LA COLUMNA DE PIETRO SORBA -
Para oficinistas y turistas. En el Microcentro, un local que sobrevive a las modas y sigue fiel a la cocina tradicional porteña.
Su ubicación no es común. Para sentarse a una de sus mesas hay que bajar por una larga escalera, que desde el nivel de la calle lleva a un sorprendente subsuelo. Amplio, de techos altos, decorado con pizarrones, fotos de figuras populares argentinas, azulejos de mayólica y estanterías con botellas de vinos. A los pocos segundos, la situación revela su esencia. Es un bodegón. Auténtico. Una historia que empieza en 1961, cuando la calle Lavalle no era peatonal. En ese momento era el templo de los cines. Mucho público. Vida nocturna. Clientes en búsqueda de un puerto seguro para apaciguar los apetitos. De a poco el local se hizo conocer. Se consolidó y se transformó en un clásico confiable de la zona poco dispuesto a las modas y fiel a la cocina tradicional. Los almuerzos son de oficinistas. Las cenas se conceden a los turistas. Sus camareros reconocen y miman a los habitué y reciben con profesionalismo a los extranjeros. La carta es una tomografía de la cocina porteña. Parrilla, pastas, platos de olla y reminiscencias his- panas conviven en simbiosis perfecta. El escabeche de pollo de cortesía es fresquísimo. Su carne es tierna y húmeda. Leve. La presencia del vinagre es amistosa. Ningún rastro de grasa en exceso. La provoleta de la casa es dorada y suave. Marcada por el calor de los hierros de la parrilla. Sale con rúcula, cubitos de jamón crudo y tomate fresco. El estofado es delicado. La carne se deshace. La salsa es sabrosa. Los fusilli al fierrito que la escoltan son sus socios ideales. Acertada la decisión de incluir la tarantela dentro de las opciones dulces. Generalmente eclipsada por el flan y el budín de pan, merece un lugar destacado entre los postres populares de la cocina vernácula.