A UN AÑO DEL PLEBISCITO QUE DISPARO LA DECLARACION DE INDEPENDENCIA DE CATALUÑA, VIVA RECORRRIO LAS CALLES DE BARCELONA, DONDE SIGUE EL DEBATE
La Cataluña del “procés”. A casi un año del plebiscito que derivó en la declaración de independencia del estado español, ¿cómo es el día a día en una república a medias? Movilización constante y grieta.
Ojo con Sants”, dicen en Barcelona. Cuidado con ese barrio de pasajes y calles angostas, edificios de ladrillos a la vista y fábricas de principios del siglo XX convertidas en parques. Aquí, la herencia anarquista todavía flota en el aire, en los centros vecinales donde flamea la bandera estelada de Cataluña con una estrella roja. “Ojo con Sants”, dicen, porque dentro de sus bordes empieza la República catalana.
Lejos de la Sagrada Familia, la Rambla y los puntos más congestionados por el turismo, la advertencia no implica inseguridad o violencia, sino un estado de movilización constante. La cantidad de carteles que claman “Libertat presos politics” o “Democràcia” colgados de las ventanas son proporcionales al número de organizaciones que militan por la independencia. A pesar de que hoy Sants es todo lo que podría llamarse un barrio de clase media, con casas bajas y viejos curioseando en los balcones, viene de una larga tradición industrial y obrera.
“Ajuste esa bandera”, ordena Jaume a un vecino montado sobre una escalerilla, mientras unas veinte personas aplauden. Hace pocos días un grupo de encapuchados arrancó la estelada de más de tres metros que colgaba en el frente del Centro Social. Hoy hicieron un acto para restituirla. “Rompen nuestros carteles, cortan los lazos amarillos, pintan sobre los murales, pero nosotros a los pocos días volvemos a dejar las cosas como estaban”, explica Jaume.
El procés catalán, como se conoce a las movidas que el independentismo lleva adelante desde hace años para lograr la ansiada soberanía, incluido el referéndum convocado por el ex presidente comunal Carles Puigdemont, mantuvo en vilo a la comunidad internacional a fines del año pasado. El 1 de octubre de 2017 la Generalitat convocó a un plebiscito sin la autorización de La Moncloa. Con un resultado –poco riguroso y considerado ilegal por el Tribunal Constitucional– del 90% a favor del sí y una participación de poco menos de la mitad del padrón, la declaración de independencia que siguió a los pocos días del referéndum, duró 8 segundos. Los suficientes para que la posible división de España se convirtiera en tapa de todos los diarios y comenzara un nuevo ciclo político con niveles de melodrama nacional.
Marchas, represión de la Policía Nacional y la Guardia Civil, intervención de los poderes comunales, cárcel y exilio de los líderes catalanes, confluyeron en una nueva elección donde volvió a ganar el independentismo. “Le echaron gasolina”, afirma Jordi Redondo-Marfull, presidente de la Junta Sants-Montjuïc, al referirse al accionar del gobierno de Mariano Rajoy. Después de casi un año, aún hay detenidos por el referéndum y carteles que claman por su libertad en todas las estaciones de subte.
Tras la destitución de Rajoy, el gobier-
no socialista de Pedro Sánchez inició una etapa de diálogo con el nuevo presidente catalán, Quim Torra, que mantiene una línea dura del soberanismo (al punto que llegó a calificar a los españoles de “bestias”). Esta tensión política se replica en la sociedad. Algunos hablan de fractura, de familias separadas, de parejas rotas, de amigos que no se hablan; otros de manipulación mediática, de intolerancia, de una convivencia con sus rispideces, pero pacífica. Lo cierto es que la discusión está en la calle y se discute en catalán.
Todas las semanas, entre la plaza de Sants y la calle principal, Carrer de la Creu Coberta, se multiplican las asambleas, ferias y recitales. El domingo al mediodía, el Comité de Defensa de la República (CDR) invita al vermut popular. Fieles a las costumbres mediterráneas, los vecinos maridan la demanda de una nueva constitución con aceitunas negras, jamón serrano y un vasito de amargo. Dos parlantes conectados a un altavoz y un tablón atiborrado de pinxos aglutinan a una treintena de personas y alguna que otra cámara de televisión. Mientras unos reparten cintas, otros escriben un rompecabezas de opiniones en una pizarra. “Confederación de asambleas”, “el pueblo autoorganizado”, “parlamento de Cataluña”, se lee bajo una de las consignas.
Hablar castellano aquí produce un sobresalto, un mínimo extrañamiento que se disipa cuando los vecinos advierten que el interlocutor es extranjero. El idioma es uno de los estandartes de la causa independentista, por lo que hablar español suena a concesión y retroceso. “Somos bilingües, pero el catalán es nuestra lengua”, dice Raquel, una mujer rubia de unos 45 años que formó parte del anarquismo, pero luego optó por la construcción de un nuevo Estado. Ella milita desde hace pocos años y lo hace en más de una organización. Sus compañeros, Estela y Carles, hablan al mismo tiempo y se interrumpen hasta marear al interlocutor. Términos como “República” e “Independencia” se cruzan como parte de un solo discurso. Hablan de derechos humanos, de un gobierno progresista, de luchar contra la monarquía y el fascismo. Casi todos los independentistas tienen un hito fundante que los hizo movilizarse: el primer referéndum de 2009, los desalojos de centros culturales okupas, la reacción del gobierno nacional tras el referéndum, el llanto de una abuela al hablar de nuevo y en público su lengua materna.
La historia es parte del debate. “¿Vos sos argentina? Deberías odiar a los españoles”, dice un abuelo, y continúa: “Los españoles mataron a todos los indios”. La escena transcurre en una parada de bus. Antes de despedirse, el hombre recomienda aprender catalán.
Entre los edificios modernistas del Carrer de Roselló, las banderas parecen dialogar entre ellas. Esteladas con el triángulo azul y la estrella blanca, que simbolizan la independencia a secas; con el triángulo amarillo y la estrella roja, que