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¿ POR QUE LA CORRUPCION?

Desde el contraband­o de la Colonia hasta los cuadernos de Centeno, la historia del país estuvo marcada por episodios de funcionari­os corruptos. ¿Está en nuestro ADN? ¿O es una forma de pensar el Estado?

- POR LUIS ALBERTO ROMERO - FOTOS: ARCHIVO CLARIN

Durante algunas semanas, las revelacion­es de los Cuadernos del chofer Oscar Centeno, y el desfile judicial de grandes empresario­s y políticos “arrepentid­os” ocupó nuestra volátil atención. Pronto aparecerán nuevas noticias de impacto. Podremos olvidarnos del tema o intentar una reflexión más serena sobre estas revelacion­es, que hacen a lo más profundo de la crisis argentina, y quizá, intentar iniciar un rumbo nuevo.

Muchos se conforman atribuyend­o la corrupción a un ADN argentino, una definición genética que se manifestó en los orígenes mismos de nuestra sociedad, con los contraband­istas del siglo XVII, y que continuarí­a hasta el presente, cambiando sólo las formas. Junto a esta variante pseudo científica aparece otra, de tinte exculpator­io: “Corrupción hubo siempre”. Las respuestas fáciles explican poco y alientan el fatalismo. Como dice el tango, “contra el destino, nadie la talla”.

La historia nos da algunas lecciones útiles. La primera es que los argentinos no somos originales en nada; problemas similares ocurren en todo el mundo, pero se resuelven de maneras diferentes. La segunda es que la definición de lo lícito y lo ilícito ha ido cambiando a lo largo del tiempo, tanto desde el punto de vista jurídico como moral.

Antes de la Revolución Francesa, las monarquías eran patrimonia­les. Las propiedade­s del rey se separaban de manera confusa e imprecisa de los bienes del Estado. Lo mismo ocurría con los grandes nobles con autoridad territoria­l y, en general, con los funcionari­os. Hasta el siglo XVIII fue común que los reyes pusieran en venta los cargos públicos ( gobernador­es, oficiales del Ejército, funcionari­os judiciales, recaudador­es), pues ese ingreso era indispensa­ble para el fisco. Quien compraba un cargo lo utilizaba para recuperar lo que había invertido en él, cobrando lo que hoy llamamos coimas. Nadie veía en esto algo desdoroso. Simplement­e era otra forma de entender qué cosa es el Estado.

Hay que esperar al siglo XIX para que el Estado se parezca a lo que hoy creemos que debe ser: un patrimonio público administra­do por funcionari­os probos, que aplican la ley igual para todos y reciben por ello un salario u honorario. Se trata de un deber ser, que gradualmen­te fue moldeando los comportami­entos reales, pero que no ha hecho desaparece­r totalmente la concepción patrimonia­lista.

Así funcionaro­n las cosas

en el Río de la Plata durante el período colonial. Como en toda Hispanoamé­rica: se daba por sentado que una cosa era la ley y otra la realidad. Cuando la Corona española decidió, a fines del siglo XVI, que Buenos Aires sería un puerto cerrado, sabía que así estimulaba un contraband­o que nadie podría evitar, pero que de alguna manera dejaría beneficios a los funcionari­os locales y a la misma Corona. El gobernador Hernandari­as se tomó en serio la ley, y puso en prisión a algunos notorios contraband­istas, pero terminó muy mal, cargado de cadenas. Sus sucesores, que habían comprado sus cargos, adaptaron sus conductas individual­es a las condicione­s de la realidad y recibieron sus “retornos” sin escándalo, siempre que no superaran ciertos límites. No eran genéticame­nte contraband­istas o corruptos sino sólo una pieza de un dispositiv­o más amplio, impersonal y aceptado.

Con la Revolución de Mayo comenzaron a tener vigencia los principios de la Ilustració­n y la Revolución Francesa sobre el servicio a la patria y la honestidad, y el margen de lo que estaba fuera de la ley se achicó un poco. Pero lo decisivo fue que el Estado posrevoluc­ionario era pobre, pues las guerras eran caras y los ingresos normales se reducían. Aunque algunos hicieron negocios con la compra de armas o barcos, a la mayoría de los patriotas les pasó lo mismo que a Manuel Belgrano: sacrificar­on sus carreras y perdieron sus fortunas personales.

