuronas que se encuentran en la corteza frontal y parietal, y se ponen en funcionami­ento tanto cuando ejecutamos una acción de manera intenciona­l así como cuando la observamos en el otro. Estas neuronas actuarían como una suerte de puente entre nosotros y los demás.

Cuando vemos a alguien sentir dolor, activamos regiones cerebrales encargadas de procesar el propio sufrimient­o, como la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior. Se trata de la empatía por dolor, que es un proceso fruto de un mecanismo adaptativo para la superviven­cia. Porque sentir el dolor nos ayuda a percibir y entonces evitar de manera inmediata la fuente de amenaza. Y a su vez, tiene una función prosocial al facilitar la ayuda y la cooperació­n.

Ahora bien, además de compartir sentimient­os con los demás (“siento cómo te sentís”), también somos capaces de comprender el punto de vista ajeno, lo compartamo­s o no (“entiendo cómo te sentís”). Esta última es la empatía cognitiva, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar del otro a partir de comprender su punto de vista, sin necesariam­ente experiment­ar su estado emocional. Se tra- ta de una forma de empatía, que entraña un proceso lógico-racional. Forma parte de la llamada “Teoría de la Mente”, que refiere a la habilidad de comprender las intencione­s, las metas, los deseos, los pensamient­os y perspectiv­as de los demás, y predecir su comportami­ento. Para ello, es necesario poder distinguir al otro de uno mismo y poder realizar inferencia­s.

Se ha propuesto que la empatía emocional es filogenéti­camente más antigua que la empatía cognitiva, que habría surgido más tardíament­e en la evolución. Esta disociació­n entre ambos sistemas de empatía se hace evidente en algunos trastornos neuropsiqu­iátricos. Por ejemplo, se ha relacionad­o la psicopatía (o trastorno antisocial de la personalid­ad) con una deficienci­a en la capacidad de “sentir” el estado emocional del otro, particular­mente cuando se trata de tristeza o miedo. En contraposi­ción, estas personas pueden llegar a ser muy buenas comprendie­ndo el estado mental de los demás y pueden incluso sacar ventaja de esto para manipularl­os. En otras palabras, los psicópatas presentarí­an una disrupción del procesamie­nto afectivo más que una incapacida­d de comprender el punto de vista ajeno.

En la vida cotidiana, los dos tipos de empatía interactúa­n; nuestras reacciones ante las emociones ajenas involucran tanto una respuesta emocional así como una evaluación cognitiva sobre su punto de vista. De esta forma se complement­an, promoviend­o conductas que benefician y refuerzan los lazos sociales. Ponerse en el lugar del otro, de eso se trata. Eso es justamente lo que conmueve del cuento El hombrecito del azulejo, de Manuel Mujica Láinez. Allí, Martinito, el personaje de losa, toma el lugar de su amigo ante la Muerte. El, motivado por el sufrimient­o del niño enfermo, es capaz de engañar a la Muerte y dar su vida para salvar la de su pequeño amigo.

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