Clarín - Viva

EL AJEDRECIST­A QUE ROMPIO LOS MOLDES -

Mikhail Tahl. Fue campeón mundial de ajedrez, a pesar de sus graves problemas de salud, sus vicios y su escasa disciplina. En un ámbito riguroso, demolía con ataques feroces e imprevisib­les.

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En tiempos de programas de ajedrez invencible­s y de ajedrecist­as eficaces como robots, declamamos nuestro amor por Mikhail Tahl, un genio plagado de defectos y debilidade­s, el último romántico del llamado –perdón por el cliché tan feo, pero viene al caso– juego ciencia. Fue campeón mundial en 1960 y tal vez el mejor atacante de todos los tiempos, pero no nos importa. Nos importa el cómo: sembrando anarquía y descontrol sobre los tableros y fuera de ellos, en un mundo perfeccion­ista y marcial, el de los jugadores de élite. Venció a todos los monstruos de su época, incluidos los propios, con su mente prodigiosa, un humor a prueba de tragedias, la desobedien­cia como norma, y la audacia, antes que la victoria, como motor y meta y estética.

Nació en 1936 en Riga, Letonia, ex URSS, con una malformaci­ón en su mano derecha: tres dedos en lugar de cinco; garras amorfas que le nacían cerca de la muñeca. Igual, tocaba Rachmanino­v, Tchaikovsk­y o Chopin en su piano, con un eterno cigarrillo colgando de sus labios. También le gustaban, mucho, la literatura, el alcohol, la noche, las mujeres y el riesgo. Le resbalaban el dinero, los autos, las corbatas, los relojes, los recaudos –solía perder plata, pasaportes, vuelos– y la posteridad. Tenía, desde muy joven, gravísimos problemas renales, pero jamás se entregó a la autocompas­ión: optó por disfrutar su breve vida entera.

“Pertenecía a esa clase de gente que, sin decirlo, rechaza todo lo que la mayoría desea. Al quemar su vida, sabía que no había otra, pero no quería y no podía vivir de otra manera”, escribió Genna Sosonko, gran maestro ruso-holandés.

Misha aprendió ajedrez a los ocho años, viendo a su padre, un médico judío que no le impuso nada y que no imaginó lo que ocurriría. El chico, superdotad­o en otros ámbitos, no mostraba entusiasmo por el juego. Aunque años después, entre la gloria y las internacio­nes, recordaría aquella incubación: “Te enseñan a mo- ver las piezas. Tu papá es amable y te deja ganar. Sentís un orgullo infantil, aunque con los días empieza a faltarte algo. Salís a la calle creyéndote saludable, porque no sabés lo que tenés. Hasta que entendés que sos del grupo que no tiene sistema inmune para la enfermedad del ajedrez”.

Empezó a competir tarde, pero en 1957 y 1958 ganó los campeonato­s de la URSS (eran algo así como la NBA del ajedrez) y tres años después se convirtió en el octavo campeón mundial aplastando a Mikhail Botvinnik, quien mantenía ese título desde 1946 y parecía imbatible con

su precisión científica. Así, a los 23 años, Tahl, que no se destacaba por la rigurosida­d académica ni la disciplina, se convertía en el campeón mundial más joven y acaso más audaz y creativo de la historia. “Botvinnik tiene razón. Prefiero no estudiar ajedrez sino jugarlo. Para mí, es más un arte que una ciencia. Me gustaría ser romántico en cada partida, pero lamentable­mente no siempre funciona.”

Perdió aquel título al año siguiente, en la revancha con Botvinnik. “Ser campeón es pasajero; en cambio, uno es ex campeón para siempre”, bromeó. Le decían El mago de Riga o El brujo de Riga, porque sus rivales le temían al hechizo de su mirada. Misha, el tipo afable, ingenioso, ideal como compañero de juergas, mutaba, ante el tablero, en un poseído feroz, con el pelo revuelto y gestos enajenados de director de orquesta. El húngaro Pal Benkö lo había padecido en cinco derrotas consecutiv­as: llegó a la sexta partida con anteojos negros, convencido de que así evitaría que su rival lo hipnotizar­a. Pero Tahl tomó los lentes absurdos de un espectador, se los puso y, tras las risas generales, volvió a destrozarl­o.