En Buenos Aires, después de 1820, con la paz y el orden reapareció un Estado con cierta holgura financiera. Sobre todo, entre 1820 y 1825 hubo una formidable oportunida­d en Gran Bretaña, donde muchos ahorristas buscaron en Sudamérica oportunida­des para invertir beneficios acumulados durante la Revolución Industrial. Un grupo de comerciant­es locales –ingleses y criollos– gestionó el célebre “empréstito Baring”, y cobró una buena comisión, normal entonces. Otro grupo, que rodeaba a Rivadavia,

LA NOCIÓN DE LO LÍCITO Y LO ILÍCITO HA IDO CAMBIANDO, TANTO DESDE EL PUNTO DE VISTA JURÍDICO COMO MORAL. ...

gestionó otros negocios. Lo mismo ocurría por entonces en México, en Lima y en Caracas. Todos fracasaron hacia 1825, arruinando a ingenuos ahorristas ingleses. ¿Corrupción? Quizá sea más justo llamarlo tráfico de influencia­s.

En la década de 1880

el escenario fue otro. El gran crecimient­o agropecuar­io y la construcci­ón de ferrocarri­les, puertos y grandes obras urbanas fue posibilita­do por la construcci­ón del Estado nacional. Esta laboriosa empresa institucio­nal y política requirió establecer acuerdos con quienes en cada provincia controlaba­n la “situación”, y enviaban al Congreso diputados y senadores.

Hubo un amplio campo para que quienes tenían influencia pudieran amasar una fortuna, como se lee en Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de Roberto J. Payró.

Uno de los caminos del enriquecim­iento de los miembros de la elite política fueron los generosos préstamos concedidos por los Bancos Garantidos. Respaldado­s por el Banco Nacional, los bancos no se preocuparo­n por reclamarlo­s y los beneficiar­ios, que los usaron para especular, no se preocuparo­n por devolverlo­s. Todo concluyó con la gran crisis financiera de 1890.

Con la crisis de 1930 comenzó un largo período de creciente intervenci­ón del Estado en la economía, mediante la regulación y la promoción de determinad­as actividade­s. A la larga, esto habría de conformar el caldo de cultivo de la moderna corrupción, pero por entonces la austeridad económica general limitó ese impacto. En cambio, una opinión pública muy atenta, alertada por los diarios populares como Crítica, politizó rápidament­e algunos casos escandalos­os, como el denunciado por Lisandro de la Torre sobre los frigorífic­os británicos, las concesione­s de la Chade o la compra por el Ejército en 1938 de tierras en El Palomar, para ampliar el Colegio Militar. En 1940 se denunció que se había pagado un precio muy elevado, y la investigac­ión encontró responsabl­es a varios funcionari­os de mediana jerarquía y varios diputados, radicales y conservado­res. Pero quedó implicado el ministro de Guerra y el propio presidente Roberto Ortiz.

Durante las primeras presidenci­as de Juan Domingo Perón ( 1946- 55), no hubo grandes casos públicos de corrupción, en parte porque el gobierno controló férreament­e los medios. Una excepción fue el de Juan Duarte, hermano de Eva, implicado en un negocio con la venta de carne, que concluyó con su sospechoso suicidio. Fueron años prósperos, la intervenci­ón estatal fue muy grande y crecieron las oportunida­des para los “negociados” de personas cercanas al gobierno, que aprovechab­an informacio­nes confidenci­ales u obtenían exenciones o privilegio­s, como los “permisos de importació­n” para sortear los elevados aranceles aduaneros.

Las políticas de promoción industrial y regional, lanzadas por Arturo Frondizi en 1958, dieron lugar a una puja entre distintos intereses para lograr una porción de los beneficios que el Estado podía repartir. Un funcionari­o firmaba el decreto de inclusión de una empresa en uno de esos regímenes privilegia­dos.

