LA COLUMNA DE FELIPE PIGNA -
Derrotado Napoleón en Wa te r loo, los Borbones franceses que gobernaban antes del comienzo de la revolución, volvieron a ocupar el trono. Las ideas revolucionarias fueron reprimidas y, entre 1814 y 1815, sesionó en Viena un Congreso que, dirigido por los reyes absolutistas de Europa, pretendió volver al viejo orden.
Las fronteras políticas de la Europa napoleónica volvieron al estado en que presentaban antes de 1789 y se buscó restaurar el Antiguo Régimen. Surgió así la Santa Alianza, integrada por los monarcas de Prusia, Rusia y Austria, con el fin de proteger el absolutismo y la fe contra toda señal de liberalismo o revolución. Pronto se sumaron España, Francia e Inglaterra. El principio político a defender fue el legitimista, por el cual sólo podían gobernar los miembros de las dinastías tradicionales de Europa.
La idea de Estado-Nación quedó consagrada por la Revolución Francesa, que en su Declaración sostuvo: “El principio de toda soberanía (concepto que remite al poder supremo) reside esencialmente en la nación”. De este modo la idea de nación designó al conjunto de clases sociales que, a partir de la revolución y la creación de un nuevo orden social, estaba por encima de los intereses particulares y los privilegios feudales.
Bajo la restauración los liberales, pese a ser perseguidos por los partidarios del absolutismo, no se mantuvieron quietos y se organizaron en sociedades secretas. José Mazzini ( 1805-1872), líder del liberalismo de su tiempo, fundó La Joven Italia, asociación secreta que luchó por la unificación de esa nación bajo un régimen republicano y liberal. Grupos ilustrados de alemanes, polacos e italianos formaron una organización de alcance internacional: La Joven Europa, integrada por la Joven Alemania, la Joven Polonia y la Joven Italia.
A partir de 1830, numerosos intelectuales europeos encabezaron el descontento de los pequeños terratenientes y campesinos, y de una recién aparecida clase media nacional. En Polonia y Hungría, por el contrario, los grandes propietarios y hombres de fortuna acordaron con el absolutismo reinante y los gobiernos extranjeros, porque preferían los grandes mercados que se les abrían, a los pequeños que podrían crearse a partir de una futura independencia nacional.
Una ola de entusiasmo y exaltación nacional recorrió Europa.
Escritores como el inglés Walter Scott (1771-1832) con su obra Ivanhoe y el alemán Juan Federico Schiller (17591805) con su Wallenstein recordaron el pasado nacional de sus pueblos con fervor y nostalgia.
Simultáneamente, el aumento de los estudiantes universitarios junto al del periodismo y del correo, favoreció un mayor uso de los idiomas nacionales en detrimento de los considerados cultos ( el latín y el francés), frecuentados, hasta ese momento, por las clases altas. En Alemania, luego de 1830, los libros alemanes, escritos en el idioma nacional, superaron holgadamente a los publicados en latín y francés.
Pero el nacionalismo de esa época excedió a las clases letradas y se sustentó también en una idea de comunidad nacional cuyas manifestaciones se concretaron en la lengua, las artes y las tradiciones.
La literatura, como lo evidencian las obras de los autores citados, o el teatro, tal el caso del Hernani del francés Victor Hugo ( 1802- 85), se inspiraron, preferentemente, en hechos o historias ocurridos en el pasado del pueblo al que pertenecía el autor, generalmente ubicados entre la Edad Media y los comienzos de la modernidad.
La historia nacional sirvió, de este modo, de sustento y respaldo al patriotismo.
A partir de 1830, numerosos intelectuales europeos encabezaron el descontento de los pequeños terratenientes y campesinos, y de una recién aparecida clase media nacional.