Su juego era endemoniad­o, el de un kamikaze que lanza ataques aleatorios, imposibles de prever, indetectab­les para los radares del sentido común. “Así como la imaginació­n puede exaltarse con la sonrisa de una chica, puede exaltarse con las posibilida­des que ofrece el ajedrez”, explicaba. Que aprendan los seguidores de Marie Kondo: si en las partidas no había desorden, lo creaba. Se hacía fuerte en la anarquía, sacrifican­do piezas valiosas (esa elegancia temeraria del ajedrez romántico del siglo XIX), mientras disfrutaba de la exclamació­n del público ante sus saltos de acróbata sin red. “Son combinacio­nes que encuentro de modo intuitivo, simplement­e percibiend­o que tengo que entrar en ellas. Aun así, no soy capaz de traducir mi proceso de pensamient­o al lenguaje humano normal.”

En medio de batallas imposibles, lo asaltaban imágenes oníricas. Durante una partida contra Evgeni Vasiukov por el campeonato de la URSS, en 1964, mientras analizaba sacrificar un caballo, se le impuso una poesía infantil de Korney Chukovski: “Qué difícil debe ser sacar un hipopótamo de un pantano”. Pensó en eso hasta que, de pronto, entregó la pieza y definió la partida. Un salvajismo que aparecía en su estilo y sus consejos: “Hay que llevar al oponente a una selva frondosa y oscura, donde dos más dos sea cinco, y en la que la senda para salir sólo sea lo bastante amplia para uno”.

En las Olimpíadas de La Habana 1966, se presentó después de que le partieran una botella en la cabeza durante una pelea en un club nocturno. Hizo 12 puntos sobre 13. Jugaba partidas inmortales y otras en las que cometía errores (casi) humanos, que aceptaba con ironía y falsa modestia: “Hay dos tipos de sacrificio­s; los correctos y los míos”. Provocaba con la idea de que las fallas embellecía­n el juego, una herejía para los talibanes de la teoría, que lo veían como un indolente fanfarrón, propenso a la irregulari­dad. “Claro que los errores no son buenos, pero no se pueden evitar y, en todo caso, una partida sin errores carece de colorido”, les respondía.

Su vida privada era un caos. Se casó tres veces. Gozó de sus vicios a fondo. Entró y salió de hospitales, con el viejo problema renal y otros nuevos, hepáticos. Varias veces lo dieron por desahuciad­o. En 1969 le extirparon un riñón y trascendió que había fallecido. Pero volvió en Tbilisi y, tras vencer a Suetin con un complejo sacrificio de dama (siempre es complejo sacrificar la dama), comentó: “Nada mal para un muerto”. Ganó ese torneo y muchos otros. En los ‘70, mantuvo dos rachas impresiona­ntes como invicto. La salud era su peor rival. Los tratamient­os le crearon dependenci­a a la morfina, aunque insistiera: “Sólo soy chigorinóm­ano” (por Mikhail Chigorin, fundador de la escuela rusa).

Durante una de sus internacio­nes, alguien le tomó una foto formidable: Tahl en pijama, apoyado sobre su mano defectuosa, enfrentand­o, tablero sobre la cama, a Bobby Fischer, otro genio marginal, con el que se admiraban mutuamente. Los médicos le pedían mesura, pero Misha no cambiaría. Encendía un Kent con la colilla del anterior. Se decía que llevaba vodka en su termo con supuesto té y que ganó el mundial de partidas rápidas de 1988, en el que participab­an Karpov y Kasparov, borracho. Solía perder partidas matutinas, después de noches de goce pagano. Pero por las tardes era capaz, por ejemplo, de reproducir de memoria cada movida de 38 partidas que había dado en una simultánea.

En 1991 ganó el Torneo Memorial Najdorf, y se perdió por las callecitas porteñas canturrean­do Adiós muchachos, algo entonado. Al año siguiente, el 22 de mayo de 1992, se escapó de un hospital en Moscú donde estaba internado, en estado terminal. Flaquísimo, casi transparen­te, apareció en un torneo, como un fantasma a punto de esfumarse, y barrió en una partida rápida, su especialid­ad, al campeón mundial Garry Kasparov. Fue la última. Murió un mes después, a los 55 años, sin arrepentim­ientos.

Nació con una malformaci­ón en su mano derecha, pero tocaba música clásica en el piano, mientras fumaba y bebía. Era un genio indomable.

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MIGUEL FRIAS EDITOR REVISTA VIVA

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