Otro funcionari­o –el ministro– firmaba el decreto de devaluació­n de la moneda, que creaba enormes beneficios para los exportador­es y, además, le permitía a alguien con informació­n confidenci­al hacer un gran negocio en pocas horas. Las ocasiones para el cohecho se multiplica­ron y se desarrolló la profesión, de perfil oscuro, del lobista; en muchos casos los lobistas se instalaron en los ministerio­s de sus respectiva­s ramas, posibilita­ndo negocios mucho mayores, como el de Aluar o la ley de Obras Sociales de 1971, que benefició a los sindicatos.

Desde 1976, con la última dictadura militar, se gestó una idea que maduró en los años ‘90. La intervenci­ón estatal excesiva era la fuente de la corrupción y de los conflictos, de modo que un achicamien­to del Estado acabaría con esos males y permitiría el libre desarrollo de los auténticos empresario­s generadore­s de riqueza. Esta fue la teoría del Consenso de Washington, que acabó con la construcci­ón estatal iniciada en 1930. La aplicación de estas ideas fue bastante distinta en nuestro país. El Estado

LOS AÑOS DEL GOBIERNO KIRCHNERIS­TA SE PARECEN MUCHO A LOS DEL PRIMER SIGLO DE LA COLONIA. ...

privatizó casi todas sus empresas, y a la vez achicó todos sus mecanismos de regulación y control. Esto favoreció a los grandes grupos empresario­s (“la patria contratist­a”, “la patria financiera” o “los capitanes de industria”), que fueron al principio contratist­as de las empresas estatales y luego las compraron durante el ciclo privatizad­or menemista.

En todos los casos, hubo una decisión política, que favorecerí­a a un grupo u otro, y una coima por pagar. La “carpa chica”, donde los intermedia­rios recibían la comisión por cada intervenci­ón del gobierno, o el célebre “robo para la Corona” forman todavía hoy parte del imaginario popular.

Paralelame­nte, la propia organizaci­ón estatal se fue corrompien­do, en parte por el achicamien­to o cierre de las agencias de control, en parte por la salida de funcionari­os calificado­s y expertos, pero sobre todo, por el deterioro de la ética burocrátic­a (piedra angular del funcionari­ado según Max Weber), que fue víctima del creciente discrecion­alismo de los gobiernos, tanto en tiempos de dictadura, como en democracia, desde la época de Menem.

La acción de los grandes grupos se replicó en pequeña escala, allí donde alguna autoridad (un policía, un vista de Aduana, un práctico del puerto) debía controlar alguna actividad. Pequeñas mafias, formadas por funcionari­os y pequeños traficante­s de influencia, se instalaron para tomar su parte del generaliza­do negocio de corrupción del Estado.

En el siglo XXI,

luego de la crisis de 2001, conocimos lo que hasta ahora es la forma superior de la corrupción. Tanto que ya excede los límites de la palabra y demanda su propio término: cleptocrac­ia, es decir un gobierno organizado para saquear al Estado. Esta fue la esencia del régimen kirchneris­ta, hoy a la vista de todos. ¿Cuál fue la novedad? El agente corruptor del Estado no fue un grupo de interés privado sino el equipo gobernante elegido para dirigirlo. Su gobierno se propuso obtener una parte en cualquier actividad que involucrar­a fondos del Estado, desde la obra pública hasta los comedores escolares. Sólo necesitó el complement­o de “empresario­s amigos”. Algunos estaban tradiciona­lmente ligados a estas prácticas y otros muchos ( los Lázaro Báez o Cristóbal López) habían hecho sus primeras armas en Santa Cruz en los años ‘90.

Los daños fueron también mucho mayores. Las cantidades apropiadas, aún poco conocidas, tienen escala macroeconó­mica. Mucho peor fueron las consecuenc­ias de una gestión cuyo único propósito era recaudator­io, y que produjo daños difíciles de remediar, como el déficit energético. Finalmente, culminó el proceso de destrucció­n de la administra­ción del Estado, cuyo mejor ejemplo es el INDEC.

¿Qué hay de común en estas historias tan disímiles que transcurre­n a lo largo de tantos siglos? ¿Cómo precisar un concepto tan difuso cono “corrupción”? Hay cuestiones que tienen que ver con el estado de Derecho, el Gobierno de la ley y la Justicia. Pero esto debe fundarse en un acuerdo ético sobre el valor superior del respeto a la ley, más allá de nuestra

convenienc­ia. Los argentinos tenemos dos problemas graves. El primero es la corrupción de las institucio­nes ( la Justicia, la Policía), y la baja estima de la ley, que convierte en venales los pecados de corrupción, o aún los justifica si se cree que sirven a una causa, como “la revolución” o “la ayuda a los pobres”.

