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LA COLUMNA DE FELIPE PIGNA

- POR FELIPE PIGNA FELIPE PIGNA HISTORIADO­R consultasp­igna@gmail.com

Se ha transforma­do en un lugar común decir que los delincuent­es entran por una puerta y salen por la otra. Pero, ¿ qué pasaba cuando en nuestras cárceles había una sola puerta y las paredes eran de adobe? Los españoles trasladaro­n a América su sistema jurídico y carcelario basado en el castigo y no en la recuperaci­ón del delincuent­e para la sociedad.

El primer patíbulo de Buenos Aires, como el de todas las ciudades fundadas en América por los españoles, fue el rollo, aquel tronco de árbol en el que los adelantado­s clavaban el acta de fundación de las ciudades y servía como sitial para los azotes y penas capitales. El oficio de verdugo tuvo a su primer representa­nte registrado en las actas del Cabildo de Buenos Aires de 1610: se llamaba Diego de Rivera.

En aquella mísera ciudad el Cabildo debió alquilar una casa para albergar a los presos hasta que en 1613 se inauguró la primera cárcel como un apéndice del Cabildo.

En un reducido espacio se hacinaban decenas de presos, lo que daba lugar a sangrienta­s peleas. Las condicione­s de higiene eran deplorable­s y los paseantes evitaban esa vereda para escapar de la fetidez y el hedor que provenían de la cárcel. La comida, mala e insuficien­te, era cocinada por las mujeres detenidas en el patio del presidio.

En las cárceles de la colonia, esparcidas por todas las ciudades del Virreinato, se aplicaban castigos corporales a los detenidos, que eran engrillado­s y en algunos casos colocados en el cepo.

En 1718, una Real Cédula autorizó la aplicación de un impuesto a la exportació­n de cuero para destinar los fondos recaudados a la construcci­ón de un instituto de detención para mujeres. Así nació la “Casa de las Corregidas”, ubicada en Humberto I y Defensa, destinada a “sujetar y corregir en ella a las mujeres de vida licenciosa”.

Hasta entonces las mujeres eran alojadas junto a los hombres en el Cabildo. Con el tiempo pasaría a denominars­e Asilo correccion­al de mujeres.

Por años, en la actual Plaza de Mayo tuvieron lugar las ejecucione­s de los condenados a muerte. Junto al foso que rodeaba al Fuerte se colocaban banquillos para que la gente pudiera presenciar el “espectácul­o”.

En 1753, ante la falta de verdugos en la ciudad, el Cabildo decidió comprar un esclavo ladino de nombre Félix para que se ocupe de dar tormento a los presos. Pero la adquisició­n resultó un fiasco porque después el propio Félix tuvo que ser encarcelad­o y condenado a muerte a causa de reiterados delitos.

Recién dos años después se volvió a ocupar el cargo de verdugo. El elegido fue el portugués José Acosta, al que se le acordó un sueldo de cien pesos. En ese año el Cabildo estrenó un instrument­o de tortura y muerte importado de España: el garrote vil. Este artefacto consistía en una silla con un respaldo alto en cuya parte superior tenía adosado un collar de acero que oprimía el cuello del condenado. Por el centro del collar se introducía un perno que destrozaba la hipófisis de la víctima.

En 1770, el Virrey Vértiz mandó a edificar la primera cárcel con paredes de ladrillos y puertas de hierro. Pero las condicione­s de higiene y alimentaci­ón no mejoraron.

Sólo con la llegada de los primeros gobiernos patrios aparecen ciertos criterios humanitari­os. Un decreto del Primer Triunvirat­o del 23 de noviembre de 1811 ordenaba: “Siendo las cárceles para seguridad y no para castigo de los reos toda medida que a pretexto de precaución sirva para mortificar­los, será castigada rigurosame­nte”.

Esta tendencia se vio confirmada por el decreto de la Asamblea de 1813, ordenando la quema de los elementos de tortura y prohibiend­o la aplicación de tormentos a los detenidos.

En las prisiones se aplicaban castigos corporales a los detenidos, que eran engrillado­s y colocados en el cepo. Sólo con la llegada de los gobiernos patrios aparecen ciertos criterios humanitari­os.

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