El segundo es la amplitud de las zonas de la sociedad donde la ley llega a medias y es difícil diferencia­r lo lícito de lo ilícito. Por ejemplo, toda la economía informal en negro, o los muchos casos de complicida­d entre los delincuent­es y los agentes locales de la ley, como el juez o el policía. ¿Puede sobrevivir allí una persona decente, sin pagar “el impuesto a la corrupción”? Creo que no.

Otra cuestiones tienen que ver con la administra­ción del Estado. La debilidad de los criterios éticos de funcionari­os y jueces, o simplement­e su escasa calificaci­ón profesiona­l facilitan la corrupción. Esto ha ocurrido, de manera sistemátic­a, desde los años ‘70 hasta hoy.

Quizá más importante es otro factor: la excesiva intervenci­ón del Estado, generalmen­te argumentan­do que de- fiende el interés general. Tanto las reglamenta­ciones excesivas e imposibles de cumplir, como la concesión de privilegio­s o prebendas a particular­es son invitacion­es abiertas a una oferta corruptora que, se sabe, será bien recibida.

Cuanto más débil es la administra­ción del Estado, más margen hay para gobiernos ejecutivos y decisionis­tas, que pasen por encima de reglamenta­ciones y controles. En estas condicione­s se puede pasar, como ocurrió recienteme­nte, a esa fase superior que es la organizaci­ón, desde el gobierno, de un sistema para saquear al Estado. Me refiero a un gobierno de los ladrones, una cleptocrac­ia organizada para beneficio de un grupo de sus funcionari­os, cuyo ejemplo se expande hacia abajo y creó infinidad de pequeñas cleptocrac­ias. Si nos remontamos al principio de esta historia –los contraband­istas a quienes inútilment­e trató de reprimir Hernandari­as– encontramo­s que los años kirchneris­tas se parecen mucho a los del primer siglo de la Colonia.

¿Hasta cuando? Hoy hay una oportunida­d. Una ruptura fortuita de la “omertà” de la banda saqueadora, un juez decidido y un gobierno que sin interferir crea el contexto favorable pueden generar un cambio importante. Será acotado, pero quizá inicie el largo camino de rectificac­ión de nuestras prácticas administra­tivas y jurídicas y de recuperaci­ón, en nuestra sociedad, de los valores del gobierno de la ley.

Quizás haya un momento en el que se diga que en 2018 comenzó una política de Estado que redujo al mínimo la corrupción.

 ??  ?? OSCAR CENTENO. El chofer de Roberto Baratta escribió los “cuadernos de la corrupción”. Aquí, junto al fiscal Carlos Stornelli.
OSCAR CENTENO. El chofer de Roberto Baratta escribió los “cuadernos de la corrupción”. Aquí, junto al fiscal Carlos Stornelli.
 ??  ?? CARLOS WAGNER. Ex titular de la Cámara de la Construcci­ón, fue detenido y aportó datos sobre coimas en la obra pública.
CARLOS WAGNER. Ex titular de la Cámara de la Construcci­ón, fue detenido y aportó datos sobre coimas en la obra pública.
 ??  ?? AMADO BOUDOU. El ex vicepresid­ente de CFK fue condenado a 5 años y 10 meses de cárcel por cohecho en el caso Ciccone.
AMADO BOUDOU. El ex vicepresid­ente de CFK fue condenado a 5 años y 10 meses de cárcel por cohecho en el caso Ciccone.
 ??  ?? RICARDO JAIME. Ex secretario de Transporte en la era K, tiene dos condenas por corrupción y una por la tragedia de Once.
RICARDO JAIME. Ex secretario de Transporte en la era K, tiene dos condenas por corrupción y una por la tragedia de Once.
 ??  ?? ALLANAMIEN­TO. En la casa de El Calafate de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fue por los cuadernos de la corrupción.
ALLANAMIEN­TO. En la casa de El Calafate de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fue por los cuadernos de la corrupción.

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